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Nieve había sido implacable con él. Ahora que por fin tenía a alguien por debajo en el escalafón, aprovechaba para delegar sus tareas más rutinarias y humillantes en el joven anodino, que asentía en silencio y ponía manos a la obra como un tonto servil.

Toby paseó la mirada por el público, saludando a los asiduos con un leve movimiento de la cabeza. Había algunos rostros nuevos, pero ninguno tan imponente como el del caballero corpulento y musculoso que estaba sentado delante de él y que parecía curiosamente fuera de su elemento.

– Señoras y señores, ha llegado la hora señalada. Soy Toby Parfitt, el subastador, y me complace darles la bienvenida a la subasta de otoño de Pierce & Whyte de libros antiguos y manuscritos, un conjunto selecto y variado de artículos literarios de colección de la más alta calidad. Entre los numerosos objetos que ofrecemos hoy contamos con un auténtico tesoro formado por piezas de la colección que lord Cantwell guardaba en su finca de Warwickshire. Les comunico que también aceptaremos pujas telefónicas. Nuestro personal está a su disposición para aclarar cualquier duda que tengan. Así que, sin más preámbulos, vamos a empezar.

Una puerta trasera se abrió, y entró una bonita ayudante con guantes blancos, sujetando recatadamente el primer lote con los brazos extendidos frente a su pecho.

Toby la saludó y comenzó.

– El lote uno es un bello ejemplar de La unidad del arte, de John Ruskin, una conferencia que pronunció en la reunión anual de la facultad de Arte de Manchester en 1859 y se publicó en Oxford en 1870. Conserva las sobrecubiertas originales, que han adquirido un tono ligeramente amarronado, y sería una adquisición ideal tanto para admiradores de Ruskin como para historiadores. Les propongo un precio inicial de cien libras.

Frazier soltó un gruñido y se armó de paciencia para aguantar aquella dura prueba.

En Nueva York eran cinco horas menos, y aún faltaban dos para que el sol traspasara la fría bruma que flotaba sobre el East River. Spence y Kenyon se habían despertado temprano en su domicilio nocturno, el aparcamiento de unos grandes almacenes Wal-Mart en Valley Stream, Long Island. Tras preparar café y huevos con beicon en la cocina de la caravana, se pusieron en marcha para dirigirse al bajo Manhattan antes de la hora punta. Llegaron frente al edificio de Will a las cuatro y media. Él estaba esperándolos en la acera, tiritando de frío pero echando humo por el altercado casero de buena mañana.

No había sido una idea muy afortunada ponerse a discutir con su esposa mientras ella daba el pecho. Will se dio cuenta a media discusión. Se sentía como un desalmado por alzar la voz y ahogar los gorgoteos y chupeteos de su hijo, y ya no digamos por borrar de la cara de Nancy su expresión habitual de serenidad maternal. Por otro lado, le había prometido a Spence que lo ayudaría y alegó que al menos no había accedido a largarse a Inglaterra. Aunque esto no sirvió para apaciguar a Nancy. Para ella, el caso Juicio Final era cosa del pasado, y la Biblioteca un mal recuerdo que convenía olvidar. Era consciente del peligro que representaban los grupos en la sombra como los vigilantes. Pero quería volcarse en el presente y el futuro. Tenía un bebé y un marido a los que quería mucho. La vida le sonreía, pero podía derrumbarse de un día para otro. Advirtió a Will que no jugara con fuego.

Él se mantuvo en sus trece. Cogió su chaqueta y salió a toda prisa del apartamento, pero al instante empezó a sentirse como una basura. Sin embargo se negó a volver a entrar y pedirle disculpas. El toma y daca de la vida conyugal era un concepto que él entendía intelectualmente, pero que no tenía interiorizado, y tal vez nunca lo tendría. Farfulló algo acerca de ser un maldito calzonazos y pulsó con fuerza el botón del ascensor, como si intentara sacarle el ojo a alguien.

– Menos mal que no haremos esto en mi casa -reconoció Will en cuanto subió a la caravana.

– ¿Ha empezado el día con mal pie, señor Piper? -preguntó Spence.

– Llámame Will de ahora en adelante, ¿vale? -respondió malhumorado-, ¿Tenéis café? -Se repantigó en el sofá.

Kenyon le sirvió una taza mientras Spence pulsaba el botón de «indicaciones de voz» de su dispositivo GPS y arrancaba el vehículo. Su destino era el centro comercial de Queens, donde Will supuso que podrían aparcar sin demasiados problemas.

Cuando llegaron, seguía siendo de noche, y faltaban varias horas para que abrieran las tiendas. El estacionamiento no tenía vega, y Spence aparcó cerca del exterior. Su teléfono móvil tenía plena cobertura, así que no tenían que preocuparse por la calidad de la señal.

– En Londres son las diez de la mañana. Ya llamo yo -dijo Spence, levantándose y empujando la máquina de oxígeno con ruedas.

Depositó el móvil sobre la mesa de la cocina en modo manos libres y los tres se sentaron alrededor mientras él marcaba el número con el prefijo internacional. Una operadora los conectó con la casa de subastas.

– Pierce & Whyte. Al habla Martin Stein. ¿Su nombre, por favor?

– Soy Henry Spence y le llamo desde Estados Unidos. ¿Me oye bien?

– Sí, señor Spence, alto y claro. Esperábamos su llamada. Nos sería muy útil que nos indicara los lotes por los que le interesa pujar.

– Solo por uno, el lote 113.

– Entiendo. Bueno, es posible que no lleguemos a ese artículo hasta bien entrada la segunda hora.

– He enchufado el móvil a la corriente y tengo las facturas al día, así que por mí no hay problema.

En Londres, Frazier luchaba contra el jet lag y el aburrimiento, pero era demasiado disciplinado y estoico para hacer muecas, bostezar o retorcerse en su asiento como una persona normal. Los libros viejos se sucedían en un tedioso desfile de cartón, piel, papel y tinta. Crónicas, novelas, libros de viajes, poemarios, tratados de ornitología, ciencia, matemáticas, ingeniería… Él parecía ser el único de los presentes que no estaba fascinado. Los demás, empapados en sudor, mejoraban con vehemencia la oferta de sus competidores, cada uno con su estilo particular. Algunos agitaban su paleta de puja ostentosamente, mientras que otros alzaban la suya de forma casi imperceptible. Los más asiduos hacían gestos -asentían con la cabeza, torcían la boca, arqueaban una ceja- que el personal de la casa reconocía como indicaciones. Estaba claro que en aquella ciudad sobraba la pasta, pensó Frazier, mientras la gente ofrecía miles de libras por volúmenes que él ni siquiera querría para calzar una mesa.

En Nueva York ya había amanecido, y el sol inundaba la caravana. De vez en cuando, Stein se ponía al teléfono para informarles de la marcha de la subasta. Se estaban acercando. Will empezaba a impacientarse. Había prometido regresar a casa antes de que Nancy tuviera que irse a trabajar, y el tiempo se agotaba. El cuerpo de Spence emitía todo tipo de ruidos: resollaba, tosía, aspiraba por un inhalador y susurraba palabrotas.

Cuando presentaron el lote 112, a Frazier se le despejó la cabeza y la descarga de adrenalina le aceleró la respiración. Era un volumen gordo y viejo, y en un principio Frazier lo confundió con su objetivo. Toby se deshizo en alabanzas del libro y pronunció su título en un latín fluido.

– El lote 112 es un magnífico ejemplar de la obra de anatomía de Raymond de Vieussens Neurographia Universalis, Hoc Est, Omnium Corporis, Humani Nervorum, publicado en 1670 en Frankfurt por G. W Kuhn. Contiene veintinueve grabados en papel de vitela de la época y, salvo por unas pequeñas roturas, se trata de una copia extraordinaria de un tratado de medicina histórico. El precio de salida es de mil libras.