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– Ya me he beneficiado demasiado de tu amabilidad, mi brigada. Iré despacio. Espero que la próxima vez que maten a alguien por aquí no te hayas jubilado.

– Yo espero jubilarme antes. No comprendo bien a la gente que hay ahora. La verdad es que no te arriendo la ganancia, sargento. Cuídate.

A la luz de la farola brillaban la frente ancha y los cabellos muy estirados hacia atrás. Lo dejé allí, despidiéndome con el continente suave y rotundo, ya para siempre irrecuperable, de los hombres de una pieza.

Capítulo 20 EL LEJANO PAÍS DE LOS ESTANQUES

Llegué a Palma bastante más despejado de lo que había salido del pueblo. Contribuyó el aire que entraba por la ventanilla del coche, que con aquel cambio de tiempo que anticipaba la cercanía del otoño era fresco y tonificante. En la comandancia, Chamorro me aguardaba con impaciencia.

– Temía que hubieras tenido un accidente -me regañó.

– Te agradezco la preocupación. Estaba rematando un fleco moral. Nada a lo que deba atribuirse ninguna importancia, en los tiempos que corren. ¿Hay alguna novedad?

– El juez ha tomado declaración a todos. Confirman la versión de la juez, sin apenas variaciones. Mañana tomarán medidas. La juez saldrá con fianza, y puede que Andrea también, aunque en ese caso le retirarán el pasaporte.

– ¿Y los otros?

– ¿Quiénes? ¿Enzo y Raúl?

– No. Regina y la pareja.

– Los pondrán en libertad mañana. Y si se comprometen a colaborar y no enredar, seguramente sin cargos.

– No creo que les queden ganas de remover. Eso nos salva, Virginia. ¿Has arreglado el viaje?

– Sí. También tengo que comunicarte que has tenido una llamada, o más bien varias, pero de la misma persona: el comandante Pereira. La última a eso de las diez. Se iba a casa. Me ha costado un poco cubrirte.

– No te apures. Le llamaré ahora a su casa, para que se joda.

Marqué el número de Pereira y al otro lado de la línea me salió una voz de niña. Nunca me había parado a pensar que Pereira tenía hijos. Me lo figuré rascándole la barriguita a la criatura que había cogido el aparato y le pregunté a ella por su papá. Mi infantil interlocutora solicitó conocer mi identidad y se la facilité recurriendo a la abreviatura de mi apellido, que en condiciones normales no debía plantear problemas de pronunciación a una niña de tres años. Al cabo de unos segundos, irrumpió Pereira:

– ¿A qué andas jugando, Vila?

– A lo que me encargó, mi comandante. Dentro de lo que cabe.

– Zaplana me lo ha contado todo. Un poco más movido de lo que parecía. ¿Por qué no me has llamado tú para informarme?

– Lo pensaba hacer, mi comandante. He estado bastante ocupado.

– Ya hablaremos más despacio. Por lo pronto te transmito la felicitación del coronel y la mía propia. Has dejado alto el pabellón. ¿Y Chamorro?

– Me avergüenza haber tratado de evitarla. Es la mejor.

– Vaya, tanto.

– Puede confiarle lo que quiera. Reventará antes que flaquear. Por lo pronto, esta oportunidad la ha aprovechado con creces.

– Quiero un informe detallado. Hemos recibido una especie de indicación oficiosa desde el Ministerio. Hay que promocionar a las mujeres que valgan. Si no puedes vencer al enemigo, únete a él.

– Creía que estábamos todos del mismo lado, o sea, del correcto.

– No me fastidies, Vila. Buenas noches. Me reuní con Chamorro.

– ¿Y? -indagó.

– Y nada, como siempre. Bueno, puede que te asciendan. Escribiré lo mejor que sepa para que así sea. Luego queda al capricho de Pereira y de los astros. No puedo prometerte nada. Pero por si acaso vamos a celebrarlo. Tengo el estómago vacío.

Chamorro reflejó cuánto la abrumaba mi reconocimiento ruborizándose, como de costumbre. Débilmente, alegó:

– Da gafe celebrar las cosas antes de tiempo.

– No ahora. Deberíamos comprar lotería, Chamorro. Estamos en racha. Ha podido haber una catástrofe.

Fuimos a cenar, y eso fue toda la celebración. Aunque me dio la impresión de que Chamorro me habría aceptado una invitación para ir de copas, esta vez de veras, y no por exigencias del servicio, me abstuve. Por un lado, ya había bebido bastante aquella noche. Por otro, el enanito fanático que a veces se hace notar en el fondo de mi alma, dondequiera que la guarde, consideraba una especie de infamia que me prevaliera de la presumible actitud favorable de Chamorro, tras haberle anunciado el ascenso o su simple posibilidad. Y era una puñeta, lo del fanático, porque sería por el alcohol, pero Chamorro estaba tan guapa como Veronica Lake en la escena de la piscina de Los viajes de Sullivan. No sé si ya he apuntado que a mí me rinde Veronica Lake.

La dejé en su habitación del pabellón y le deseé castamente que pasara una buena noche. Chamorro se vio obligada a tener alguna delicadeza.

– Me costará volver a llamarte mi sargento -declaró.

– Te arrestaré cuando no lo hagas, para que no te cueste. Gracias por todo, Chamorro. Sin ti no hubiera sido igual. Ahora la vida sigue, que es lo que pasa siempre. El avión sale a las once y media. Nos vemos abajo a las diez en punto.

Chamorro ascendió a guardia de primera, superados los farragosos obstáculos que impone la burocracia del Cuerpo, y no siempre en adelante me llamó mi sargento. Pero eso no es algo que proceda recoger aquí, sino en otro lugar, suponiendo que merezca la pena que sea recogido. Aunque esa noche podía haber dormido casi siete horas, opté por levantarme temprano. A las siete y media estaba en la prisión provincial. Tras unas gestiones con los funcionarios, confirmé que Regina Bolzano salía libre a las ocho. Le pedí al funcionario que retuviera media hora a Candela y a Lucas. Ya puestos, mejor hacer la pifia completa. Por diversas razones, no quería volver a encontrarme con ellos.

Nadie esperaba a Regina Bolzano cuando salió de la cárcel, aparte de mí, y aquél pudo ser un motivo para hacerlo. A la suiza se la veía demacrada, indefensa. Había perdido cuatro o cinco kilos desde la primera vez que la había interrogado. Avanzaba encogida en un atuendo que no era el de dentro de la prisión pero transmitía idéntica sensación de grisura y desamparo. Me acerqué y me ofrecí a llevarle la bolsa.

– Señora Bolzano. He venido a presentarle mis excusas.

Regina me miró como si no hubiera entendido. Luego hizo ademán de apretar la bolsa contra sí y acabó tendiéndomela.

– Tengo un coche ahí -y lo señalé-. Si me dice dónde va y me permite, sería para mí un placer llevarla.

– ¿Por qué?

– Soy un hombre anticuado, señora. Estoy en deuda con usted.

– Me está tomando el pelo.

– En absoluto.

– Vuelvo al apartamento donde me detuvieron. Está pagado todavía diez días. Hasta que encuentre un vuelo para regresar a Milán.

– Necesitaré que me guíe al final. No creo que pueda llegar solo.

– Es muy amable.

– Cumplo con mi deber.

Mientras atravesábamos la ciudad, Regina me vigilaba de reojo. Al cabo de cinco o diez minutos, rompió el silencio.

– Cuando me comunicaron que iban a soltarme -dijo, despacio-, y hace un momento, cuando me he visto ahí sola a la puerta de la cárcel, creí que todos me despreciaban. Casi era mejor cuando me acusaban de haber matado a la pobre Eva.

– Yo no soy nadie para despreciarla. Nadie lo es. Usted podría despreciarnos a todos.

– No puedo creer que hable en serio. Pagué a un hombre para que lo hiciera. Tengo de qué arrepentirme, y ustedes tenían toda la razón del mundo para detenerme.

– Se equivoca. No puedo juzgarla, señora Bolzano. Cuando tuvo a Eva Heydrich a tiro y decidió no apretar el gatillo me quitó cualquier razón que hubiera podido tener. Si las apariencias eran oscuras, era mi problema. Me pagan por ver en la oscuridad.

– Oiga, ¿de verdad que todo esto no es una broma?

– No es ninguna broma. Procuro respetar lo que hago porque procuro respetarme a mí mismo. Así que tengo cuidado, y cuando me escurro, lo compenso. En este caso, me gustaría convencerla de algo que quizá le cueste admitir por sí sola.

– ¿De qué quiere convencerme?

– De que está limpia. Alguien se apiadó de su falta y disuadió a Lucas. Luego usted se probó que no era una asesina. Lo que vino después fue una desgracia estúpida, nada más.

La mujer me observó con aprensión.

– ¿Es usted un predicador o algo semejante?

– Ni remotamente. Pero cuando uno trabaja averiguando cómo la gente mata a otra gente tiene que forzarse a alguna gimnasia mental para no acabar con el corazón de piedra. Mi gimnasia es reducir lo que me tropiezo a una secuencia generosa y razonable. Y en mi secuencia razonable y generosa usted no le hizo daño a nadie. Más bien al revés.

– No estoy segura de comprenderle.

– Da igual.

– Pero me parece que es un buen hombre.

– En algunos salones de sociedad eso es una injuria.

– No pretendía que sonara así. Me ha echado una mano cuando no esperaba una mano de nadie. Gracias.