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– Asombroso -susurró.

– Martin no ha sabido descifrarlo. Cree que es una especie de censo. Ha dicho que a lo mejor tú tendrías alguna idea.

– Tengo montones de ideas. Por desgracia, son incompatibles. Fíjate en las hojas. -Cogió una y la separó de las demás-. Esto no es papel, ¿sabes? Es vitela, un material de mucha calidad. No estoy seguro, pero creo que es papel vitela uterino, la crème de la crème. Solía hacerse con piel de ternero nonato: la ponían en remojo, la trataban con cal, eliminaban el pelo y la estiraban. Lo normal era emplearla para los mejores manuscritos iluminados, no para un maldito censo de población.

Iba pasando las páginas, haciendo comentarios y apuntando aquí y allá con el dedo índice enguantado.

– Es una crónica de nacimientos y muertes. Mira esta entrada: «Nicholas Amcotts, trece uno mil quinientos veintisiete Natus». Al parecer está diciendo que un tal Nicholas Amcotts nació el 13 de enero de 1527. Simple y claro. Pero fíjate en la siguiente entrada. La misma fecha, Mors, es de una muerte, pero aquí aparecen caracteres chinos. Y en la siguiente, otra muerte, Kaetherlin Banwartz, sin duda un nombre germánico, y luego este otro de aquí. Si no me equivoco, es árabe.

En menos de un minuto, había encontrado nombres griegos, portugueses, italianos, franceses, españoles e ingleses, así como múltiples palabras desconocidas escritas en caracteres cirílicos, hebreos, griegos y chinos. Había idiomas que Toby no acertaba a identificar. Farfulló algo sobre dialectos africanos. Juntó las puntas de los dedos enfundados en los guantes mientras pensaba.

– ¿Qué ciudad tendría en 1527 una población tan diversa, por no decir tan densa? ¿Y qué hay de la vitela y de esta encuadernación más bien primitiva? Me da la impresión de que esto es bastante anterior al siglo XVI. Decididamente tiene un cariz medieval.

– Pero está fechado en 1527.

– Sí, bueno. Ya he tomado nota de ello. Aun así, es la impresión que tengo, y suelo hacer caso a mi intuición. Tú también deberías. Creo que tendremos que pedir la opinión de los colegas académicos.

– ¿Cuánto vale?

– No tengo la menor idea. Sea lo que sea, es un artículo especial, una rareza, algo único. A los coleccionistas les gustan las piezas únicas. No es momento de preocuparse demasiado por su valor. Creo que nos irá bastante bien con este ejemplar. -Llevó con cuidado el libro al extremo más alejado de la mesa y lo colocó en un lugar de honor, separado de los demás-. Revisemos el resto del material de Cantwell, ¿te parece? Tú te encargarás de hacer el inventario del lote en el ordenador. Cuando termines, quiero que revises cada una de las páginas de todos los libros en busca de cartas, autógrafos, sellos, etcétera. No queremos que nuestros clientes se lleven regalos a cambio de nada, ¿verdad?

Por la tarde, cuando hacía rato que el joven Nieve se había ido, Toby bajó de nuevo al sótano. Pasó rápidamente junto a la colección de Cantwell, distribuida en tres largas mesas. En aquel instante aquellos volúmenes le interesaban tanto como una pila de prensa rosa antigua. Se fue directo hacia el libro que había ocupado sus pensamientos durante todo el día y posó despacio las manos sin guantes sobre la suave piel de la cubierta. Más adelante aseguraría con insistencia que en aquel momento experimentó una especie de conexión física con el objeto inanimado; algo impropio de un hombre poco dado a tonterías de ese tipo.

– ¿Qué eres? -le preguntó en voz alta. Se cercioró de que estaba solo, pues suponía que hablar con libros podría perjudicar su carrera en Pierce & Whyte-. ¿Por qué no me cuentas tus secretos?

Capítulo 1

A Will Piper nunca se le habían dado bien los bebés que lloraban, y menos aún los suyos. Tenía un recuerdo vago del bebé llorón número uno, de hacía un cuarto de siglo. En aquella época era un joven ayudante del sheriff de Florida al que le asignaban los peores turnos. Cuando llegaba a casa por la mañana, su hija de pocos meses ya estaba despierta y dando guerra con su rutina de bebé feliz. Cuando Laura empezaba a berrear en las raras ocasiones en que Will y su mujer pasaban la noche juntos, él mismo soltaba un gemido y se quedaba dormido antes de que Melanie hubiese sacado el biberón del calentador. Will no cambiaba pañales. Will no daba comidas. Will no apaciguaba llantos.Y se había marchado para siempre antes de que Laura cumpliese dos años.

Pero habían pasado dos matrimonios y toda una vida desde entonces, y ahora él era un hombre distinto, o al menos eso quería creer. Había dejado que lo convirtieran en algo parecido a un padre neoyorquino metrosexual del siglo XXI con todo lo que ello comporta. Si en el pasado había sido capaz de acudir a los escenarios de crímenes y tocar carne en descomposición, ahora podía cambiar un pañal. Si era capaz de realizar un interrogatorio a pesar de los sollozos de la madre de la víctima, podía enfrentarse al llanto de un bebé.

Lo cual no significaba que tuviera que gustarle.

Su vida había sido una sucesión de fases nuevas y hacía un mes que había iniciado la más nueva de todas, que combinaba jubilación con paternidad a tiempo completo. Solo habían transcurrido dieciséis meses desde el día en que se retiró repentinamente del FBI hasta el día en que Nancy volvió precipitadamente al trabajo tras la baja de maternidad. Esto lo dejaba a solas con su hijo, Phillip Weston Piper, al menos durante breves períodos. Su presupuesto no daba para pagar a una niñera más de treinta horas por semana, de modo que durante unas horas al día él tenía que apañárselas solo.

Este cambio de vida no era moco de pavo. Durante buena parte de sus veinte años en el FBI, Will había sido un criminólogo de primera fila, uno de los mejores cazadores de asesinos en serie de su tiempo. De no ser por lo que él llamaba sus «deslices personales», habría podido retirarse a lo grande, con toda clase de condecoraciones y un buen cargo honorífico como asesor de justicia penal.

Sin embargo, su debilidad por el alcohol y las mujeres, amén de su obstinada falta de ambición, habían torpedeado su carrera y lo habían llevado fatídicamente a ocuparse del caso del Juicio Final. Para el resto del mundo, el caso seguía sin resolverse, pero él conocía la verdad. Lo había resuelto, pero había tenido que pagar un precio muy alto por ello.

El resultado había sido una jubilación anticipada forzosa, un encubrimiento negociado y varias páginas repletas de cláusulas de confidencialidad. Lo único que había conseguido era salir con vida, y por los pelos.

La parte positiva era que el destino lo había unido a Nancy, su joven compañera en el caso del Juicio Final, la cual le había dado su primer hijo varón. Este tenía ya seis meses y, al percibir la ausencia de su madre cuando la puerta del apartamento se cerró tras ella, se puso a ejercitar los pulmones a conciencia.

Afortunadamente, los berridos de Phillip Weston Piper se aplacaron un poco cuando lo meció en sus brazos, pero se reanudaron en el momento en que su padre lo acostó de nuevo en su cuna. Deseando con todas sus fuerzas que el pequeño Phillip se agotara enseguida, Will salió muy despacio de la habitación. Puso en el televisor el canal de noticias por cable y subió el volumen para amortiguar los enervantes chillidos de su vástago.