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Mientras él la buscaba en el cajón de la mesa de centro, Nancy salió del baño y le clavó una mirada más punzante que la hoja de la navaja antes de cerrar la puerta del dormitorio con un chasquido.

Spence cogió el utensilio y, sin vacilar, hizo un corte de veinte centímetros a lo largo del borde de la guarda. Acto seguido, plegó la navaja, ahuecó el papel e intentó colocarlo de manera que le diese la luz.

– No veo bien. ¿Tienes unas pinzas?

Con un suspiro, Will fue al baño a buscar las de Nancy.

Spence introdujo las pinzas para las cejas en la hendidura, y hurgó y tiró hasta que apareció la punta de algo.

– ¡Aquí hay algo! -Lo sacó lentamente.

Era un pergamino doblado.

La hoja de color crema se había conservado sorprendentemente tersa y flexible, protegida durante muchos años de la luz y de los elementos. Spence la desdobló una vez, luego otra.

Tenía un texto escrito en una letra arcaica, perfectamente centrada en la página, de trazo seguido y esmerado.

– Alf, no llevo las gafas. ¿Qué es? -Se la tendió a su amigo.

Kenyon la estudió, moviendo la cabeza con incredulidad, y la leyó en silencio.

– Es increíble. Increíble -murmuró. -¿El qué? -resolló Spence, impaciente-. ¡Qué! Su amigo tenía los ojos llorosos.

– Es un poema. Un soneto, de hecho, fechado en 1581. Hace referencia al libro; estoy seguro de ello.

– ¡Sí, hombre! -exclamó Spence, en una voz demasiado fuerte que hizo que a Will le rechinaran los dientes-. Léemelo.

Kenyon lo leyó en alto.

El enigma del destino

Cuando Dios quiso mostrarnos el caprichoso destino

y las puertas del porvenir abrió de par en par,

hombres sabios intentaron encubrirlo.

Que los secretos se conozcan tú, él, debéis evitar;

mantenedlos ocultos en lugar seguro.

Las piezas del enigma son cuatro,

por si hombres arrogantes e ilusos

intentaran desentrañarlo;

bajo la llama de Prometeo está la primera;

la siguiente, tras el suave viento flamenco;

la tercera, muy alto, sobre el nombre de un profeta,

y la cuarta, con el hijo que cometió un pecado horrendo.

Cuando llegue el momento de que el hombre humilde lo sepa,

roguemos por que Dios nos tenga en su gracia eterna.

W.S. 1581

Kenyon temblaba de la emoción.

– ¡W. Sh.! ¡Por Dios santo!

– ¿Te dice algo eso? -preguntó Will.

Kenyon apenas podía hablar.

– Caballeros, creo que esto lo escribió Shakespeare. ¡William Shakespeare! ¿Alguno de vosotros sabe en qué año nació?

Ninguno de los dos lo sabía.

– ¿Tienes ordenador?

Will encontró su portátil debajo de una revista.

Kenyon se lo arrebató de las manos para conectarse a internet y accedió a toda prisa a una de las webs sobre Shakespeare que encontró en Google. Sus ojos recorrieron a saltos el primer párrafo.

– Nació en 1564. En 1581 tendría diecisiete años. Sus primeros años están envueltos en un misterio. No apareció en la vida pública hasta 1585, en Londres, como actor. ¡Stratford- upon-Avon, su ciudad natal, está en Warwickshire! También Cantwell Hall está allí. -Miró de nuevo el pergamino-. «Que los secretos se conozcan tú, él…» ¡Es un juego de palabras! «Can tú, él»… Cantwell. A Shakespeare le encantaban los juegos de palabras, eso es sabido. El poema es un acertijo. En él se da una serie de pistas, sin duda sobre el origen de este libro. Las claves se encuentran ocultas en Cantwell Hall. ¡Estoy seguro de ello, Henry!

Spence estaba boquiabierto. Aumentó el flujo de oxígeno ligeramente para recobrar las fuerzas.

– ¡Joder! ¡Ya decía yo que este libro era especial! Tenemos que ir allí cuanto antes.

Al decir «tenemos», miró directamente a Will.

Cuando DeCorso regresó al coche, a Frazier no le hizo falta preguntarle cómo le había ido. Las magulladuras de su cara lo decían todo.

– ¿Qué ha pasado?

– Era un profesional.

– Ah, ¿sí?

DeCorso se tocó el labio hinchado.

– ¡Era un profesional! -repitió, a la defensiva.

– ¿Has logrado sacarle algo?

– No.

– ¿Por qué no?

– Opuso resistencia. Era o él o yo.

Frazier sacudió la cabeza.

– Joder!

– Lo siento. -Le entregó a Frazier los papeles de Cottle.

Frazier examinó la cartera. Contenía un carnet de conducir, una tarjeta de crédito y algunos billetes. Su pasaporte británico parecía normal y corriente.

DeCorso estaba reviviendo la experiencia en su cabeza.

– Ese tipo parecía entrenado como miembro de un comando. He tenido suerte. Podría haber sido yo.

– Era del SIS.

– ¿Cuándo te has enterado de eso?

– Un minuto antes de que entraras allí.

– ¿Por qué no me lo has dicho?

– Sabía que saldrías bien librado.

Enfadado, DeCorso cruzó los brazos sobre su pecho agitado y se quedó en silencio.

Frazier sacudió la cabeza otra vez. ¿Qué otra cosa podía joderse en una operación tan sencilla?

Para pasar el rato en el bar, había elaborado una lista. Se la tiró a DeCorso, que aún parecía algo alterado, sentado en el asiento del pasajero. El coche estaba aparcado junto a la acera, a unas pocas manzanas del hotel.

– Hazme el favor de buscar las fechas de defunción de estas personas.

– ¿Quiénes son?

– La familia de Will Piper, Todos sus parientes.

DeCorso puso manos a la obra sin decir palabra, todavía echando humo y resoplando.

– Acabo de enviar los resultados a tu BlackBerry -dijo al cabo de unos minutos.

El dispositivo emitió un pitido mientras él hablaba. Frazier abrió el correo electrónico y estudió las fechas de fallecimiento de todos los seres que a Will le importaban en el mundo.

– Al menos esta es una buena noticia -comentó Frazier-. Muy buena.

Capítulo 11

A la mañana siguiente, muy temprano, Will se levantó de la cama para salir a correr un rato antes de que despertara su familia. El sol brillaba ya, esplendoroso y tentador, y penetraba como una espada dorada entre las cortinas de la habitación.

Will encendió la cafetera y observó hipnotizado el líquido que goteaba del filtro a la jarra, tan embebido en sus pensamientos que no reparó en la presencia de Nancy hasta que ella abrió la nevera para sacar el zumo de naranja.

– Perdona por lo de anoche -se apresuró a decir él-. Les di su libro y se marcharon.

Ella no respondió. «¿Con que esas tenemos?», pensó Will.

Insistió, inasequible al desaliento.

– El libro era la hostia en bicicleta. Algo increíble.

Ella no quería escuchar nada al respecto.

– Había un poema oculto en el libro. Creen que lo escribió William Shakespeare.

Notó que Nancy se esforzaba por fingir desinterés.

– Si quieres verlo, lo he escaneado e impreso. La copia está en el cajón de arriba del escritorio.

Como ella no respondió, él cambió de táctica y le dio un abrazo, pero ella se quedó rígida, sujetando el vaso de zumo con el brazo extendido. Will la soltó.

– Esto tampoco te hará mucha gracia, pero me voy a Inglaterra un par de días.

– ¡Will!

Él ya tenía el discurso ensayado.

– He llamado a Campanilla esta mañana. Puede venir las horas que le pidamos. Henry Spence correrá con los gastos, y encima me pagará una pasta gansa que no nos vendrá nada mal. Además, me moría de ganas de tener algo que hacer. Será bueno para mí, ¿no crees?