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Stein comunicó la nueva puja de ciento veinticinco mil. Spence le pidió que esperara un momento y puso el teléfono en silencio.

– Es hora de acabar con esto de una vez -masculló a sus compañeros. Will se encogió de hombros. Era su dinero. Cuando reanudó la comunicación con Stein, dijo-: Ofrezco doscientas mil libras.

En cuanto Stein dio a conocer esta nueva cifra, Toby se agarró al podio con las dos manos, como para no perder el equilibrio. El director ejecutivo de Pierce & Whyte, un aristócrata muy serio y canoso, observaba desde un lado de la sala, juntaba y separaba las puntas de los dedos con nerviosismo. Entonces Toby se dirigió cortésmente a Frazier.

– ¿Desea mejorar la oferta el señor?

Frazier se levantó y se retiró a un rincón en el que no había nadie.

– Tengo que hacer una llamada -dijo. Notaba una opresión en la garganta que hizo que su voz sonara casi cómicamente chillona para un hombre de su tamaño.

– El señor puede tomarse un momento -concedió Toby.

Frazier llamó de nuevo al móvil de Lester y luego a su línea del Pentágono, donde le respondió un ayudante. En susurros, acribilló al pobre desdichado a preguntas.

Toby lo miró pacientemente durante un rato.

– ¿El señor desea mejorar la oferta? -preguntó de nuevo.

– ¡Un segundo! -gritó Frazier.

Se oyó un runrún entre los presentes. Aquello era de todo punto inusual.

– Bueno, ¿lo tenemos? -preguntó Spence por teléfono.

– El otro postor está realizando una consulta, me parece -respondió Stein.

– Pues dígale que espabile -resolló Spence.

Frazier sintió un sudor frío. La misión estaba al borde del descalabro, y el fracaso no era una posibilidad prevista. Él estaba acostumbrado a resolver problemas por medio de la fuerza y la violencia calculadas, pero sus métodos habituales no servían de nada en aquella sala elegante del centro de Londres repleta de bibliófilos demacrados.

Stein enarcó las cejas para indicarle a Toby que el postor telefónico se estaba impacientando.

Toby, a su vez, atrajo la severa mirada del director ejecutivo, y ambos asintieron con la cabeza para confirmar la decisión.

– Me temo que, a menos que oigamos una puja más alta, tendré que adjudicar este lote por doscientas mil libras.

Frazier intentó no hacerle caso. Seguía gritándole en susurros a su teléfono.

Toby alzó con ademán melodramático su martillo de subastador, más alto de lo habitual.

– Señoras y caballeros -dijo despacio, con voz clara y orgullosa-. Doscientas mil a la una, doscientas mil a las dos y… ¡vendido al postor telefónico por doscientas mil libras!

Toby golpeó el tablero con el martillo, y el sonido hueco y satisfactorio resonó por un momento antes de que Frazier girase sobre sus talones.

– ¡No! -gritó.

Capítulo 6

Frazier caminaba arriba y abajo con furia, sin importarle que la acera de Kensington High Street estuviera atestada de peatones que tenían que esquivar sus embestidas de apisonadora. Hablaba frenéticamente por teléfono, intentando que sus superiores asimilaran la situación y trazaran un plan. Cuando por fin logró comunicarse con el secretario Lester, tuvo que refugiarse en una silenciosa farmacia Boots porque el rugido de un autobús de la línea 27 no le dejaba oír nada.

Salió a la calle dominada por el ruido y el humo de los coches, desanimado, con las manos en los bolsillos de su abrigo. Era la hora del almuerzo de un viernes soleado, y toda la gente con que se cruzaba estaba de mucho mejor humor que él. Las órdenes que había recibido rayaban en lo ridículo. «Improvise. Y no infrinja ninguna ley británica.» Suponía que el mensaje implícito era que al menos no dejara que lo pillasen infringiéndolas.

Regresó a Pierce & Whyte y se quedó merodeando en el vestíbulo de recepción, entrando y saliendo de la sala de subastas hasta que la sesión finalizó. Toby lo vio y, por su reacción, quedó claro que quería evitar al postor enfurruñado. Justo antes de que pudiera escabullirse por la puerta trasera para empleados, Frazier lo abordó.

– Quiero hablar con el tipo que me ha arrebatado el lote 113.

– ¡Todo un duelo! -exclamó Toby con diplomacia. Hizo una pausa deliberada, tal vez con la esperanza de que el hombre, al ver que le plantaba cara, explicara el motivo de su interés.

Pero Frazier simplemente volvió a la carga.

– ¿Puede darme su nombre y su número de teléfono?

– Me temo que no es posible. Nuestra política de confidencialidad nos lo impide. Sin embargo, si me da usted su autorización, le facilitaré sus datos al ganador del lote por si desea ponerse en contacto con usted.

Frazier lo intentó de nuevo y luego incomodó visiblemente a Toby insinuándole que lo compensaría por las molestias. Cuando apareció Martin Stein, Toby se excusó atropelladamente y se dirigió hacia él. Mientras los dos subastadores hablaban, Frazier se acercó con disimulo y oyó hablar a Stein.

– Ha insistido en que le enviáramos el libro a Nueva York por mensajero para que se lo entreguen esta noche. ¡Está dispuesto a pagar billetes de ida y vuelta en primera clase para un miembro del personal! Ya ha reservado un asiento en el vuelo BA 179 que sale esta tarde.

– ¡Pues yo no pienso ir! -dijo Toby.

– Yo tampoco. Tengo planes para la cena -rezongó Stein.

Toby divisó a sus ayudantes, al otro extremo de la sala, y les hizo señas de que se acercaran. Nieve no cabía en sí de emoción por el libro de Cantwell, mientras que Cottle, como de costumbre, parecía una acelga.

– Necesito que alguien lleve el libro de 1527 a Nueva York esta noche.

Cottle se disponía a decir algo, pero Nieve se le adelantó.

– ¡Caray, me encantaría ir, Toby, pero no me he renovado el pasaporte! Es algo que tengo pendiente.

– Iré yo, señor Parfitt -se ofreció Cottle rápidamente-. No tengo nada que hacer el fin de semana.

– ¿Has estado alguna vez en Nueva York?

– Sí, fui una vez, en un viaje escolar.

– Entonces, decidido. El comprador se ha comprometido a abonar el servicio íntegramente en el aeropuerto Kennedy y añadirlo a su cuenta. Te pagará billetes en primera y una habitación en un hotel de lujo, así que no te faltará de nada. Les preocupa bastante la seguridad, así que cuando llegues tendrás que pasarte por el mostrador de British Airways, donde recibirás una carta con la dirección de entrega.

– ¡Primera clase! -gimió Nieve-. ¡Joder, macho! Me debes una, Cottle. Me la debes.

Frazier salió al vestíbulo a hurtadillas. La chica de la recepción estaba guardando los folletos y las hojas de registro.

– Quisiera enviarle una nota de agradecimiento a ese joven que trabaja aquí. Cottle. Me ha sido de gran ayuda. ¿Podría decirme su nombre de pila y cómo se escribe Cottle?

– Adam -respondió ella, visiblemente sorprendida de que alguien tan insignificante como el joven Cottle pudiera ser de ayuda a un cliente. Eso era todo lo que Frazier necesitaba saber.

Unas horas después, Frazier iba en un taxi en dirección a Heathrow, devorando tres Big Macs comprados en el único restaurante de High Street que le había inspirado confianza. Adam Cottle viajaba en otro taxi, unos cien metros más adelante, pero a Frazier no le preocupaba perderle la pista. Sabía adónde se dirigía el chico y qué llevaba consigo.

Un rato antes, Frazier había conseguido hablar con el oficial del turno de noche en Área 51 y había solicitado información prioritaria de Adam Cottle, de aproximadamente veinticinco años de edad, empleado de la casa de subastas Pierce & Whyte en Londres, Inglaterra.

El oficial le devolvió la llamada antes de que hubiesen pasado diez minutos.

– Tengo a su hombre. Adam Daniel Cottle, Alexandra Road, Reading, Berkshire. Fecha de nacimiento: 12 de marzo de 1985.

– ¿Y la de fallecimiento? -preguntó Frazier.

– Qué curioso que lo pregunte, jefe. Es hoy. Su hombre la palmará hoy.