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Ella señaló un hueco en uno de los estantes que estaban a la altura de los ojos, en medio de la pared más larga.

– ¿Siempre había estado ahí?

– Que yo recuerde, sí.

– ¿Y los libros que están al lado? ¿Los han cambiado mucho de sitio?

– No desde que yo nací. Podemos preguntárselo al abuelo, pero no recuerdo que alguien los haya reordenado. Los libros se quedaban donde estaban.

Will examinó los libros situados a cada lado del hueco: un tratado de botánica del siglo XVIII y uno del XVII sobre monumentos de Tierra Santa.

– No, no son de la misma época -observó ella-. Dudo que exista alguna relación entre ellos.

– Empecemos por la primera pista -dijo Will, sacando el poema de su maletín-. «Bajo la llama de Prometeo está la primera.»

– De acuerdo -dijo ella-. Prometeo. Le robó el fuego a Zeus y se lo dio a los mortales. Es mi versión resumida de la historia.

Will señaló la habitación con un movimiento del brazo.

– ¿Se te ocurre algo?

– Bueno, abarca muchos temas posibles, ¿no crees? ¿Libros sobre mitología griega? ¿Chimeneas? ¿Antorchas? ¡La barbacoa!

Will la miró como diciendo «qué graciosa».

– Comencemos por los libros. ¿Hay un catálogo?

– Debería haberlo, pero no lo hay Otro problema, por supuesto, es que el abuelo ha estado vendiendo cosas con singular entusiasmo.

– Eso no podemos remediarlo -dijo Will-. Seamos sistemáticos. Yo empezaré por este extremo. ¿Por qué no empiezas tú por ahí?

Mientras se centraban en la primera pista, para ser más eficientes, tenían presentes las otras para evitar en la medida de lo posible repetir la operación. Mantenían los ojos bien abiertos por si encontraban libros relacionados con Flandes u Holanda, o con algún texto que mencionase a algún profeta. No tenían la menor idea de cómo enfocar la referencia al «hijo que cometió un pecado horrendo».

Era un proceso laborioso, y al cabo de una hora, Will empezaba a desmoralizarse, porque se sentía como si buscara una aguja en un pajar. No siempre era tan sencillo como sacar un libro, abrirlo por la portada y volver a ponerlo en su sitio. Will se veía obligado a pedir ayuda a Isabelle cada vez que topaba con un volumen en latín o en francés. Ella se acercaba, le echaba un vistazo rápido y se lo devolvía con un suave «no».

La tenue luz del atardecer se desvaneció por completo, por lo que Isabelle encendió todas las luces y después los troncos de la chimenea.

– Mirad, yo os doy el fuego -dijo cuando las llamas empezaron a lamer los leños.

Terminaron al anochecer. Aparte de un volumen no muy antiguo de la Mitología de Bullfinch, no había un solo libro que hubiese despertado su interés.

– O el poema no se refiere a un libro, o ese libro ya no está aquí. Pasemos a otra cosa -dijo Will.

– De acuerdo -respondió ella, animada-. Echemos una ojeada a todas las chimeneas antiguas. Paneles ocultos, repisas falsas, piedras sueltas. Me estoy divirtiendo, ¿tú no?

Will miró de nuevo su teléfono móvil por si había llegado algún mensaje de Nancy. Nada.

– Lo estoy pasando bomba -respondió.

Según los cálculos de Isabelle, había seis chimeneas anteriores a 1581. Tres estaban en la planta baja: en la biblioteca, el gran salón y el comedor; y las otras tres en el primer piso: en el dormitorio del abuelo, situado justo encima del gran salón, y en otras dos habitaciones.

Comenzaron su inspección en la biblioteca, de pie frente al fuego crepitante, preguntándose qué debían hacer.

– ¿Y si doy golpecitos en los paneles para encontrar partes huecas?-propuso ella.

A él le pareció una idea perfectamente razonable.

El sonido de los nudillos contra la antigua repisa de nogal indicaba que era maciza. Examinaron los biseles en busca de cierres o bisagras ocultos, pero al parecer era inamovible y de una sola pieza. Las losas en el suelo del hogar eran sólidas y parejas, y la argamasa que las unía tenía un aspecto uniforme. Como el fuego seguía encendido, tendrían que esperar un poco para estudiar de cerca los ladrillos del fondo, pero una mirada superficial no reveló nada.

Las llamas de la chimenea de la gran sala se habían extinguido hacía un rato. Lord Cantwell, que estaba leyendo medio dormido en su sillón, se mostró desconcertado al verlos palpar y golpetear las paredes del enorme hogar.

– ¡Desde luego…! -resopló.

El faldón, bellamente acanalado, relucía por su antigüedad, y la repisa era una tabla sólida con el borde biselado, tallada a partir de un único y descomunal madero. Isabelle, esperanzada, daba golpecitos a los azulejos azules y blancos, embutidos en el faldón, cada uno decorado con una escena campestre distinta, aunque todos sonaban con el mismo timbre. Will se ofreció voluntario para agacharse y entrar a gatas en el gigantesco hogar, para golpetear los ladrillos con un atizador. Sin embargo lo único que consiguió fue mancharse de hollín la camisa y los pantalones. Isabelle le señaló las manchas y observó divertida mientras él intentaba quitárselas con la palma de la mano.

Repitieron la operación en las otras tres chimeneas. Si había algo escondido en una de ellas, necesitarían un equipo de derribos para encontrarlo.

Había oscurecido. Ya no llovía, pero un frente frío recorría veloz el centro del país, trayendo consigo vientos gélidos y ululantes. En Cantwell Hall no había calefacción, y debido a las corrientes de aire, las habitaciones empezaban a enfriarse. Louise anunció casi gritando que serviría el té en el gran salón. Tras reavivar el fuego y encender el radiador eléctrico junto al sillón de lord Cantwell, dejó bien claro que estaba impaciente por irse a su casa.

Will compartió con Isabelle y su abuelo una merienda ligera que consistió en unos sándwiches de embutidos y pepinillos, galletas de mantequilla y té. Louise iba de un lado a otro, cumpliendo con sus tareas de último momento. Les preguntó si pensaban pasar el resto de la tarde en el gran salón.

– Un rato más -contestó Isabelle.

– Entonces encenderé velas -dijo el ama de llaves-, siempre y cuando se acuerden de apagarlas antes de irse a dormir.

Mientras comían, Louise usó un encendedor desechable de plástico para encender una docena de velas repartidas por toda la estancia. Entre el silbido del viento en el exterior, el chisporroteo del hogar y la penumbra de aquel salón antiguo sin ventanas, las velas eran unos puntos de luz reconfortantes. Will e Isabelle observaron cómo Louise encendía la última vela y se retiraba.

De pronto, se miraron y exclamaron a la vez:

– ¡ Candeleras!

Lord Cantwell preguntó si se habían vuelto locos, pero Isabelle le hizo a su vez una pregunta en tono apremiante.

– ¿Cuáles de nuestros candeleras son del siglo XVI o anteriores?

Él se rascó el mechón de pelo y señaló al centro de la sala.

– Diría que los de plata dorada que están sobre la mesa. Creo que son venecianos, del siglo XIV. Cuando estire la pata, dile a tu padre que valen un buen dinero.

Fueron rápidamente hacia los candeleros, apagaron las velas gruesas con gotas de cera derretida, las sacaron y las colocaron en una bandeja de plata. Eran como ciriales, largos cilindros rematados por un platillo en el que se colocaba una vela enorme de trece centímetros de diámetro. Cada candelero tenía una base muy trabajada de seis pétalos hecha de plata bañada en oro. De cada base se elevaba una columna central que se iba ensanchando hasta adquirir la forma de un campanario románico con seis ventanas de esmalte azul en la parte superior. En lo alto de cada torre, la columna se extendía hasta formar el cuenco que sostenía la vela.

– Son tan ligeros que podrían estar huecos -observó Will-, pero la base es sólida.

Inspeccionó con detenimiento las juntas entre las piezas de la elaborada columna.