– Sí -musitó débilmente.
Will, desde el otro lado de la habitación, vio que los renglones estaban tan apretados que la página casi parecía teñida de negro. Descifrar los nombres escritos a mano era muy distinto que leer los tipos de letra asépticos y modernos de la base de datos en el ordenador de Shackleton. Un ser humano había mojado una pluma de ave en un tintero decenas de miles de veces para rellenar esas páginas. En aquel momento, ¿qué demonios le pasaba por la cabeza al autor? ¿Quién había sido? ¿Cómo había logrado esa hazaña?
Cottle rompió el encanto. Pese a su expresión anodina, hablaba con buena dicción.
– Diversos expertos lo han analizado. Gente de Oxford y Cambridge. Nadie tenía la menor idea de qué era o de dónde había salido, aparte del hecho evidente de que se trata de un registro de nacimientos y fallecimientos. Nos preguntábamos si tendrían ustedes alguna información sobre su origen.
Spence y Kenyon alzaron la vista a la vez. Spence no dijo nada, así que Kenyon tuvo que responder diplomáticamente, yéndose por las ramas.
– Nos interesa mucho esa época. A principios del siglo XVI estaban ocurriendo muchas cosas. Es un libro único, y vamos a documentarnos al respecto. Si encontramos respuestas, con gusto se las comunicaremos.
– Se lo agradecería. Tenemos mucha curiosidad, como es natural. Han desembolsado una suma desmedida por un libro cuya importancia desconocemos. -Cottle recorrió la habitación con la mirada-. ¿Es suyo este piso, señor?
Will clavó los ojos en Cottle, suspicaz. Algo en sus comentarios le parecía fuera de lugar.
– Sí. Todo mío.
– ¿También usted es de Nueva York, señor Spence?
Spence le respondió de forma evasiva.
– Somos del Oeste. -Decidió cambiar de tema-. De hecho, puede usted ayudarnos.
– Si está en mi mano…
– Háblenos del vendedor, del tal Cantwell.
– Llevo poco tiempo trabajando en la empresa, pero según me han dicho, es como tantos otros clientes, rico en tierras pero sin liquidez. Mi supervisor, Peter Nieve, visitó Cantwell Hall para inspeccionar la remesa. Es una vieja finca de campo en Warwickshire que pertenece a la familia desde hace siglos. Lord Cantwell estaba allí, pero Nieve habló principalmente con su nieta.
– ¿Qué dijeron sobre este libro?
– No gran cosa, creo. Obra en su poder desde que lord Cantwell recordaba. Suponía que su familia lo había conservado durante generaciones, pero no se ha transmitido ningún relato oral relacionado con él. Creía que era una especie de censo de ciudades o pueblos, tal vez de todo el continente, dada la gran variedad de lenguas. Lord Cantwell no le tenía mucho apego, pero al parecer su nieta sí.
– ¿Y eso por qué? -preguntó Spence.
– Le dijo a Peter que siempre había sentido cariño por ese libro, que no sabía explicar por qué, pero que tenía la sensación de que era especial y lamentaba tener que desprenderse de él. Lord Cantwell no sentía lo mismo.
Spence cerró el volumen.
– ¿Eso es todo? ¿Esa gente no sabía nada más sobre la historia del libro?
– Es todo lo que me han contado.
– Había otro postor -señaló Spence.
– Otro postor principal -precisó Cottle.
– ¿Quién era?
– No me está permitido decirlo.
– ¿De qué nacionalidad era? -insistió Kenyon-. ¿Puede decirnos eso al menos?
– Estadounidense.
– ¿Estaba demasiado interesado en nuestros asuntos o es cosa mía? -preguntó Will cuando Cottle se marchó.
Spence se rió.
– Los tiene en ascuas que haya alguien que sepa más del libro que ellos. Seguramente están muertos de miedo por la posibilidad de haberlo malvendido.
– Pues lo han hecho -afirmó Kenyon.
– Un estadounidense estaba compitiendo contigo -dijo Will.
Spence sacudió la cabeza.
– Espero de verdad que ese hijo de puta no trabaje en Nevada. Tenemos que andarnos con pies de plomo, no bajar la guardia. -Dio unos golpecitos a la cubierta del libro-. Qué, Will, ¿quieres echarle un vistazo?
Will lo cogió del regazo de Spence y se reclinó en el sofá. Abrió el libro por una página al azar y se sumergió durante unos minutos en una serie de vidas extinguidas hacía mucho tiempo, en un libro de almas.
Capítulo 9
Cottle subió de nuevo al taxi que lo esperaba y pidió al conductor que lo llevara al Grand Hyatt, donde tenía una habitación reservada. Pensaba darse una ducha rápida y después pasear por la ciudad. Tal vez se pasaría por un par de clubes antes de rendirse a la fatiga de un día inesperadamente largo. Mientras el taxi arrancaba, Cottle le dejó un mensaje breve a Toby Parfitt en el buzón de voz de la oficina para comunicarle que había realizado la entrega con éxito. Tenía que hacer una segunda llamada, pero esperaría a estar solo en el hotel.
Frazier debía tomar una decisión sobre el terreno: seguir al mensajero y sacarle información potencialmente importante o ir directo a por Piper y el libro. Necesitaba saber si Piper estaba solo. ¿En qué situación se encontraría si irrumpía por la fuerza? Si acababa metido en líos con la policía esa noche, lo crucificarían.
Le habría gustado tener una unidad de refuerzo preparada, pero no la tenía. Como conocía la fecha del fallecimiento de Cottle, su instinto le dijo que fuera primero a por el mensajero. Cuando el coche, con DeCorso al volante, empezó a alejarse del edificio de Will, Frazier alzó la vista hacia las ventanas iluminadas de la sexta planta y prometió para sus adentros que volvería más tarde.
En el Midtown, el taxi dejó a Cottle frente a la entrada del Hyatt de la avenida Vanderbilt. El joven bajó al cavernoso vestíbulo por la escalera mecánica. Mientras se registraba en recepción, Frazier y DeCorso lo observaban desde la zona de ascensores. Tarde o temprano Cottle tendría que dirigirse hacia allí.
– Intimídalo -le susurró Frazier a DeCorso-, pero no hace falta que lo destroces a hostias. Hablará. No es más que un mensajero. Averigua qué sabe de Piper y por qué quería el libro. Sonsácale si había alguien más en su piso. Ya sabes lo que hay que hacer.
DeCorso soltó un gruñido y Frazier se escabulló al bar del rincón del vestíbulo para que Cottle no lo descubriera.
Pidió una cerveza y encontró una mesa desocupada donde bebérsela tranquilamente. Había despachado la mitad cuando sonó su teléfono.
Era uno de sus hombres del centro de operaciones, que hablaba atropelladamente.
– Tenemos información sobre su objetivo, Adam Cottle.
Frazier no se sorprendía con facilidad, pero la noticia lo pilló desprevenido. Finalizó la conversación con un simple «vale» cargado de irritación y se quedó mirando su BlackBerry, intentando decidir si llamar a DeCorso. Dejó el teléfono sobre la mesa y apuró la otra mitad de la cerveza con un par de tragos. Seguramente era demasiado tarde para abortar la misión. Dejaría que siguiera adelante. Tal vez le costaría muy caro, pero no tenía alternativa. «El destino es la leche -pensó-. La cosa más descabellada del mundo.»
DeCorso siguió a Cottle al ascensor y levantó la mirada hacia la parte del techo donde suponía que estaba instalada la cámara de seguridad. Si las cosas se torcían, la policía se centraría en él -de eso no había la menor duda- después de descartar a los demás ocupantes del ascensor. Daba igual. Él no existía. Ni su cara, ni sus huellas, ninguna información constaba en otra base de datos que no fuese la del archivo del personal de Groom Lake; todos los vigilantes estaban fuera del sistema. Intentar investigarlo sería como buscar un fantasma.
Cottle pulsó el botón de su planta.
– ¿A qué piso va? -le preguntó cortésmente a DeCorso, el único que no había pulsado un botón.
– Al mismo que usted -respondió DeCorso.