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– Richard, el abuelo de Shakespeare, era del pueblo -farfulló-. Wroxall es la tierra de los Shakespeare. -Buscaba algo en la pared del fondo-. ¿Dónde está? ¿Dónde está Edgar?

– ¿Qué Edgar, abuelo? Hemos tenido varios.

– Ya sabes, el reformista. No fue la oveja más negra de nuestra familia, pero poco le faltó. En 1581 él debía de ser el señor de la finca. Ahí está. Es el segundo por la izquierda, a media altura de la pared. ¿Lo ves? Es el que lleva un cuello ridículamente alto. No fue uno de los Cantwell más apuestos, ha habido cierta evolución genética a lo largo de los siglos.

Isabelle encendió una lámpara de pie, que arrojó algo de luz sobre el retrato de un hombre de aspecto severo y mentón afilado con una perilla rojiza que posaba arrogante, sacando pecho. Llevaba una casaca negra ajustada con grandes botones dorados y un sombrero cónico de estilo holandés con el ala vuelta hacia arriba.

– Sí, es ese -confirmó Cantwell-. Hace ya un tiempo vino un tipo de la National Gallery que dijo que tal vez lo había pintado Robert Peake el Viejo. Recuérdaselo a tu padre cuando yo estire la pata, Isabelle. Podría conseguir un buen dinero por él si lo necesita.

Desde el otro extremo de la habitación, el vozarrón de una mujer los sobresaltó.

– ¡Hola! Ya estoy aquí. Si me dan una hora, prepararé el almuerzo. -El ama de llaves, una mujer bajita y robusta, llevaba puesta todavía la bufanda mojada, y el bolso bien sujeto, muy seria.

– Nuestro invitado ya está aquí, Louise -la informó Isabelle.

– Ya lo veo. ¿Ha visto las toallas limpias que he preparado para él?

– No hemos ido a la planta de arriba todavía.

– ¡Entonces no sea grosera! -la reprendió-. Deje que el señor se lave un poco, viene de muy lejos. Y mande a su abuelo a la cocina a por sus pastillas.

– ¿Qué dice esta mujer?

– Louise dice que te tomes tus pastillas.

Cantwell alzó la vista hacia su antepasado y se encogió de hombros de forma enfática.

– Luego seguimos, Edgar. Esa mujer me mete el miedo en el cuerpo.

El ala de invitados de la planta superior era fría y oscura, un pasillo interminable, revestido de paneles con cenefa de latón y bombillas de baja potencia cada pocos metros, con habitaciones a ambos lados, como en un hotel, y alfombras largas y desgastadas. La habitación de Will estaba en la parte posterior. Se acercó a las ventanas a contemplar la tormenta que arreciaba, y, ensimismado, barrió las moscas muertas de los alféizares. Abajo había un patio de ladrillo y, más allá, una extensión de jardín llena de maleza, árboles frutales que se inclinaban por el fuerte viento y la lluvia lateral. En primer término, a su derecha, alcanzaba a ver un extremo de lo que parecían unas caballerizas, y, por encima de la cubierta, el tejado de un edificio anejo, una estructura semejante a una torre, borrosa bajo el aguacero.

Después de echarse un poco de agua en la cara, se sentó en la cama de cuatro columnas y se quedó mirando la única raya de cobertura de su teléfono móvil, que seguramente apenas sería suficiente para llamar a casa. Se imaginó lo incómoda que resultaría la conversación. ¿Qué podía decir que no le causara aún más problemas? Más valía que acabara primero con ese asunto y arreglara las tensiones de su matrimonio en persona. Decidió conformarse con enviar un SMS: «Llegué bien. Vuelvo pronto. T kiero».

El dormitorio parecía el de una viejecita, con un montón de flores secas, cojines con volantes y cortinas de encaje fino. Sacudió una pierna y después la otra para quitarse los zapatos, tendió su pesado cuerpo sobre el cubrecama floreado y se echó diligentemente una siesta de una hora hasta que la voz de Isabelle, cantarina como una campanita, le avisó de que el almuerzo estaba listo.

Will tenía tanto apetito que devoró todo lo que le sirvió Louise. Aquel asado típico de domingo casaba perfectamente con su predilección por la carne con patatas. Se comió una montaña pequeña de rosbif, patatas asadas, guisantes y zanahorias con salsa de carne, pero se abstuvo de beber una tercera copa de Borgoña.

– ¿Hay alguna leyenda sobre una visita de Shakespeare a Cantwell Hall? -le preguntó Isabelle a su abuelo.

El viejo contestó con la boca llena de guisantes.

– Nunca he oído nada por el estilo, pero ¿por qué no? Se supone que se crió por estos alrededores. La nuestra era una familia distinguida que mayoritariamente siguió practicando el catolicismo durante esa época tan espantosa, y es probable que los Shakespeare también fueran católicos encubiertos. Además, ya en aquel entonces temamos una biblioteca estupenda que sin duda le habría interesado. Es perfectamente posible.

– ¿Alguna teoría sobre por qué Edgar Cantwell se tomó la molestia de encargar un poema con pistas ocultas para luego esconderlo en el libro? -inquirió Will.

Cantwell se tragó los guisantes y apuró el vino que le quedaba.

– Tal vez intuían que el libro era peligroso. Eran unos tiempos muy duros, en los que a uno podían matarlo por sus creencias. Supongo que no tuvieron estómago para destruir el libro y prefirieron disimular su importancia de un modo imaginativo. Seguramente como explicación no vale un pimiento, pero es lo que creo.

Isabelle estaba radiante.

– Tengo la sensación de que mi tesis va a tomar un rumbo de lo más interesante.

– Entonces, ¿qué me dicen? -preguntó Will-. ¿Trato hecho?

Isabelle y lord Cantwell asintieron. Habían hablado de ello mientras Will dormía.

– Sí, trato hecho -respondió Isabelle-. Emprenderemos esta pequeña aventura después de comer.

Capítulo 14

Empezaron por la biblioteca. Era una estancia de grandes dimensiones, con un suelo de tarima que brillaba de tan gastado, unas cuantas alfombras de calidad y una pared orientada al exterior en la que unas ventanas con un emplomado de rombos dejaban entrar la luz gris de aquel día tormentoso. Las otras paredes estaban recubiertas de estanterías, salvo por el espacio situado encima de la chimenea, donde colgaba un cuadro de una partida de caza inglesa tradicional oscurecido por el hollín.

Había miles de libros, casi todos antiguos, pero una sección de la pared lateral contenía algún que otro volumen contemporáneo de tapa dura e incluso algunos en rústica. Will lo miraba todo con ojos soñolientos de después de comer. Lord Cantwell anunció que se retiraba a hacer la siesta de la tarde y, pese a los deseos de Will por despachar el asunto y regresar a casa, la idea de arrellanarse en uno de los mullidos sillones de la biblioteca en un rincón oscuro para echarse otro sueñecito lo seducía demasiado.

– De niña, este era mi lugar mágico -le contó Isabelle mientras se paseaba por la biblioteca, rozando delicadamente el lomo de los libros con la punta de los dedos-. Adoro esta habitación. -Su actitud lánguida y soñadora contrastaba con la imagen que se había hecho Will de la típica estudiante universitaria frívola-. Jugaba aquí durante horas. Ahora, es donde paso casi todo el tiempo. -Señaló una mesa larga sobre la que había libretas y bolígrafos, un ordenador portátil y montones de libros viejos de los que sobresalían papelitos que marcaban pasajes de interés-. ¡Si tu poema es auténtico, tal vez tenga que volver a empezar de cero!

– Lo siento, pero no podrás utilizarlo. Ya te explicaré por qué.

– ¿Estás de broma? Eso catapultaría mi carrera.

– ¿A qué quieres dedicarte?

– A dar clases, a escribir… Quiero ser una historiadora académica como Dios manda, una profesora estirada de la vieja escuela. Seguramente esta biblioteca es responsable de que tenga estas aspiraciones desde hace años.

– No me parece tan raro. Mi hija es escritora. -Sin saber por qué, añadió-: No es mucho mayor que tú. -Al oír esto, ella soltó una risita nerviosa. Will atajó las inevitables preguntas de cortesía diciendo bruscamente-: ¿Me enseñas dónde estaba guardado el libro?