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La conversación proporcionaba a Will cierto placer morboso. ¡Aquella mujer tenía la edad de su hija! A pesar de su discusión con Nancy, era un hombre felizmente casado que tenía un hijo recién nacido. Sus días de calavera y mujeriego habían quedado atrás, ¿no? Casi deseaba que Isabelle no resultara tan estimulante. Su cuerpo estilizado y sensual, y su mente, aguda como un estoque, eran como el cañón doble de una escopeta apuntándole al pecho. Will temía que un ligero roce del gatillo bastara para dejarlo tieso. Al menos estaba sobrio. Eso ayudaba.

Ansioso por despachar el asunto cuanto antes, se preguntaba cuándo haría lord Cantwell su gran entrada. Con ánimo provocador, hizo una pregunta que la pilló desprevenida.

– ¿Cuánto necesitarías para reformar la casa y liquidar sus futuros impuestos?

– Qué pregunta tan extraña.

Él insistió.

– Bueno, no soy contratista ni contable, pero ¡supongo que harían falta millones!

Will sonrió con picardía.

– Llevo algo en mi bolsa que podría solucionar tus problemas.

Ella arqueó las cejas, suspicaz.

– Eso suena demasiado bonito -dijo con sequedad-.Voy a ver por qué tarda tanto el abuelo.

Justo cuando ella se disponía a levantarse para ir a buscarlo, el viejo llegó al gran salón arrastrando los pies, mirando con perplejidad a Will.

– ¿Y ese quién es? -preguntó en alto.

Ella le respondió con un volumen de voz que él pudiera oír.

– Es el señor Piper, de Estados Unidos.

– Ah, sí. Se me había olvidado. Ha venido de muy lejos. No sé por qué no ha llamado por teléfono y santas pascuas.

Isabelle guió a lord Cantwell hasta Will para presentárselo.

Tenía más de ochenta años y estaba calvo excepto por un mechón rebelde y cano. Su cara, rojiza por los eccemas, era como un jardín salpicado de hierbajos, pelos que habían escapado a la navaja de afeitar. Iba vestido de domingo: pantalón de sarga, chaqueta sport de espiguilla y una antigua corbata de la universidad, lustrosa por el uso. Will advirtió que los pantalones le quedaban grandes, y que estrenaba agujero del cinturón. Había perdido peso recientemente, mala señal en una persona mayor. Estaba rígido a causa de la artritis y caminaba como entumecido. Cuando Will le estrechó la mano, percibió un fuerte olor a orina, por lo que dedujo que había estado sentado en el sillón favorito del viejo.

Will le cedió a Cantwell su asiento habitual, un gesto de cortesía que le valió la aprobación de Isabelle. Esta le sirvió un café a su abuelo, atizó la lumbre y le ofreció su silla a Will antes de sentarse en un escabel.

La sutileza no era el punto fuerte de Cantwell.

– ¿Por qué diablos se ha gastado doscientas mil libras esterlinas en mi libro? – inquirió tras tomar un ruidoso sorbo de café-. Obviamente, me alegro de que lo hiciera, pero que me aspen si entiendo por qué.

Will alzó la voz para compensar la deficiencia auditiva del anciano.

– No soy yo quien lo compró, señor. Fue el señor Spence quien le llamó. Él es el comprador. Está muy interesado en el libro.

– ¿Por qué?

– Cree que es un documento histórico muy valioso. Tiene algunas teorías, y me ha pedido que venga para intentar averiguar algo más sobre él.

– ¿Es usted historiador como mi Isabelle? Tú creías que el libro tenía algún valor, ¿verdad, Isabelle?

Ella asintió y sonrió a su abuelo con orgullo.

– No soy historiador -dijo Will-. Un investigador, más bien.

– El señor Piper trabajaba en la oficina de investigación estadounidense -terció Isabelle.

– La gente de J. Edgar Hoover, ¿no? Nunca me cayó bien.

– Murió hace tiempo, señor.

– En fin, no creo que pueda ayudarle. Ese libro ha pertenecido a nuestra familia desde que yo recuerdo. Mi padre no sabía nada de su procedencia, ni tampoco mi abuelo. Siempre lo consideraron una rareza única, un registro municipal o algo así, posiblemente de origen continental.

Había llegado el momento de poner las cartas sobre la mesa.

– Tengo algo que decirles -anunció Will, mirando a uno y a otro a los ojos, con aire melodramático-. Hemos encontrado algo oculto en el libro que podría tener un valor considerable y ayudar a aclarar el origen del volumen.

– ¡Creía que había revisado cada página! -intervino Isabelle-. ¿Qué había escondido, y dónde?

– Debajo de la guarda del final. Había un pergamino.

– ¡Joder! -soltó Isabelle-. ¡Joder, joder!

– Ese lenguaje… -la reprendió Cantwell.

– Era un poema -prosiguió Will, divertido ante la florida muestra de exasperación de la joven-.Todavía no hemos tenido tiempo de investigarlo, pero un colega del señor Spence cree que hace referencia al libro. -Le estaba sacando todo el jugo a la situación-. No saben quién es el autor, ¿verdad?

– ¿Quién? -preguntó Isabelle con impaciencia.

– ¿No quieres adivinarlo?

– ¡No!

– ¿Qué te parece William Shakespeare?

El anciano y la chica se miraron entre sí para ver sus reacciones respectivas y luego se volvieron hacia aquel estadounidense chiflado.

– ¡Nos toma el pelo! -resopló Cantwell.

– ¡No me lo creo! -exclamó Isabelle.

– Se lo enseñaré -dijo Will-. Uno de mis socios asegura que, si resultara ser auténtico, valdría millones, tal vez decenas de millones. Al parecer, no existe un solo documento que se haya confirmado que sea del puño y letra de Shakespeare, y esta maravilla está firmada con las iniciales «W Sh.». El señor Spence se quedará con el libro, pero está dispuesto a devolver el poema a la familia Cantwell si ustedes nos ayudan en un asunto.

– ¿Qué asunto? -preguntó la chica con recelo.

– El poema es un mapa. Menciona pistas sobre el libro, y lo más probable es que estas pistas estén ocultas en Cantwell Hall. Quizá sigan aquí, tal vez desaparecieron hace tiempo. Si me ayudan con esta búsqueda, el poema será suyo, aunque no encontremos nada.

– ¿Por qué iba el tal Spence a devolvernos algo que compró con todas las de la ley? -reflexionó Cantwell-. Creo que yo no lo haría.

– El señor Spence es un hombre rico. Y moribundo. Está dispuesto a cambiar el poema por respuestas, simple y llanamente.

– ¿Podemos verlo? -pidió Isabelle.

Will sacó de su maletín el pergamino, protegido con una funda de plástico transparente. Se lo tendió a Isabelle con una floritura de la mano.

Tras estudiarlo unos instantes, los labios de la joven empezaron a temblar de emoción.

– No puede estar bien -susurró. Lo había encontrado enseguida.

– ¿Cómo dices? -preguntó el anciano, irritado.

– Hay una alusión a nuestra familia, abuelo. Te la leeré.

Recitó el soneto en una voz clara, adecuada para una grabación, con matices de entusiasmo y teatralidad, como si ya la hubiera leído antes y hubiera ensayado la declamación.

Cantwell frunció el entrecejo.

– ¿1581, has dicho?

– Sí, abuelo.

El hombre se apoyó con fuerza en los brazos del sillón y se puso de pie antes de que Will o Isabelle pudieran ofrecerle su ayuda, y se encaminó arrastrando los pies hacia un rincón oscuro del salón. Los otros dos lo siguieron.