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Había varios individuos interesados que comenzaron a pujar enérgicamente. Un anticuario de las últimas filas, un hombre voluminoso que llevaba un fular y durante toda la mañana había mostrado su entusiasmo por los artículos de tipo científico, llevaba la voz cantante y subía el precio agresivamente en incrementos de cien fibras. Cuando pasó la tormenta, su oferta final era de dos mil trescientas fibras.

Martin Stein se puso al aparato de nuevo.

– Señor Spence -anunció-, hemos llegado al lote 113. Por favor, esté atento.

– Muy bien, caballeros, allá vamos -dijo Spence.

Will consultó su reloj, inquieto. Todavía estaba a tiempo de llegar a casa para evitar una monumental bronca doméstica,

Frazier clavó los ojos en el libro en el instante en que lo llevaron a la sala. Incluso desde lejos, no le cupo la menor duda de que era uno de ellos. Se había pasado dos décadas en la Biblioteca y los alrededores, por lo que no había error posible. Había llegado el momento. Llevaba toda la mañana siguiendo la subasta y había aprendido cómo funcionaban las pujas. «Bueno, listo para la batalla», pensó para mentalizarse.

Toby habló del libro con melancolía, como si lamentara desprenderse de él.

– El lote 113 es un artículo único, un registro manuscrito fechado en 1527, bellamente encuadernado en pergamino, con más de mil páginas de la vitela de mejor calidad. Posiblemente tenía una guarda que fue reemplazada hace mucho tiempo. Al parecer, el libro contiene una lista exhaustiva de nacimientos y muertes, con un regusto internacional, por los múltiples idiomas europeos y orientales que aparecen en él. El volumen forma parte de la colección familiar de lord Cantwell quizá desde el siglo XVI, pero por lo demás no se ha podido precisar su procedencia. Hemos consultado a colegas académicos de Oxford y Cambridge, pero no hay consenso respecto a su origen o propósito. Sigue siendo, si se me permite decirlo, un enigma envuelto en misterio, pero se trata de una curiosidad excepcional que ofrezco a un precio inicial de dos mil libras.

Frazier levantó su paleta con tal brusquedad que casi sobresaltó a Toby. Era el primer movimiento físico significativo que el hombretón hacía en casi dos horas.

– Gracias -dijo Toby-. ¿Alguien ofrece dos mil quinientas?

Por el pequeño altavoz, Will oyó a Stein ofrecer dos mil quinientas.

– Sí, está bien.

Stein le dirigió un gesto afirmativo a Toby.

– Un postor telefónico ofrece dos mil quinientas -dijo el subastador-. ¿Alguien sube a tres mil?

Frazier se rebulló, incómodo. Había esperado no tener competencia. Alzó la paleta.

– Estamos en tres mil, vamos a por tres mil quinientas -seguido rápidamente de un «gracias» mientras señalaba hacia las filas de atrás. Al volverse, Frazier vio que el tipo voluminoso del fular asentía-. Ahora vamos a por cuatro mil -dijo Toby velozmente.

Stein comunicó la puja.

– ¿Qué coño se han creído? -musitó Spence a sus compañeros-. Ofrezco cinco mil.

– Aquí suben a cinco mil -anunció Stein al podio.

– Muy bien -continuó Toby con soltura-. ¿Alguien ofrece seis mil?

Frazier sintió una punzada de ansiedad. Tenía fondos de sobra, pero había creído que aquello sería un paseo. Levantó su paleta de nuevo.

– Ofrecen seis mil. ¿Alguien ofrece siete mil?

El hombre del fular sacudió la cabeza, y Toby se volvió hacia la mesa de los teléfonos. Stein habló, escuchó y volvió a hablar hasta que anunció, no sin ciertas ínfulas:

– Ofrecen diez mil.

– Permítanme el atrevimiento de pedir doce mil -dijo Toby con aplomo.

Frazier soltó una maldición entre dientes y alzó la mano.

Spence tenía las palmas húmedas. Will vio que se las secaba con la camisa.

– No tengo tiempo para jueguecitos -dijo el hombre.

– Es su dinero -comentó Will, y tomó un sorbo de café.

– Voy a subir a veinte mil, señor Stein.

La noticia levantó un murmullo en la sala. Frazier parpadeó, sin dar crédito. Palpó el bulto de su móvil en el bolsillo de su pantalón, pero llamar era prematuro. Todavía tenía mucho margen de maniobra.

El bigote de Toby se elevó ligeramente cuando el labio se le curvó hacia arriba de la emoción.

– Muy bien, entonces, ¿alguien ofrece treinta mil?

Frazier entró al trapo sin vacilar.

Tras unos instantes, llegó la respuesta de la mesa de los teléfonos.

– ¡La puja asciende a cincuenta mil libras!

El rumor del público se hizo más fuerte. Stein y Toby se miraron con incredulidad, pero el segundo consiguió guardar su compostura característica.

– Estamos en cincuenta mil -dijo simplemente-. ¿Alguien ofrece sesenta mil? -Le hizo a Peter Nieve una señal de que se acercara y le susurró que fuera a buscar al director ejecutivo.

Frazier notaba que el corazón le latía con fuerza en su robusto pecho. Estaba autorizado a pagar hasta doscientos mil dólares, equivalentes a unas ciento veinticinco mil libras, cifra que sus superiores le habían asegurado que sería un colchón más que suficiente dado que calculaban que el libro costaría como máximo tres mil libras. No había un penique más en la cuenta de depósito de Pierce &Whyte que habían abierto especialmente para él. Y ya casi habían alcanzado la mitad de esa suma. «¿Quién cojones está compitiendo conmigo?», se preguntó, rabioso, y alzó la paleta con determinación.

Spence pulsó el botón de silencio de su teléfono.

– Ojalá pudiera mirar a la cara al hijo de puta que está pujando -se quejó en voz alta-. ¿Quién narices pagaría esa cantidad de pasta por un libro que parece un censo antiguo?

– Tal vez alguien que sabe lo que es -dijo Will en tono siniestro.

– No me parece muy probable-repuso Spence-, a menos que… Alf, ¿tú qué opinas?

Kenyon se encogió de hombros.

– Es posible, Henry, siempre es posible.

– ¿De qué estáis hablando? -preguntó Will.

– Los vigilantes. Los matones de Área 51 podrían haberse enterado, supongo. Aunque, espero que no. -Acto seguido, declaró-: Voy a darle un empujoncito al asunto.

– Pero ¿cuánto dinero tiene? -le preguntó Will a Kenyon.

– Un montón.

– Y no puedo llevármelo a la tumba -dijo Spence, y desactivó el modo silencio del teléfono-. Stein, hágame el favor de ofrecer cien mil libras. Se me está agotando la paciencia.

– ¿He oído bien? ¿Ha dicho cien mil libras? -preguntó Stein con la voz entrecortada.

– Así es.

Stein sacudió la cabeza.

– La puja telefónica es ahora de cien mil libras -anunció en alto.

Frazier vio que la expresión de Toby pasaba de la emoción a la suspicacia. «Ese tipo debe de haberse dado cuenta de que este libro es mucho más importante de lo que creía», pensó.

– Muy bien -dijo Toby sin alterarse, mirando directamente la cara desafiante de Frazier-. Me pregunto si el señor estará dispuesto a subir a ciento veinticinco mil.

Frazier asintió y abrió la boca por primera vez en toda la mañana.

– Sí -dijo.

Estaba al límite. La última vez que había sentido algo parecido al pánico fue cuando tenía poco más de veinte años y era un joven soldado de las fuerzas especiales. Estaba en una flotilla en la costa oriental de África, y la misión se fue al garete. Los habían descubierto y estaban en una inferioridad numérica de treinta a uno, bajo el fuego de lanzagranadas de unos cabrones rebeldes. Esta situación era peor.

Frazier sacó el móvil y, con las teclas de marcación rápida, llamó al secretario de Marina que, en ese momento, estaba jugando un partido matinal de squash en Arlington. El teléfono sonó varias veces dentro de la taquilla, y al final Frazier oyó: «Aquí Lester. Deje su mensaje y me pondré en contacto con usted».