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– ¿Millonario?

– Bueno, quizá no tanto como eso. Gana tres o cuatro veces lo que yo, a eso me refiero. El caso es que desde que llegó me pareció que me cortejaba. Ya en la facultad lo había hecho y yo no le había correspondido mucho. Pero es diferente cuando estás sola en un pueblo como éste y tienes dos años por delante. Te haces mucho más accesible. Todo fue más o menos bien hasta que apareció esa Eva. Ella le prestó la misma atención que a cualquier otro, pero él se quedó embrujado. Desde luego era una mujer experta, bastante más de lo que yo lo seré nunca. Debió ser por eso.

Había una amargura casi infantil, en aquella comparación. La juez ya no resistía. Necesitaba que la protegieran y tal vez entender por qué su vida encauzada se había puesto patas arriba.

– ¿Y después de la fiesta, cuándo volvió a verla?

– Raúl, mi amigo, regresó a Menorca al día siguiente. Tenía huéspedes, otros compañeros de su época en Estados Unidos. Éstos eran alemanes, o algo por el estilo. Yo me quedé aquí. Estuvimos más de una semana sin vernos, sin hablar por teléfono siquiera. Procuré aprovechar para ordenar mis pensamientos, aunque la verdad es que no ordené nada. Cuando Raúl me llamó y me dijo que venía otros cuatro o cinco días a Mallorca, no se me ocurrió oponerme.

Aunque sus indicaciones no eran muy precisas, traté de establecer la cronología de los hechos de forma aproximada. Según mis cálculos, no podíamos estar muy lejos de la noche en que habían matado a Eva. Percibí que la juez había perdido el impulso. Repetí mi pregunta:

– ¿Cuándo volvió a verla?

– A eso iba. Lo primero que hizo Raúl, la misma noche que llegó, fue llevarme al puerto deportivo. Íbamos de local en local, casi sin darnos tiempo a tomar lo que pedíamos en cada uno. Comprendí que la estaba buscando. Y la encontramos. Ella tardó en reconocerle, si es que le reconoció. Pero mejor o peor consiguió pegarse a ella. Raúl ya había llegado bastante tocado. Creo que se había metido algo en casa, antes de salir. A pesar de todo siguió bebiendo. En un momento de la noche, tampoco era muy tarde, se nos unieron Andrea y Enzo. Yo había estado hablando con Andrea la noche de la fiesta en el yate, antes del jaleo del final. Me había parecido un poco inquietante, pero simpática. No sé cómo salió lo de ir a la playa. Raúl insistió para que Eva viniera en nuestro coche. A ella le daba igual, vio que el coche de Raúl era mejor que el coche alquilado de los italianos y se vino con nosotros. Ellos se desviaron para coger algo en su apartamento, así que nosotros llegamos antes a la playa. Por cierto que no nos salimos de la carretera de milagro. Raúl estaba muy mal. Apenas se entendía lo que decía. Entonces ella empezó a hartarse de él, y él no se dio cuenta. Siguió atosigándola hasta que ella se enfadó. Por un momento pensé que le pegaba. Pero antes de que lo hiciera vino esa mujer, la suiza. Tardamos en fijarnos en que estaba encañonándola con un revólver.

Durante el resto de su relato, la juez fue reconstruyendo con una metódica parsimonia todos los hechos y circunstancias que resolvían, al fin, el sinfín de perplejidades que Chamorro y yo habíamos ido acumulando en los últimos días. A partir de cierto punto, incluso, recobró la presencia y el temple y llegó a exhibir una singular pulcritud. A fuerza de callarlo y de meditar sobre cómo podría eludir sus consecuencias, había perfeccionado un privilegiado conocimiento de aquel desdichado accidente en que se había visto envuelta contra su voluntad y su provecho.

Su Señoría, una vez que hubo descargado su conciencia, consintió en acompañarnos. Me asomé a la ventana y le hice a Perelló señal de que subiera. Quería entregarla a alguien que le inspirase confianza. Después de que Chamorro la ayudara a trepar al todoterreno, la juez se despidió con una última confesión:

– Me alegro de que vinieran. No habría sabido terminar todo esto. Y me fastidiaba, tener que fingir por culpa de ella. No podré reconocerlo más adelante, pero si lo pienso fríamente, no me da ninguna lástima que esa chica muriera. La traté poco y sólo saqué en limpio que era una especie de fiera, salvaje y destructiva.

Recordé mi primera conversación con Regina y la brumosa narración que un borracho llamado Xesc había hecho para mí sobre las andanzas de Eva en la cala.

– ¿Algo así como un tigre? -sugerí.

– Algo así como un tigre -me secundó.

Tuve que recurrir al auxilio de Perelló para que Zaplana creyera que mi informe no era el resultado de un abuso de estupefacientes y accediera a disponer un helicóptero para ir a Menorca. Primero hubo que buscar un nuevo juez que tomara las riendas del caso y arbitrara las medidas oportunas, tanto en relación con la juez sustituida como con el resto de los involucrados en el homicidio. Abandonamos la isla de madrugada y nos dirigimos a la casa donde la juez había situado el domicilio veraniego de Raúl. Estaba colgada en una costa escarpada y solitaria que la tramontana azotaba con furia. El capitán que se hallaba al mando de la operación ya la había rodeado discretamente y sólo aguardaba la orden de intervenir. Por las noticias que teníamos, nuestro objetivo no iba armado ni era especialmente peligroso, pero ya estábamos lo bastante escaldados como para permitir que pudiera producirse el más mínimo contratiempo.

Amanecía cuando llamamos a la puerta. Nadie acudió. Repetimos la llamada, igualmente sin resultado. Nos abrimos paso por la fuerza y nos desplegamos por la casa. La cocina estaba llena de cacharros sucios y restos de comida precocinada y había ropa y objetos tirados por todas partes. Llegamos a la terraza a tiempo de ver cómo alguien saltaba la barandilla y descendía por los peñascos hacia el mar. Era un individuo blancuzco con barba de muchos días, ya casi cerrada. Lo único que llevaba encima era una camisa desabrochada y sus propósitos parecían inequívocos. El acantilado hacia el que galopaba tenía una caída de unos sesenta o setenta metros y abajo las olas batían contra las rocas levantando montañas de espuma.

Ganando la carrera a todos, brincando sobre las aristas rocosas como si volara, Chamorro llegó a tiempo de interceptarle. Cayeron los dos al suelo y el hombre comenzó a lanzarle puñetazos que mi ayudante paró con apuros. Tres segundos más tarde se lo habíamos quitado de encima y lográbamos esposarle las manos a la espalda.

– ¿Estás bien? -pregunté a Chamorro.

– Salvo algún arañazo, sí.

– ¿Dónde aprendiste a correr de esa forma?

– Tratando de ingresar en la academia de oficiales. De algo me tenía que valer el tiempo malgastado.

El detenido apestaba a ginebra y a sudor y vociferaba:

– Dejadme en paz. Os ahorraré el trabajo, hijos de puta.

Zaplana se aproximó a él y le cogió de la barbilla. Se quedó observando sus ojos desencajados, inyectados en sangre.

– Tienes derecho a un abogado y a saber que se te acusa de la muerte de Eva Heydrich, súbdita austríaca -le informó-. Y si no dejas de chillar te voy a arrancar de cuajo esas pelotas tan chicas que tienes.

Raúl enmudeció. El comandante siguió enfrentándole la mirada.

– Y pensar que lo que buscábamos era esto -concluyó-. Un yuppie de mierda que no sabe perder.

– Nadie sabe perder, mi comandante -le disculpé.

– Esta chusma es la peor. Desprecian a todos los que tienen polvo en la suela de los zapatos. Pues mírame: yo tengo polvo en los zapatos desde que tengo uso de razón y ahora me cago en ti.

– Déjelo, mi comandante.

– Llevadlo al coche -ordenó-. Y tapadlo antes, que da grima verlo.

La expresión sulfúrica de Zaplana revelaba que, a pesar de todo el talento que pudiera atesorar y de su innegable coraje, nunca sería un buen policía. Lo último que un policía debe hacer, como el lema del Cuerpo sabiamente prescribe, es odiar al delincuente.

A esa misma hora, Andrea y Enzo eran detenidos. Salían del hotel rumbo al aeropuerto. Por poco y a pesar de la imprudencia de unos y de otros, el caso de la muerte de Eva Heydrich quedaba cerrado con el prendimiento de todos los culpables.

Capítulo 19 QUIZÁ SI HUBIERA MEDIDO EL EFECTO

Aparte del informe que redactamos Chamorro y yo y de mi testimonio en el juicio, sólo reconstruí otra vez la íntegra secuencia de los hechos. Fue para el brigada Perelló. Tan pronto como volvimos de Menorca y hubimos liquidado los trámites, lo que nos llevó unas cuantas horas, le encargué a Chamorro que arreglara nuestro regreso a la Península y yo me dirigí en el coche al pueblo. Llegué al puesto cuando ya caía el sol y allí sólo estaban Quintero y Barreiro. El brigada, me dijeron los guardias, estaba en un bar de la plaza al que solía ir a jugar al truc todas las tardes. Le encontré en la mesa con otros tres, de paisano, y me pareció más viejo que de uniforme. Aguardé a que terminara mientras saboreaba un recio pero decente whisky nacional. El brigada, que me había visto, hizo por abreviar la partida sin ofender a sus compañeros de mesa. Luego se reunió conmigo.