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Luego hubo que recorrer en sentido inverso los atajos. Lucas no aceleraba de forma inmoderada, como cualquier veterano de aquellos andurriales. Progresaba a la velocidad justa para mantener la calma y para que la mantuviera también quien con él viajase. Una vez en la urbanización, se dirigió hacia la calle donde estaba nuestra casa, pero se detuvo en un cruce anterior. Pasaron cinco o seis minutos antes de que Lucas saliera del coche. Rodeó el vehículo y le abrió la puerta a mi ayudante. Ella salió y en el instante en que estuvieron cercanos tuvo una vacilación que resolvió, para mi asombro, con un rápido beso en los labios del antiguo servidor de la Francia. Después echó a andar con premura. Lucas no volvió a entrar en el coche hasta que ella hubo desaparecido de su vista.

Eran las tres y media. Aguardé a que Lucas se fuera y me reuní con Chamorro en el chalet. Estaba en la cocina, bebiendo agua. Su saludo fue un tanto destemplado:

– ¿Hemos acabado por hoy?

– Si te refieres a los paseos por ahí, sí.

– Entonces permíteme que me cambie. No puedo soportar más tiempo llevarlo todo tan pegado. Casi no me puedo mover.

Chamorro se bajó de sus tacones, con los que rebasaba mi estatura un buen pedazo, y se fue a su habitación. Yo me quedé dando vueltas a las razones por las que podía comportarse así. Cuando regresó llevaba ropa deportiva. Se sentó en el sofá y cruzó las piernas sobre él. Era la primera vez que hacía algo semejante.

– Querrás el informe -dijo, con desgana.

– Si no sirve para incomodarte.

– Perdona, estoy un poco mareada. No suelo beber.

– Confío en que no se te haya subido a la cabeza.

Chamorro asintió, medio ausente.

– Yo también.

Seguidamente Chamorro me dio su meticuloso informe, que fue, aproximadamente, así:

– Desde luego, quien crea que Lucas es un chulo de playa al uso se equivoca de medio a medio. En toda la noche, no ha intentado absolutamente nada que pudiera hacer pensar que se proponía algo más que pasear y tomar una copa. No baila, aparte del movimiento a que le pueda obligar estar todo el rato cambiando esos discos. No presume de nada y no suelta un piropo que pueda herir a la mujer más susceptible. Fundamentalmente pregunta y escucha. Eso ha sido un problema porque me he tenido que inventar tantas cosas que al final no sabía si las mentiras más nuevas eran coherentes con las del principio de la noche. Mientras escucha te mira todo el rato a los ojos y no parpadea nunca. Bueno, sí parpadea a veces, pero con tanta lentitud que parece que no parpadee. Te vas a reír. En eso me lo imagino cuando tenga setenta años, porque mi abuelo, antes de morirse, miraba así. También era moreno de piel y ancho de frente y tenía los ojos un poco del color del caramelo, más cansados y con un trozo de cortinilla gris que luego supe que eran cataratas. La cuestión es que he tenido que hacer un buen esfuerzo para no rehuirle, porque a mí los ojos me escocían de mantenerlos a esa altura y me daba cuenta de que cuando parpadeaba lo hacía mucho más deprisa que él. Pero si algo ha notado, no ha variado por eso su actitud hacia mí. En fin, empezando por el principio: nada más llegar me puse a bailar, hasta que estuve segura de que me había visto. Le estuve esquivando un rato, y él no hizo nada por atraer mi atención. Cuando decidí volverme hacia él, estaba pendiente de mí y me dedicó una especie de saludo militar, pero usando un par de dedos. No me gusta la gente que hace saludos de ese tipo en la vida civil. Sin embargo, él lo hace con cierta gracia, no sé, le queda simpático. Me acerqué y le conté bastante pronto nuestra supuesta discusión, mi hartura, mis propósitos de dejarte, etcétera. Entonces me invitó a pasar a su reducto. Sólo si quería y sin ningún compromiso, dijo. Mientras iba poniendo la música, pude comprobar cómo le asediaban las chicas. No les hace mucho caso, sin dárselas tampoco de guapo. Ellas tonteaban un poco, parecían aceptar que no había nada que hacer y se iban después de observarme a fondo. Con una excepción. Cuando apenas acababa yo de entrar en la cabina, vino alguien a quien conoces: la mujer flaca del restaurante. De muy mala forma le exigió que saliera de su sitio para hablar un momento, si lo tenía. Lucas la rechazó con frialdad y ella amenazó con armar un escándalo, no de palabra, sino empezando a armarlo. Ante eso, resignado y como odiándola, Lucas se avino a apartarse con ella. Me pidió excusas, dejó a alguien a cargo y se fue con ella a un sitio que no pude ver. Reapareció solo, al cabo de un cuarto de hora. Sonrió, volvió a pedirme perdón y no me dio más explicaciones. De la mujer flaca, ni rastro. No vi ni por dónde salió. Un rato después, dijo estar cansado por aquella noche y propuso ir a tomar algo por ahí. Lo propuso él, ahorrándome la iniciativa. Sabes a dónde fuimos y lo que hicimos. Nada más que hablar. Puede que fuera un poco más amable a cada minuto, pero siempre correcto. Y aquí viene lo interesante, sobre todo en un tipo tan templado: en el puerto deportivo, Lucas cometió dos errores. Al ver que estábamos allí, se me ocurrió forzar sólo un poco la suerte y le propuse ir a un sitio del que me habían hablado bien y que no conocía: Abracadabra. Su negativa fue inmediata, y sin necesidad me dio una justificación confusa. Ésa fue la primera vez que me mintió y yo lo supe y sus ojos pestañearon deprisa. La segunda fue media hora más tarde, delante de las jarras de cerveza. A un comentario mío sobre la coincidencia de vivir en la misma calle donde sucedió el asesinato, y sobre el hecho de que nadie conociera mucho a la víctima y a la presunta asesina, Lucas afirmó con rotundidad que por no saber, no sabía ni cómo era la cara de Eva Heydrich.

Capítulo 12 EL ÚNICO HEREDERO

Según terminó Chamorro de relatarme la inesperada forma en que Lucas se nos había puesto a tiro aquella noche, me vi en la obligación de felicitarla.

– Bravo, Chamorro. Sea lo que sea, lo tenemos. Esto es como preparar un petardo. Hemos prensado la pólvora y tú te las has arreglado para poner la mecha. Ahora sólo hay que buscarse una cerilla y explotarlo. Y a ver de qué color sale el humo. Porque salir, saldrá.

– ¿Crees que lo hizo él?

– Creo que, al contrario que Regina Bolzano, él pudo hacerlo. Él puede ser buen tirador, tanto como para matar a una persona con sólo dos tiros del 22 a ocho metros, uno en el cuello y otro en el punto exacto de la sien. Lo cierto es que ahora que pensamos que pudieron matarla lejos de la casa no estamos seguros de que fueran sólo dos tiros, pero el de la cabeza sigue siendo demasiado precioso. Él también tiene fuerza suficiente como para colgarla, con un solo brazo si hiciera falta. Hay algo que no termina de convencerme, pero es sólo un capricho mío: Lucas, pese a sus deslices de hoy, no me parece la clase de estúpido que gastaría sus fuerzas y un tiempo valioso en preparar la escena de la casa.

– ¿Y la flaca?

– La flaca es la prueba de que la suerte existe. Por si no bastaran para acusarle sus mentiras, al tipo lo hemos relacionado con un personaje que dio en protagonizar para nosotros una intensa y gratuita representación a propósito de Eva Heydrich.

– ¿Representación?

– Después de averiguar que tiene que ver con Lucas lo que ese sentido incidente al que tú has asistido sugiere, me apostaría una mano a que su desdeñoso recuerdo de Eva no es del todo sincero.

Chamorro construyó una mueca de disgusto.

– Creo que te veo venir. ¿No le das una oportunidad a nadie?

– Con Eva Heydrich, a poca gente. Y desde luego, la flaca no sería mi primer candidato. Es más que probable que le tuviera celos. O a lo mejor los tenía de Lucas. Quién sabe, Chamorro, quizá tú también te habrías enamorado de ella. La vida es complicada.

– No apuestes sobre mis enamoramientos. Habla por ti.

– Yo ya he aceptado hace tiempo que me habría costado trabajo resistirme. Creo habértelo confesado, incluso. Pero el detective debe ser desapasionado. Por cierto, ¿y ese beso de despedida?

Chamorro se sonrojó, aunque muy ligeramente. Debió de atraerla durante un instante la posibilidad de dejar sin respuesta mi indiscreción. Con todo, optó por enfrentarla:

– ¿Puedo decir la verdad?

– Te lo ruego.

– Lo hice, en primer lugar, porque me apeteció. En segundo, y sólo en segundo, por dejarlo interesado, contando con que me enviarías de nuevo a sonsacarle.

– Contaste bien. ¿Dirías, Chamorro, que Lucas es un tipo atractivo?

– Ya lo he dicho. Ya sabes cuándo besa la española.

– Cuánto de atractivo.

– Mucho. Más que Enzo, más que tú. No sé cómo se mide eso. Mucho.

En aquel momento en el que me arrojaba a la cara su preferencia por otro hombre, por un sospechoso de homicidio o hasta de asesinato, mi ayudante acertó a estar más encantadora que nunca, y yo fallé cediendo en mi resistencia a ese fenómeno hasta extremos desconocidos. En el último momento pude recobrar el control y dejé que abajo, en un pocito de mi alma, se quebrara para siempre una delicada varilla de vidrio que ya no habría ninguna ocasión de enseñar a la luz.