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El hombre tosía y resollaba con tal violencia que Will temió que perdiera el control y se estrellara contra los coches aparcados.

– ¡Tranquilízate, Henry! -le imploró Kenyon-. Silencio. Deja que yo me encargue de esto.

De todos modos, Spence se había quedado sin habla. Agachó su cabeza moteada y le hizo señas a Kenyon para que lo relevara.

– Muy bien, señor Piper. No podemos obligarle a hacer algo contra su voluntad. Ya suponía que no querría involucrarse. Pujaremos por teléfono. Denos permiso al menos para pedir que un mensajero le entregue el libro en su apartamento el viernes por la noche de modo que podamos pasar a recogerlo. En el ínterin, tenga la gentileza de considerar la generosa oferta de Henry. No necesita la base de datos completa, solo las fechas de fallecimiento de menos de una docena de personas. Por favor, consúltelo con la almohada.

Will asintió con la cabeza y guardó silencio durante el resto del trayecto hacia el bajo Manhattan, concentrándose en la respiración sibilante de Spence y en el siseo del oxígeno que fluía por las cánulas que llevaba en la nariz.

En ese momento, Malcolm Frazier se despertó sobresaltado y con el ceño fruncido, inusualmente desorientado. Los títulos de crédito de la película pasaban por la pantalla del avión, y la señora mayor del asiento del medio estaba dándole unos golpecitos en el hombro para que la dejara salir al pasillo y dirigirse al lavabo. Los asientos de clase turista en el vuelo de American no estaban diseñados para cuerpos grandes y musculosos como el suyo, por lo que se le había dormido la pierna derecha. Se levantó y sacudió el pie hasta que se le pasó el hormigueo, maldiciendo a sus superiores por no haberse estirado un poco para pagarle un billete en clase business.

No había ningún aspecto de esa misión que le gustara. Enviar al jefe de seguridad de Área 51a pujar por un libro en una subasta le parecía ridículo. Aunque se tratara de ese libro. ¿Por qué no habían enviado a un machaca del laboratorio? El le habría encargado gustosamente a uno de sus vigilantes que le hiciera de niñera. Pero no. El Pentágono lo quería a él. Y, por desgracia, Frazier sabía por qué.

El Suceso de Caracas.

Faltaban treinta días, y el tiempo corría.

Una de esas predicciones trascendentales de Área 51 estaba a punto de cumplirse, pero esta era distinta. Ellos no estaban en guardia ni a la defensiva, como de costumbre. Esta vez, aprovecharían la información para pasar a la ofensiva. El Pentágono estaba preparado. Los jefes del Estado Mayor se encontraban permanentemente reunidos. El vicepresidente en persona encabezaba un grupo de expertos. El gobierno de Estados Unidos estaba poniendo toda la carne en el asador. Era el momento más inoportuno para que el libro que faltaba saliese a la luz. Aunque la confidencialidad era la prioridad en Groom Lake, nadie quería hablar de un posible fallo de seguridad cuando faltaba solo un mes para la operación Mano Tendida.

¡Mano Tendida!

¿A qué genio de las relaciones públicas del Pentágono se le había ocurrido eso?

Si el libro que faltaba acababa en manos de algún cerebrito, solo Dios sabía qué preguntas se plantearían, qué información se divulgaría.

Por eso, Frazier entendía por qué le habían encomendado a él la misión. Pero eso no significaba que le gustara.

El piloto anunció que estaban cerca de la costa de Irlanda y que aterrizarían en Heathrow en dos horas. A sus pies, Frazier tenía un maletín de piel vacío, acolchado por dentro y del tamaño adecuado para el trabajo. Ya estaba contando las horas que faltaban para estar de vuelta en Nevada, con el pesado libro de 1527 cuidadosamente envuelto y guardado en su mochila suministrada por el gobierno.

Capítulo 5

La sala de subastas de Pierce & Whyte estaba al lado del vestíbulo principal en la planta baja de la mansión georgiana. Los postores se registraban en la recepción y entraban en una estancia elegante y antigua con suelos de madera noble color ocre, techo alto de escayola y una pared recubierta de librerías que requerían una escalera de mano para llegar a los estantes superiores. Las ventanas de la sala daban a High Street, y, con las cortinas descorridas, los rayos de luz amarilla se entrecruzaban con las filas de sillas de madera perfectamente alineadas formando cuadros como los de un tablero de ajedrez. Había espacio para entre setenta y ochenta asistentes, y esa soleada mañana de viernes, la sala se estaba llenando rápidamente.

Malcolm Frazier había llegado temprano, ansioso por despachar el asunto cuanto antes. Tras registrarse ante una joven pizpireta que pasó por alto alegremente su malhumor, entró en la sala vacía, se sentó en la primera fila, justo enfrente del podio del subastador, y, con aire distraído, empezó a hacer girar su paleta de puja entre el pulgar y el índice. Conforme llegaban más personas, se hacía más patente que Frazier no era el habitual comprador de libros antiguos. Los demás postores no tenían aspecto de poder levantar ciento ochenta kilos en un banco de pesas, nadar cien metros bajo el agua o matar a un hombre con sus manos. Pero Frazier estaba visiblemente más nervioso que sus compañeros miopes y fofos, pues nunca había participado en una subasta y solo tenía una idea vaga del protocolo que debía seguir.

Echó un vistazo al catálogo y encontró el lote 113 en las páginas interiores. Si ese era el orden del día, le esperaba una sesión larga y tediosa. Mantenía la espalda erguida y rígida, con los pies firmemente plantados junto a su mochila; parecía un monolito con un rostro en el que predominaban los ángulos sobre las curvas. En la segunda fila, la silla situada detrás de él estaba desocupada porque su corpachón no dejaba ver el podio.

Frazier se había enterado de la subasta por un mensaje de correo electrónico enviado por el Pentágono a su BlackBerry cifrada. En ese momento él estaba empujando un carrito en un supermercado de las afueras de Las Vegas, siguiendo obedientemente a su mujer por la sección de lácteos. El tono que emitió el aparato era una señal de máxima prioridad, un pitido insistente que hizo que se le secara la boca como a un perro de Pavlov. Ese sonido de alerta en particular nunca presagiaba nada bueno.

Un filtro de Inteligencia de la Defensa del que ya nadie se acordaba y que analizaba todos los medios electrónicos en busca de las palabras clave «1527» y «libro» se había disparado, y un analista de bajo rango de la DIA comunicó el hallazgo a sus superiores, con curiosidad pero sin tener la menor idea de por qué a alguien de la inteligencia militar podía importarle un pimiento que una página web anunciara la subasta de un libro viejo.

Sin embargo, para los entendidos de Área 51, aquello era un bombazo. El único volumen que faltaba, la aguja en el pajar, había aparecido. ¿Dónde había estado ese libro durante todos esos años? ¿Sabía alguien lo que era? ¿Podía alguien averiguarlo? ¿Tenía ese volumen concreto algo especial que pudiera comprometer la misión del laboratorio? Se organizaron reuniones, se trazaron planos, se cursaron solicitudes a instancias superiores, se asignaron y enviaron fondos. La operación Mano Tendida era inminente, y Frazier fue elegido expresamente por el Pentágono para llevar a cabo el trabajo.

Los subastadores llegaron a la sala casi llena y ocuparon sus puestos. Toby Parfitt, impecablemente vestido, se acercó al podio para ajustar el micrófono y sus pertrechos para la subasta. A su izquierda, Martin Stein y otros dos altos cargos del departamento de libros se sentaron ante una mesa cubierta con una tela. Cada uno de ellos estableció una conexión telefónica para atender a quienes querían pujar por teléfono y, con el auricular contra la oreja, aguardaron tranquilamente a que comenzara la sesión.

Peter Nieve, el joven ayudante de Toby, apostado a la derecha de su jefe, se revolvía nervioso, un lacayo listo para obedecer órdenes. Nieve se aseguró de estar más cerca de su jefe que el nuevo ayudante, Adam Cottle, que se había incorporado al departamento solo un par de semanas antes. Cottle era un rubio de veintitantos años con los ojos apagados, el pelo corto y dedos amorcillados. Su aspecto era más propio de un aprendiz de carnicero que de un comerciante de libros. Por lo visto, su padre conocía al director ejecutivo, y le habían pedido a Toby que lo contratara, aunque no necesitaba a otro ayudante; Cottle no solo carecía de un título universitario, sino de cualquier tipo de experiencia en el sector.