Los dos salieron en la planta veintiuno. DeCorso se rezagó, fingiendo que buscaba su llave mientras Cottle consultaba el letrero que indicaba la dirección de las habitaciones y se encaminaba hacia la izquierda. El pasillo era largo y estaba desierto. Cottle tiraba de su maleta con los andares de quien se siente libre y despreocupado, propios de un soltero con una generosa cuenta de gastos para pasar una noche en la ciudad. Estaba cobrando nuevas fuerzas justo en el momento adecuado.
.Introdujo la llave en la ranura y una luz verde parpadeó. Su maleta aún no había cruzado el umbral cuando un ruido lo hizo mirar atrás. El hombre del ascensor estaba a un metro y se acercaba a toda velocidad.
– ¡Eh! -exclamó Cottle al verlo.
DeCorso cerró la puerta tras ellos de una patada.
– Esto no es un atraco -se apresuró a aclarar-.Tengo que hablar con usted.
Inexplicablemente, Cottle no parecía asustado.
– Ah, ¿sí? Pues lárgate de aquí y llámame por teléfono. ¿Estás sordo, colega? Que te largues, joder.
DeCorso no daba crédito. Aquello le estaba rompiendo los esquemas. El chico debería estar hecho un manojo de nervios, suplicando por su vida, ofreciéndole la cartera. En cambio, le estaba plantando cara.
– Dígame qué sabe de Will Piper, el tipo con el que acaba de reunirse -le ordenó.
Cottle soltó la maleta, y abrió y cerró los puños varias veces como si estuviera calentando para una pelea.
– Oye, no tengo ni puta idea de quién eres, pero o te vas por las buenas o te parto en dos y tiro las dos mitades fuera.
– No me pongas las cosas más difíciles de lo que son -le advirtió DeCorso aunque estaba pasmado ante la agresividad del muchacho-. Has pisado mierda, chaval. Vas a tener que colaborar.
– ¿Para quién trabajas? -quiso saber Cottle.
DeCorso sacudió la cabeza con incredulidad.
– ¿Tú me estás haciendo preguntas a mí? Tienes que estar de guasa. -Había llegado el momento de ejercer un poco de presión. Sacó una navaja del bolsillo del abrigo y la abrió con un movimiento rápido de la muñeca-. El libro. ¿Para qué lo quiere Piper? ¿Había alguien más con él esta noche? Dímelo y me esfumaré. Juega conmigo y verás lo que es bueno.
Por toda respuesta, Cottle se agachó, se encogió y de pronto se abalanzó sobre DeCorso. Lo estampó contra la puerta, y la fuerza del golpe hizo que la navaja cayera sobre la moqueta. De forma instintiva, DeCorso lanzó los puños contra la nuca de Cottle y lo apartó de un rodillazo en la barbilla.
Estaban a menos de un metro el uno del otro; se miraron durante una fracción de segundo antes de colisionar de nuevo. DeCorso vio que Cottle adoptaba la postura agazapada de un luchador entrenado, de un profesional, lo que no hizo más que aumentar su desconcierto. Bajó la vista hacia la navaja, y Cottle aprovechó ese instante para atacar otra vez, con una lluvia de puñetazos y patadas dirigidas al cuello y la entrepierna.
DeCorso usó su mayor masa corporal para parar los golpes y apartar a Cottle de la puerta. Echó una ojeada a la habitación en busca de otra arma. El tipo no iba a dejar que recuperase la navaja, y DeCorso no iba a poder neutralizarlo con las manos desnudas. El chico era demasiado hábil.
DeCorso embistió, y Cottle retrocedió, con tan mala fortuna que tropezó con su maleta y perdió el equilibrio. Cayó despatarrado, de espaldas, con la cabeza cerca de la mesita de noche. DeCorso arrojó sus ciento quince kilos de peso sobre el hombre, más menudo que él, y oyó el sonido del aire al salir del pecho oprimido de Cottle.
Antes de que este pudiera contraatacar con patadas o golpes, DeCorso extendió el brazo hacia la radio despertador y arrancó la clavija de la pared. Fuera de sí, bajó la contundente caja de plástico con fuerza sobre la mejilla de Cottle y siguió atizándole una y otra vez como un martillo pilón hasta que la radio quedó reducida a trozos de plástico y placas de circuitos, y la cara de Cottle, a un amasijo de sangre y huesos rotos. El chico gemía y maldecía entre secreciones.
DeCorso cayó de rodillas y torció el tronco para coger la navaja.
¿Dónde estaba?
Entonces la vio, destellando hacia él en la mano de Cottle. La hoja atravesó su abrigo y se quedó enganchada a la tela durante el tiempo suficiente para que DeCorso aferrase el antebrazo de Cottle con las dos manos y le partiese el hueso contra su rodilla.
El alarido salvaje de Cottle hizo que DeCorso perdiera el control. De repente, sus años de entrenamiento y disciplina se desmoronaron como un puente que una crecida arranca de sus pilares. La navaja estaba ahora en su mano y, sin un segundo de reflexión consciente, DeCorso se agachó, rajó el lado derecho del cuello ya ensangrentado del hombre, seccionando limpiamente la arteria carótida y se dejó caer hacia atrás para evitar el chorro de sangre.
Se quedó sentado, jadeando e intentando recuperar el aliento mientras miraba cómo Cottle moría desangrado.
Cuando logró recobrar la calma, cogió la cartera y el pasaporte de Cottle, y, para despistar, revolvió y dispersó el contenido de su maleta. Encontró el papel con la dirección de Piper y se lo guardó en el bolsillo.
Se marchó, con la respiración agitada.
La prensa hablaría del suceso durante dos días, antes de que los periodistas de la edición metropolitana perdieran el interés. Un hombre de negocios joven y extranjero había sido la desdichada víctima de un robo con violencia en un hotel.
Una tragedia, pero eran cosas que pasaban en la gran ciudad.
Will ni siquiera se fijó en la noticia. Tenía otras cosas en la cabeza.
En Londres, empezaron a saltar las alarmas cuando el siempre fiable Cottle no hizo su segunda llamada. El oficial al mando se preocupó lo bastante para llamar al móvil de Cottle, pero no obtuvo respuesta. Aunque era noche cerrada, en el edificio del Servicio Secreto de Inteligencia en Vauxhall Cross las luces siempre estaban encendidas. El jefe de la sección de Cottle en el SIS le pidió a un ayudante que telefoneara al Grand Hyatt para comprobar que se hubiese registrado.
Un recepcionista subió a la habitación de Cottle, aporreó la puerta y al entrar se encontró con una escena dantesca.
Capítulo 10
Kenyon tenía el libro. Pasaba las páginas con sus largos dedos, inclinado sobre él en una postura reverencial. Durante todos los años que había pasado en Área 51, nunca había podido permitirse el lujo de coger uno de los libros sin que la mirada hostil de un vigilante le crispara los nervios.
Aunque los tres hombres estaban callados, Will se llevó una sorpresa desagradable cuando se abrió la puerta del dormitorio.
Nancy, en bata, se quedó mirándolos con los ojos entornados.
– Lo siento -dijo Will-. Creía que no estábamos haciendo ruido.
– No podía dormir.
Contempló a Spence en su silla de ruedas y a Kenyon en el sofá con el libro abierto sobre las rodillas.
– Señora Piper -dijo Spence-, le pido disculpas por invadir su hogar. Nos marcharemos enseguida.
Ella sacudió la cabeza, malhumorada, y entró en el cuarto de baño.
Will tenía una expresión de culpabilidad, de marido en apuros. Al menos Phillip no lloraba.
– ¿Podrías empaquetarlo de nuevo, Alf? Deberíamos irnos -dijo Spence.
Kenyon no le hizo caso. Estaba absorto, comparando las guardas del principio y del final, apretándolas con la punta carnosa de sus dedos.
– Hay algo en la contraportada que no está bien -susurró-. Nunca había visto una así. -Se acercó a la silla de Spence y le colocó el volumen sobre el regazo.
– Enséñamela -exigió este.
– Es demasiado gruesa y mullida. ¿Lo notas?
Spence hincó el dedo índice en la guarda posterior.
– Es verdad. Will, ¿no tendrás por ahí un cuchillo afilado?
– ¿Quieres cortarla? -preguntó Kenyon.
– Acabo de pagar trescientos mil dólares por este privilegio.
Will tenía una preciosa navaja plegable William Henry, afilada como una cuchilla de afeitar, que su hija le había regalado por Navidad.