La mujer que abrió la puerta estaba más mojada que él. Saltaba a la vista que la había pillado en la ducha y que se había puesto deprisa y corriendo unos vaqueros y una camiseta sin haberse secado antes.
Era alta y de figura estilizada, con un rostro expresivo de persona culta, la mirada firme y la tez joven y lozana, de color crema. Su cabellera rubia, que le llegaba a las clavículas, goteaba sobre su camiseta de algodón, y el contorno de sus pechos se traslucía bajo la tela mojada.
– Lo siento muchísimo -se disculpó-. El señor Piper, ¿verdad?
«Es preciosa», pensó Will. No era lo que más le convenía en ese momento.
– Sí, señora -dijo asintiendo, como todo un caballero sureño, y entró en la casa tras ella.
Capítulo 13
El ama de llaves está en misa, el abuelo está sordo como una tapia y yo estaba en la ducha, así que me temo que ha pasado usted un buen rato a la intemperie con este tiempo tan horrible.
El vestíbulo, un espacio abovedado con una escalinata que ascendía hasta una galería en la primera planta, estaba en efecto como boca de lobo. Will tenía la sensación de encontrarse en un museo, y lo asaltó el temor a tirar sin querer un plato de porcelana, un reloj o un jarrón. Ella le dio a un interruptor, y una gigantesca araña de luces Waterford se iluminó sobre su cabeza como si hubiera estallado un cohete.
Ella cogió el abrigo de Will, lo colgó de un perchero y dejó la bolsa en un rincón, aunque él insistió en quedarse con su maletín.
– Vamos a sentarnos al calor del fuego, ¿le parece?
La pieza más llamativa del gran salón estilo Tudor, que estaba en penumbra, era una enorme chimenea, lo bastante grande para asar un cerdo. El marco era oscuro como el ébano, estaba labrado con todo detalle y la madera brillaba de tan antigua que era. Tenía una repisa maciza y un aspecto medieval a causa de la rectitud de sus líneas, pero en algún momento de su historia a alguien le había picado el gusanillo continental y había recubierto el panel de madera noble con una doble hilera de azulejos azules y blancos de Delft. Ardía un fuego modesto, que parecía pequeño y desproporcionado respecto al tamaño de la bóveda, mortecino. La chimenea no tiraba bien, y del hogar salían unas volutas de humo que flotaban hasta el techo alto de vigas de nogal. Por cortesía, Will se esforzó por no carraspear, pero no pudo contenerse.
– Siento lo del humo. Tendría que hacer algo al respecto. -Le indicó un sillón acolchado y lleno de bultos cerca de las llamas.
Al sentarse, Will percibió un ligero tufo a orina, áspero y acre. Ella se inclinó para echar un par de leños más al fuego y removió el montón con un atizador.
– Voy a preparar una cafetera y a ponerme un poco presentable. Prometo que no tardaré.
– Tómese su tiempo, señora, y no se preocupe por mí.
– Llámame Isabelle.
Él le sonrió.
– Will.
Con los ojos llorosos e irritados, paseó la vista por el salón. No tenía ventanas, y estaba abarrotado de muebles y siglos de bibelots. La zona próxima a la chimenea parecía la mejor conservada y la más acogedora. Los sofás y las butacas eran del siglo XX, diseñados para proporcionar una comodidad mullida. Había algunas lámparas para leer, mesas con pilas de periódicos y revistas, tazas de té y de café desperdigadas, marcas redondas y blancas de vasos mojados que alguien había dejado descuidadamente sobre la madera. La parte central y los bordes del gran salón eran más parecidos a un museo, y si Enrique VIII hubiese llegado a ese lugar después de una cacería, se habría sentido a gusto con sus aires de la época de los Tudor y su esplendor. Las paredes con paneles de nogal estaban cubiertas hasta el techo de tapices, piezas de taxidermia y cuadros de docenas de miembros del clan Cantwell barbudos y de rostro adusto que miraban desde lo alto de sus lienzos tiznados con sus gorgueras, sus togas y sus jubones, como una galería de alta costura masculina a lo largo de los siglos. Las cabezas de ciervo disecadas, con una expresión permanente de sorpresa ante su muerte, eran un recordatorio de lo que esos hombres hacían en sus ratos de ocio.
La mayor parte de los muebles reposaban sobre una enorme alfombra persa con los bordes raídos pero inmaculada en el centro, protegido por una mesa de banquetes de roble rodeada de sillas tapizadas en rojo. Todos los respaldos acolchados llevaban una rosa Tudor bordada. Sobre ambos extremos de la mesa había un par de candeleras de plata, grandes como bates de béisbol, que sostenían velas blancas la mitad de altas.
Al cabo de un rato, Will se levantó y curioseó por los recovecos oscuros del salón. Una capa de polvo cubría como un manto todas las superficies y objetos de arte. Haría falta un ejército de plumeros para limpiar tan solo una parte. Echó un vistazo por una puerta a otra habitación oscura, la biblioteca. Se disponía a entrar cuando Isabelle regresó portando una bandeja con café y pastas. Tenía el pelo más seco, recogido en una cola de caballo, y se había aplicado a toda prisa maquillaje y brillo de labios.
– Debería instalar más luces. Esto es como un mausoleo. Esta sala se construyó en el siglo XV. No parecían tener ningunas ganas de dejar entrar el sol, supongo que porque creían que era más saludable estar totalmente encerrados.
Mientras tomaban café, ella le hizo preguntas sobre su viaje y le comentó lo sorprendidos e intrigados que estaban por haber recibido una llamada del comprador de su libro. Estaba ansiosa por saber más, pero le pidió a Will que esperase a que su abuelo despertara de su siesta. Padecía algo de insomnio, y no era raro que se quedase dormido al alba y se levantase al mediodía. Para pasar el rato, hablaron de sus respectivos pasados, y ambos se mostraron interesados por la vida del otro.
Por lo visto, Isabelle estaba fascinada por conversar con un agente del FBI de carne y hueso, un tipo de persona que, para ella, solo existía en películas y novelas. Mantenía la mirada fija en sus ojos de un azul hipnótico mientras él, con su suave acento sureño, la encandilaba con historias sobre casos antiguos.
Cuando la conversación pasó a centrarse en la vida de Isabelle, a Will le pareció encantadora y cautivadora, con un espíritu altruista y admirable, una joven tan unida a su abuelo que se había tomado un año libre en la universidad para cuidar de él en aquel caserón apartado y con corrientes de aire y ayudarle a adaptarse a su nueva vida sin la mujer que había sido su esposa durante cincuenta años. Iba a empezar su último año en Edimburgo, donde estudiaba historia de Europa, cuando lady Cantwell sufrió una embolia. Los padres de Isabelle, que vivían en Londres, intentaron convencer al viejo de que se fuera a la ciudad con ellos, pero él se negó en redondo. Había nacido en Cantwell Hall y, como un buen Cantwell, moriría allí. La situación no podía seguir así indefinidamente, pero Isabelle había propuesto una solución temporal.
Siempre le había encantado la casa y se instalaría allí por un año con el fin de hacer el trabajo preparatorio para una futura tesis doctoral sobre la Reforma anglicana y consolar al anciano viudo. Según le contó a Will, los Cantwell eran un microcosmos de la división del siglo XVI entre católicos y protestantes, y la casa había sido testigo mudo de parte de ese cataclismo. Uno de los temores de Isabelle era que, cuando lord Cantwell falleciera, los impuestos sobre la herencia obligaran a la familia a vender la casa a una promotora inmobiliaria, en el peor de los casos, o, en el mejor, al Patrimonio Nacional. En cualquier caso, sería el final de un linaje que se remontaba al siglo XIII, cuando el rey Juan sin Tierra otorgó al primer Cantwell, Robert de Wroxall, una baronía donde este construyó una torre de piedra de base cuadrada, justo en el sitio en que se alzaba la casa en la actualidad.
Al final, ella se sinceró respecto al libro. Estaban locos de contento por la cifra astronómica que habían pagado por él en la subasta, pero la afligía enormemente que pasase a manos de alguien que no era de la familia. Ya de niña se había sentido cautivada por él, pues le parecía extraño y misterioso. Incluso reconoció que la fecha de 1527 que llevaba grabada había despertado su interés en esa época de la historia británica. Tenía la esperanza de descubrir algún día qué representaba el libro y cómo había ido a parar a Cantwell Hall. Aun así, admitió, lo recaudado en la subasta les permitiría mantener la finca en funcionamiento, aunque esta seguiría necesitando reformas estructurales muy caras y urgentes. Había humedades en las paredes y vigas podridas, había que renovar el tejado, la instalación eléctrica era un desastre, las cañerías parecían un colador. Isabelle comentó con ironía que seguramente tendrían que vender todo lo que contenía la casa para poder restaurar la casa en sí.