– ¿Por qué? -protestó Chamorro.
– Uno de los errores más gruesos del detective frente a aquellos a quienes investiga, o sea, frente a cualquiera que aparezca, en el lugar que sea, en el curso de una investigación, es interpretar desdeñosamente sus actos. Todos nos hemos burlado interiormente del poco estómago de la juez durante el levantamiento del cadáver y de su precipitación al ordenar que se llevaran el cuerpo. Quizá habría sido más sagaz preguntarse por qué una persona minuciosa y exigente, como suelen ser todos los que aprueban una oposición como la que ella aprobó, cometió esa ligereza. A muchos jueces con experiencia les da casi todo igual, pero los novatos procuran tener cuidado. Por ejemplo, no mandan al secretario a tomar declaración a unos testigos importantes, como ha hecho ella hoy. ¿Y por qué? Nada menos que porque se sentía indispuesta después de enviar a prisión a Regina Bolzano.
– No me cabe en la cabeza.
– Sólo hay una forma de desmentirlo. Quiero que sepas que lo que voy a hacer ahora es tan insensato como nada que haya hecho antes. Plantarse delante de un juez a acusarlo de estar implicado en un asesinato, con lo poco que tengo, es teóricamente una especie de suicidio.
– ¿Y por qué vas a hacerlo?
– He metido a tres personas en la cárcel, la juez en cuestión tiene una prisa, bastante sospechosa, por cierto, en procesarlas, y la misma prisa tienen mis jefes. Voy a apostarlo todo a una carta: la relación de la juez con la muerte de Eva fue casual, le ha dado miedo y ahora quiere taparlo con bastante torpeza. Vomitó cuando vio el cadáver y se ha vuelto a indisponer al encarcelar a Regina. Eso me sugiere que es vulnerable y que hoy puedo conseguir que se desmorone. Pero también puedo andar descaminado. No me siento en condiciones de obligarte a correr mi suerte.
– Yo soy militar por vocación, mi sargento. Puede que mi vocación sea una estupidez, tal y como se porta hoy la gente, pero un militar nunca huye del peligro y mucho menos deja solo a un camarada.
Anochecía cuando llegamos de nuevo al puesto. Perelló no nos esperaba, pero tampoco se asombró mucho.
– ¿Qué ha pasado?
– Voy a pedirte algo extraño y te ruego que me lo des y renuncies a saber por qué te lo pido -dije.
– Adelante.
– Quiero saber dónde vive su Señoría.
– ¿La juez?
– Sí. Y quiero que me lleves allí y que te quedes a la puerta con Satrústegui. Es posible que os necesite. Te prometo que si os llamo es que tengo todo absolutamente aclarado. No habrá más errores.
– ¿No hay otro modo? -tanteó el brigada, sin acuciarme.
– No.
– Voy a avisar a Satrústegui.
La juez vivía en un piso en el centro del pueblo. Estaba a cinco minutos de paseo del juzgado y no debían exigirle una renta demasiado alta. Para los dos o tres años que tendría previsto pasar en aquel miserable destino, le bastaba y le sobraba. Era una casa de pocos vecinos y el portal se abría sin necesidad de recibir desde arriba el salvoconducto a través de un portero automático. Aquel pueblo resultaba pacífico y seguro, gracias a los quince kilómetros que había hasta el mar. El jaleo de los turistas y sus indeseables adherencias no llegaban hasta allí.
Abrió la puerta la juez misma. En chanclos, con un pantalón corto y una camiseta portadora de un mensaje de amor a NY, infundía bastante poco respeto. No nos conocíamos, así que me presenté:
– Buenas noches, Señoría. Soy el sargento Bevilacqua, de la Sección de Homicidios. Ésta es la guardia Chamorro. Trabaja conmigo.
La juez rehuyó mi mirada.
– ¿Qué les trae aquí a esta hora? ¿Ha muerto alguien? Esta noche no estoy de guardia yo.
– Querríamos hablar con usted del caso de Eva Heydrich.
– ¿Y no tienen otro momento? Dígale a su comandante Zaplana que no estamos en guerra. Hay un horario de oficina. Todos tenemos derecho a descansar. ¿Y por qué no se pone él en contacto conmigo personalmente?
– Estoy aquí por propia iniciativa. El comandante no sabe nada.
La juez encontró un cabo al que agarrarse y un mazo con el que golpear:
– Estupendo. A lo mejor se cree que estoy para darle palique a cualquier guardia que se aburra. La próxima vez que tenga algo que comunicarme hágalo a través de sus superiores. Buenas noches.
Empujó la puerta para cerrarla. Interpuse el pie entre la hoja y la jamba.
– ¿Qué hace? -gruñó.
– Se ha metido en un buen lío, Señoría. Trato de ayudarla.
– ¿Ha perdido el juicio?
– Más vale que nos deje pasar. No es materia para hablarla en la escalera.
Intentó cerrar otra vez. Yo no retiré el pie, pero la puerta no llegó a darme. Chamorro la interceptó y venció el empujón de la juez hasta abrir de nuevo. Entró y obligó a la otra, bastante menos fuerte y veinte centímetros más baja, a retroceder dentro del vestíbulo del piso.
– Sargento, dígale a esta paranoica que lo que acaba de hacer es un delito.
– Ya lo sabe -constaté, atónito ante la intervención de mi ayudante.
– Señoría, cállate y escucha -la conminó Chamorro, pasándole la yema del dedo índice por los labios.
La juez se quedó inmóvil. Estaba aterrada y todo el aparato de su ira no era suficiente para disimularlo. No era sólo la proximidad intimidante de mi subordinada lo que la paralizaba. Entré y cerré la puerta detrás de mí.
– La función se ha terminado, Señoría. Andrea, la italiana, ha hablado. Elija usted. O se rinde y tratamos de enderezarlo o la detenemos.
– Han entrado ilegalmente en mi casa -lloriqueó.
– Si quiere voy por un mandamiento o espero a que salga mañana -grité-¿Es que no entiende nada o es que está sorda?
La juez estaba blanca como la pared. Chamorro pudo sujetarla antes de que se fuera al suelo. La llevamos a la sala y la tendimos en el sofá. Mientras le acomodaba la cabeza, mi ayudante me consultó:
– ¿Qué es eso de Andrea?
– Un farol. Pero ya ves que ha colado. Vamos a reanimarla.
Chamorro trajo agua. La juez apenas pudo beber un par de sorbos. La incorporamos y fue volviendo lentamente en sí.
– Cómo pude creer que… Qué locura -balbuceó.
– Cálmese. Lo arreglaremos. Estamos convencidos de que usted no lo hizo, pero tiene que ayudarnos a demostrarlo y para eso no le queda más remedio que contárnoslo todo, tan fielmente como pueda.
– ¿Todo? -rió como una demente-. No sé por dónde empezar.
– Empiece por el principio. Será más fácil. ¿Cómo conoció a Eva?
– En una fiesta, en un yate -rememoró-. Hace tres semanas, o más.
– ¿Quién daba esa fiesta?
– Unos italianos, los dueños del yate.
– ¿Cómo llegó allí?
– Por un amigo de la universidad, de Madrid. Había estado en Estados Unidos con uno de los del yate, o con otro que trabajaba donde uno de los del yate. No me acuerdo bien.
– ¿Quién había en la fiesta?
– Seis o siete italianos y otros tantos españoles. A todos era la primera vez que los veía.
– ¿Allí conoció a Enzo y a Andrea? -se arriesgó Chamorro. Antes de poder recriminarle nada recordé que Enzo le había confiado, la primera noche que había hablado con él, que a Eva la habían encontrado en una especie de orgía a bordo de un yate.
– Allí los conocí. A Andrea y a Enzo. -Tras pronunciar el último nombre se quedó asintiendo con la cabeza.
– ¿Pasó algo raro en esa fiesta?
La juez abrió mucho los ojos, apuntándolos al vacío.
– ¿Raro? Bueno, para mí lo fue, y mucho. No estaba acostumbrada a esas cosas. Ni lo estoy.
– ¿Qué cosas? -le tiró de la lengua Chamorro.
– Primero la cocaína. No la había probado nunca. Luego lo demás. Tampoco había visto nunca a una mujer a horcajadas sobre otra. Y eso no fue lo más original, desde luego. Pero todos ellos parecían habituados.
– ¿Y usted qué hizo?
– Lo último que recuerdo es que estaba muy mareada. Luego sólo hay caras y ruidos. La verdad, no sé lo que hice. Todo, supongo.
– ¿Qué es lo que recuerda de Eva Heydrich en esa fiesta?
– Varios números, casi todos impresionantes. El que más me afectó, el que hizo con mi amigo.
– ¿Puede describirlo?
– No creo que nadie pueda describirlo.
– ¿Qué tipo de relación tenía usted con ese amigo? ¿Eran sólo eso, amigos? ¿O hubo en algún momento algo más?
– Creí que lo había, o que él me había buscado con la intención de que lo hubiera. Se había enterado de que yo estaba destinada aquí y me llamó para hacerme una visita y pasar unos días juntos este verano. En realidad él suele parar en Menorca. Tiene una casa al norte de la isla. Trabaja como abogado para bancos extranjeros y con sólo veintinueve años ya es millonario.