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– Me temo que no estoy autorizado para ello, señor. Por la política de la empresa y esas cosas. -Se anunció por megafonía el embarque de los pasajeros de primera clase. Cottle agitó su billete ante Frazier y dijo-: Bueno, señor, que tenga un vuelo agradable. -Y se alejó despacio.

Will se levantó de un salto del sofá antes de que el timbre sonara por segunda vez. Eran casi las once, y los hombres de la caravana habían llegado puntuales. Los esperó en el recibidor del piso para pedirles que hablaran en voz baja. Cuando las puertas del ascensor se abrieron, se quedó boquiabierto al ver a Spence encorvado sobre una silla de ruedas eléctrica de color rojo subido y de tres ruedas, con la máquina de oxígeno sujeta al vehículo con correas. Kenyon se alzaba imponente a su lado.

– Esa cosa no hará ruido, ¿verdad? -preguntó Will, nervioso.

– No es una Harley -repuso Spence, quitándole hierro al asunto y avanzando con un suave zumbido del motor.

Los tres parecían incómodos en el pequeño salón de Will. Hablaban poco, en susurros, con las noticias de las once de la tele a bajo volumen. Kenyon había consultado la información sobre el vuelo BA 179 y había comprobado que había llegado a la hora prevista. Teniendo en cuenta que debía pasar por el control de pasaportes y la aduana, y el tiempo del recorrido en taxi, el mensajero estaba al caer.

Frazier se abrió paso a toda prisa por el control de pasaportes a golpe de carnet de federal y se unió a la multitud de gente que esperaba en la sala de llegadas a los pasajeros que acababan de desembarcar. Uno de sus hombres, DeCorso, ya estaba allí. DeCorso era un personaje de aspecto agresivo, llevaba una chaqueta acolchada de piel y una barba hirsuta, y andaba con una cojera pronunciada. Sin decir una palabra, le entregó una funda pesada de cuero. Al instante, Frazier se sintió aliviado por tener en sus manos las herramientas de su profesión. Guardó el arma en su mochila vacía, en el espacio que habría tenido que ocupar el libro de la Biblioteca.

DeCorso permaneció de pie a su lado, como una estatua silenciosa. Frazier sabía que su subordinado no era aficionado a las conversaciones superficiales. Llevaba trabajando con él el tiempo suficiente para saber que no era muy parlanchín, pero sabía que cuando le diera una orden, DeCorso la cumpliría al pie de la letra. El hombre se lo debía. La única razón por la que lo habían readmitido en Área 51 cuando le dieron el alta médica fue porque Frazier había intercedido por él. Después de todo, no se había cubierto de gloria precisamente.

Will Piper le había pegado un par de tiros a DeCorso. Eran cuatro contra uno en un tiroteo cuerpo a cuerpo, pero un agente del FBI incompetente lo había echado todo a perder. Hacía solo unos meses que DeCorso había vuelto al trabajo, con un montón de hierros en el fémur, el bazo extirpado y la prescripción de inyectarse Pneumovax durante toda la vida para evitar infecciones. Los otros tres hombres habían quedado discapacitados totales. Uno de ellos llevaba permanentemente una sonda de alimentación metida hasta el estómago. Como jefe del equipo, DeCorso había estado al mando de una operación que había terminado en un fracaso monumental.

Frazier no tenía por qué readmitirlo, pero lo había hecho.

Cuando Adam Cottle salió por fin a la sala tirando de su maleta con ruedas, con pinta de turista despistado, Frazier alzó la barbilla.

– Es él -dijo antes de esconderse detrás de DeCorso. Observaron cómo Cottle se acercaba al mostrador de información de British Airways, cogía un sobre que le entregaban y se encaminaba hacia la salida.

– Tengo el coche aparcado fuera, detrás de la parada de taxis. He dejado a un poli vigilando para que no se lo lleve la grúa.

Frazier echó a andar.

– Vamos a descubrir quién es el soplapollas que me ganó en la subasta.

Siguieron al taxi amarillo hasta la autopista Van Wyck. El tráfico era fluido, así que en ningún momento perdieron de vista a su presa ni hubo momentos de tensión. DeCorso anunció que iban hacia el túnel de Queens en dirección a Midtown, por lo que su destino debía de estar en Manhattan. Frazier se encogió de hombros, muerto de cansancio.

– Lo que tú digas -murmuró.

Cottle bajó del taxi en mitad de la manzana. El joven cogió su maleta y le pidió al taxista que lo esperara. Al parecer, el conductor era desconfiado, pues pidió al pasajero que le pagase la carrera completa. Cottle, de pie en la acera, comprobó la dirección en un papel antes de desaparecer en el vestíbulo de un bloque de pisos.

– ¿Quieres que entre? -preguntó DeCorso. Estaban al otro lado de la calle, no muy lejos, arrellanados en el coche.

– No. Ha dejado al taxi esperando -gruñó Frazier-. Consígueme los datos de todos los residentes en el edificio.

DeCorso abrió su ordenador portátil y estableció una conexión cifrada con los servidores de la oficina. Mientras tecleaba, Frazier cerró los ojos, arrullado por el suave repiqueteo de los gruesos dedos sobre el teclado. Hasta que, de pronto…

– ¡Joder!

– ¿Qué pasa? -preguntó Frazier, sobresaltado.

DeCorso le pasó el portátil. Frazier lo cogió e intentó enfocar su empañada vista en la lista que aparecía en la pantalla.

– ¿Qué? -inquirió, con un gesto de incomprensión.

– Casi al final. ¿Lo ves?

Lo vio. Will Piper. Apartamento 6F.

Frazier se frotó la barbilla como si estuviera moldeando un trozo de arcilla. Después soltó un torrente de imprecaciones.

– No puedo creerlo, joder. ¡El maldito Will Piper! ¿No les dije a esos idiotas de mierda del Pentágono que era una locura soltarlo? -Le vino a la cabeza la irritante imagen de Will cómodamente sentado en la lujosa cabina del avión privado del secretario Lester, muy ufano, bebiendo whisky a sorbos a cuarenta mil pies, prácticamente imponiendo sus condiciones.

– Sí que lo dijiste. Me consta.

– Y aquí está ahora, jugándonosla.

– Déjamelo a mí, Malcolm -pidió DeCorso, casi suplicando. Se masajeó el muslo derecho, que todavía le dolía allí donde la bala de Will había astillado el hueso.

– Es FDR, ¿ya no te acuerdas?

– Eso no significa que no pueda dejarlo hecho una mierda.

Frazier no lo escuchaba. Su mente iba a mil por hora, intentando pensar en todas las posibilidades. Iba a tener que hacer unas llamadas, abrirse paso hacia arriba por el escalafón hasta los peces gordos.

– Un agente del FBI jubilado que vive en este barrio no tiene trescientos mil dólares con los que pujar en una subasta. Hay alguien detrás. Tenemos que llegar al fondo de este asunto. Con cautela. -Le devolvió el ordenador a DeCorso-. ¡Me cago en Will Piper!

El joven Cottle estaba sentado rígidamente en un apartamento de una ciudad desconocida para él, susurrando fórmulas de cortesía con un hombre gordo y de aspecto enfermizo postrado en una silla de ruedas eléctrica; su amigo, también anciano, y un hombre de menor edad que se erguía sobre los demás, corpulento y amenazador.

Will supuso que el chaval debía de sentirse más como un contrabandista de droga que como un anticuario especializado en libros.

Cottle abrió la cremallera de su maleta. El libro, envuelto en plástico de burbujas, parecía un cubo blando y grueso. El hombre de la silla le indicó que se lo pasara con un gesto juvenil, y Cottle así lo hizo. Spence intentó aguantar el peso, pero de inmediato tuvo que depositarlo sobre sus rodillas y empezó a retirar con cuidado los envoltorios, que dejó caer al suelo.

Will lo observaba mientras iba desprendiendo las capas de la cebolla, acercándose cada vez más al pergamino de la cubierta. A pesar de la trascendencia del momento, lo que más le preocupaba era que Kenyon pisara el plástico de burbujas y despertara a Phillip con los chasquidos.

Una vez retirada la última capa, Spence abrió el libro con delicadeza. Se quedó contemplando la primera página, asimilando la información. Kenyon, inclinado, miraba por encima de su hombro.