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«¿Por qué no me sorprende?», pensó Frazier, cansado.

Capítulo 7

Will le pasó las judías verdes a su suegro. Joseph ensartó algunas con el tenedor y sonrió. Estaban tal como le gustaban, untadas con mantequilla y al dente, lo que no era de extrañar, puesto que las había hecho su mujer. De hecho, Mary había preparado toda la comida, incluido el pan, y había desenvuelto, recalentado y servido el banquete en la pequeña cocina mientras los demás colmaban de mimos a Phillip.

A los Lipinski, abuelos de nuevo cuño, se les caía la baba con su nieto, y no les importaba conducir cuarenta y cinco minutos desde Westchester hasta el bajo Manhattan un viernes por la tarde para conseguir su dosis. Para ahorrarle a su agobiada hija la pesada tarea de cocinar, Mary había preparado una lasaña con las guarniciones de rigor, Joseph había llevado el vino. Phillip estaba despierto, pletórico y encantado de tener visitas; era una auténtica delicia.

Pese a que solo era una velada familiar, Mary iba muy arreglada y había ido al salón de belleza para que la peinaran. Iba y venía por la diminuta cocina en una nube de perfume y laca para el pelo. Era igual que su hija, pero más rellenita y redondeada, y sorprendentemente se conservaba bonita y joven. Las greñas blancas y onduladas de Joseph le daban un aire de científico loco mientras se arrastraba por el suelo persiguiendo al bebé sonriente.

Nancy y Will estaban sentados en el sofá, al menos a treinta centímetros de distancia el uno del otro, sujetando sus copas de vino con los dedos tensos. A los Lipinski les quedó claro enseguida que habían llegado en plena discusión, pero hacían lo posible por tener la fiesta en paz.

Joseph se acercó sigilosamente a su esposa, se sirvió más vino y le dio unos toquecitos entre los omóplatos para asegurarse de que ella viera sus cejas enarcadas. Mary chasqueó la lengua.

– Ya sabes que no es fácil -susurró ella-. ¿Es que no te acuerdas?

– Solo me acuerdo de las cosas buenas -contestó él, y le dio un beso rápido.

Durante la cena, Mary observó cómo Will agitaba la mano enérgicamente sobre su plato.

– ¡Will, le estás echando sal antes de haberlo probado!

Él se encogió de hombros.

– Me gusta la sal.

– Tengo que llenar el salero cada semana -dijo Nancy en tono acusador.

– Me parece que eso no es muy sano -comentó Joseph-. ¿Cómo tienes la tensión?

– No sé -dijo Will con sequedad-. Nunca he tenido problemas con eso. -No estaba de humor para chácharas de sobremesa, y no le apetecía fingir.

A Nancy no le había hecho ninguna gracia lo de la subasta, y, a toro pasado, él pensó que debería haber omitido los detalles. Ella se había pasado el día de malas porque Will se había dejado enredar en un asunto que no le concernía, y estuvo en un tris de perder los estribos cuando él mencionó de pasada que había ofrecido el piso para una reunión a altas horas de la noche.

– ¿Has accedido a dejar entrar a esa gente en mi casa, con Philly durmiendo a un par de metros?

– Son unos viejos inofensivos. Solo estarán aquí unos minutos, se irán enseguida. Me aseguraré de que no os despierten.

– ¿Te has vuelto loco?

A partir de ese momento, la cosa había ido a peor.

– ¿Cómo va el trabajo, cielo? -le preguntó Joseph a su hija.

– Me tratan como si estuviera recuperándome de una operación de cerebro. Me asignan unas misiones ridículas. He tenido un niño, no una enfermedad.

– Me alegro de que se porten así -dijo su madre-. Eres una madre primeriza.

– Debes de estar enviándole mensajes telepáticos a mi jefe -refunfuñó Nancy.

Joseph intentó aportar una nota de optimismo.

– Seguro que volverás a trabajar en lo que te gusta. -Como Nancy no le hizo caso, probó suerte con su yerno-. ¿La jubilación sigue tratándote bien?

– Huy, sí. Me lo paso de fábula -respondió Will con sarcasmo.

– Pues eres mi héroe. Dentro de un par de años, Mary y yo nos uniremos al club, así que nos interesa observar y aprender.

Debido a su humor de perros, Will le dio varias vueltas en la cabeza al comentario, intentando dilucidar si contenía un insulto en clave. Lo dejó correr.

Cuando se quedaron a solas, Nancy estuvo un rato inclinada sobre la cuna, haciéndole mimos a Phillip y luego se preparó para irse a la cama. Le estaba aplicando la táctica del hielo, dándole de lado, intentando eludir el contacto. El problema de hacerle el vacío era que el piso era demasiado pequeño.

Finalmente, salió del baño, rosada y expuesta en su breve camisón. Cruzó los brazos sobre el pecho y lo miró con el ceño fruncido. Will estaba viendo la tele. Los brazos cruzados de Nancy realzaban sus pechos turgentes. A él le pareció que estaba preciosa, pero al ver su expresión avinagrada, se esfumaron todas sus esperanzas.

– Por favor, no traigas a esa gente al piso.

– Será solo un momento. Ni siquiera te enterarás de que están aquí -dijo él, cerrándose en banda. No iba a echarse atrás. Él no funcionaba así.

Nancy cerró enérgicamente la puerta del dormitorio tras de sí. De no ser porque el bebé dormía, seguramente habría dado un portazo. Will deslizó la vista del televisor al mueble bar sobre el que descansaba el aparato, y en el que guardada solemnemente su botella de whisky. Lo abrió con la mente y se sirvió un vaso imaginario.

Capítulo 8

La tripulación de cabina estaba cerciorándose de que los pasajeros de primera del vuelo BA 179 se abrocharan el cinturón antes de iniciar el descenso al aeropuerto John F. Kennedy. El joven Cottle se había mantenido inexpresivo durante todo el trayecto, con su apatía habitual, aparentemente inmune al sublime encanto de las delicias que le ofrecía British Airways: el champán, el cabernet, el pato con salsa de cerezas, las trufas de chocolate, las películas de estreno y el asiento que se transformaba en cama, con edredón de plumón incluido.

Dos cabinas más atrás, Malcolm Frazier aguardaba en una larga cola para ir al servicio. Estaba rígido como una tabla e irritable a más no poder por haberse pasado seis horas apretujado en uno de los estrechos asientos de en medio. Toda aquella operación había sido un desastre, y sus superiores le habían dejado claro que tendría que apañárselas solo para sacar las castañas del fuego.

Pero su misión se había complicado más si cabe. El sencillo encargo de hacerse con el libro había dado paso a una investigación sobre quién había pagado aquella suma exorbitante y por qué. Le ordenaron que siguiera el libro para hallar las respuestas y, como de costumbre, borrar su rastro por todos los medios necesarios. Como no podía ser de otra manera, el asunto se consideraba de prioridad máxima, y su jefe estaba al borde de la histeria. El secretario Lester había exigido que se le informara hasta del detalle más insignificante.

Todo esto tenía amargado a Frazier. Estaba tan cabreado que podría matar a alguien.

En la puerta de embarque de la terminal 5 de Heathrow, Frazier se había acercado a Cottle cuando este estaba haciendo cola frente al mostrador de primera clase. Temía que el joven lo reconociese dentro del avión, así que quería disipar toda sospecha. También quería hacerle algunas preguntas «inocentes».

– ¡Eh! -exclamó Frazier, fingiendo estar agradablemente sorprendido-. ¡Pero qué casualidad! Yo estaba en la subasta hace un rato.

Cottle lo miró, entornando los ojos.

– Por supuesto, señor, ya me acuerdo.

– Menuda se ha organizado, ¿verdad?

– Sí, señor. Ha sido espectacular.

– ¡Vaya, resulta que vamos en el mismo vuelo! Qué cosas, ¿no? -Señaló el equipaje de mano de Cottle-. Me imagino lo que llevas ahí dentro.

– Sí, señor -respondió Cottle, visiblemente incómodo.

– ¿Hay alguna posibilidad de saber quién se ha llevado el gato al agua? Todavía estoy interesado en comprarlo. Tal vez podría llegar a un acuerdo con el que me ganó en la puja.