Выбрать главу

En ese momento estaba recorriendo la llana campiña inglesa en el vagón de primera clase de un Chiltern Rail, tras haber salido de la estación de Marylebone en dirección a Birmingham. La extensa masa gris de Londres había cedido el paso a los tonos terrosos de los campos de cultivo, a una paleta de verdes y marrones algo apagados debido a la humedad de ese día lluvioso de otoño. Como el tren avanzaba a toda máquina, el agua formaba regueros horizontales en las ventanas. Se le cerraban los párpados mientras contemplaba las tierras labradas, las balas de heno y los anodinos y funcionales cobertizos de granja que pasaban como una exhalación. Poblaciones pequeñas ocupaban la ventana durante unos segundos y luego desaparecían. Will tenía el compartimiento para él solo. Era un domingo de temporada baja para el turismo.

Se imaginó que, en casa, Nancy se levantaría temprano y más tarde sacaría a Phillip a pasear en el cochecito, si no estaba diluviando también en Nueva York. Había olvidado consultar el pronóstico del tiempo antes de partir, pero, de cualquier manera, estaba convencido de que Nancy tendría sobre su cabeza un pequeño nubarrón de tormenta particular. Cuando él finalizara su búsqueda del tesoro, se pasaría unas horas en Harrods intentando arreglar el desaguisado con regalos. Al fin y al cabo, podría permitírselo. Le había dado vergüenza decírselo a Nancy, pero Spence le había hecho una oferta exorbitante. Nunca se había considerado una persona que se dejara seducir por el dinero, aunque también era cierto que nadie le había ofrecido nunca tanta pasta. Como experiencia nueva, no era desagradable.

¿Cuánto iba a cobrar por la misión? ¡Un cheque por cincuenta mil dólares y el título de propiedad de la caravana! En cuanto Spence la palmara, el vehículo sería suyo. No sabía cómo pagaría el combustible que consumía, pero en el peor de los casos dejaría el trasto en un parque de caravanas en el noroeste de Florida y lo convertiría en su refugio para las vacaciones.

Aunque no había sucumbido a la tentación más irresistible. Spence quería saber las fechas de fallecimiento de su familia, pero Will se negaba a ceder en ese punto. La cifra que Spence había puesto sobre la mesa había dejado a Will sin aliento, pero no había dinero suficiente en el planeta. Si incumplía flagrantemente sus acuerdos de confidencialidad, la apreciación de Nancy sería correcta: estaría llevando a su familia al matadero.

Se despertó al oír la voz del revisor por el altavoz y miró su reloj, parpadeando. Llevaba casi una hora adormilado, y el tren reducía la velocidad, ya a las afueras de la ciudad-mercado.

Stratford-upon-Avon. La tierra de Shakespeare, La situación era tan irónica que Will no pudo evitar sonreír. Lo habían admitido en Harvard porque era capaz de placar a un corredor con un balón de fútbol americano entre las manos, no por sus dotes para la literatura. No había leído ni una palabra de Shakespeare en su vida. A sus dos ex esposas les pirraba el teatro, pero por lo visto no era una afición contagiosa. Incluso Nancy intentó convencerlo de ir a ver un éxito de taquilla, Macbeth, si mal no recordaba, pero él había puesto una cara tan larga que ella había desistido. Pese a que Will era incapaz de imaginar por qué sus obras despertaban tantas pasiones, allí estaba, en poder del que tal vez fuera el objeto más raro de Shakespeare, posiblemente el único texto escrito sin lugar a dudas de su puño y letra.

En la estación reinaba la tranquilidad propia de un domingo; solo había un puñado de taxis en la parada. Un taxista estaba de pie junto a su coche, fumándose un cigarrillo bajo la llovizna, con la gorra empapada. Tiró la colilla a un lado y le preguntó a Will adónde iba.

– A Wroxall -respondió Will-.A un sitio llamado Cantwell Hall.

– Ya decía yo que no tenía usted pinta de fan de Willie Wonka -comentó el taxista, mirándolo de hito en hito. Will no entendió a qué se refería-.Ya sabe, Willie Shake Rattle and Roll, el gran bardo y toda la pesca.

«Qué buen ojo tiene la gente en estos tiempos», pensó Will.

Wroxall era una población pequeña situada unos quince kilómetros al norte de Stratford, en el corazón del bosque de Arden, del que apenas quedaba rastro, pues se habían talado los árboles hacía siglos en aras de la agricultura. Los normandos habían calificado Arden de «tierra hermosa y salvaje». Pero los adjetivos que mejor la describían en la actualidad eran agradable y tranquila.

El taxi circulaba por carreteras secundarias entre espesos setos de arces menores, espinos y avellanos, campos arados y rastrojos.

– Ha traído consigo el buen tiempo-comentó el taxista.

Will no tenía ganas de chachara.

– La mayoría de la gente que va a Wroxall se queda en el centro de conferencias de Abbey Estate. Un lugar precioso, reformado hace unos diez años, con un hotel de lujo y todo. Allí tenía su casa de campo Christopher Wren.

– No es allí adónde voy.

– Ya me lo ha dicho. Nunca he estado en Cantwell Hall, pero sé dónde está. ¿Qué le trae por aquí, si no es indiscreción?

Will se preguntó qué pensaría el tipo si le contara la verdad. «Estoy aquí para resolver el mayor misterio del mundo, chófer. El sentido de la vida y la muerte, el principio y el fin. Y, ya que estamos, la existencia de Dios también. Para eso estoy aquí.»

– Asuntos de trabajo -dijo.

El pueblo en sí era muy poca cosa. Unas docenas de casas, un pub, una oficina de correos y una tienda que vendía de todo.

– El pueblo de Wroxall, visto y no visto -dijo el taxista asintiendo con la cabeza-. Solo faltan tres kilómetros.

La entrada de la finca de Cantwell no estaba señalizada; solo había un par de pilares de ladrillo que flanqueaban un camino de grava en cuyo centro había una franja de hierbajos. El camino descendía por un prado húmedo y cubierto de maleza, salpicado con los tonos desvaídos de las flores silvestres de finales de otoño, sobre todo de verónicas mustias y azules, y algún que otro conjunto de setas carnosas. A lo lejos, tras una curva pronunciada, se divisaba un tejado que sobresalía por encima de un seto alto de espinos que ocultaba casi todo el edificio.

Cuando se acercaron, las gigantescas dimensiones de la casa se hicieron evidentes. Era un batiburrillo de tejados a dos aguas y chimeneas, ladrillo visto, pálido y desgastado, sobre una estructura exterior de estilo Tudor y de una madera oscura y violácea. A través del seto, Will vio que la fachada central de la casa estaba totalmente recubierta de una hiedra que alguien a quien al parecer no se le daban muy bien las líneas ni los ángulos rectos había recortado en torno a las ventanas emplomadas de marco blanco. El techo de tejas y con vertientes en distintas direcciones verdeaba a causa del musgo, y casi semejaba un organismo vivo. Por lo que Will alcanzaba a ver de los enmarañados arriates del jardín delantero, estaban, en el mejor de los casos, mal cuidados.

Tras cruzar un frondoso pórtico formado por setos, el camino llegaba a una rotonda. El taxi se detuvo con un crujido de grava frente a una puerta con una rejilla de roble. Las ventanas delanteras, a oscuras, reflejaban la luz exterior.

– Esto parece una tumba -dijo el taxista-. ¿Quiere que le espere?

Will bajó y le pagó. De una de las chimeneas se elevaba una columna de humo. Decidió dejar que el hombre se fuera.

– No, no pasa nada -respondió, echándose la bolsa al hombro. Pulsó el botón del timbre y oyó las tenues notas de un carillón en el interior. El taxi cruzó el segundo pórtico de setos y se alejó por el camino.

La entrada estaba a merced de los elementos, por lo que a Will, mientras esperaba que alguien diera señales de vida, se le estaba alisando el pelo bajo la lluvia. Al cabo de un minuto largo, tocó el timbre de nuevo y llamó con los nudillos para ponerle más énfasis.