– Vamos, retuércelo sin miedo -le susurró Isabelle-. Ponte de espaldas al abuelo; no quiero que le dé un ataque al corazón.
Will aferró la torre con la mano izquierda e intentó hacer girar la base con la derecha, primero suavemente, después con más fuerza, hasta que se le congestionó la cara. Sacudió la cabeza y dejó el candelero donde estaba.
– No ha habido suerte.
A continuación probó la misma maniobra con el que sostenía ella, pero el candelero se mantuvo firme, como si estuviese forjado en una única pieza de metal. Will relajó los músculos del hombro y de los brazos, pero un espasmo de frustración lo impulsó a intentarlo de nuevo, con furia.
La columna giró.
Solo media vuelta, pero al menos se había movido.
– ¡Sigue! -susurró ella.
Él continuó apretando hasta que la columna giró con facilidad y se entrevió en su interior algo cilíndrico que no era dorado. Al final, la base cedió completamente, y Will se quedó con una mitad del candelero en cada mano.
– ¿Qué andáis haciendo? -preguntó Cantwell-. No os oigo.
– ¡Será solo un momento, abuelo! -gritó Isabelle-. ¡Espera un poco!
Will dejó la base y echó un vistazo a la torre hueca.
– Necesito luz. -Siguió a Isabelle hasta una de las lámparas de pie, introdujo el dedo índice en el tubo y notó un borde duro y circular-. ¡Aquí dentro hay algo! -Retiró el dedo e intentó mirar en el interior de la columna, pero la luz de la bombilla era insuficiente-. Mi dedo es demasiado grande para sacarlo. Inténtalo tú.
Isabelle logró deslizar su dedo, más fino que el de Will, dentro del tubo y cerró los ojos para aguzar el sentido del tacto.
– Es algo enrollado, un papel o un pergamino. He metido el dedo en medio. ¡Ya está! Lo estoy moviendo.
Hizo girar despacio el candelero en torno a su dedo mientras aplicaba una presión suave pero firme con la yema.
Un rollo amarillo empezó a emerger.
Era cilíndrico, de unos veinte centímetros de largo, y se componía de varias hojas de pergamino apretadamente enrolladas. Con una mezcla de emoción y aturdimiento, se las tendió a Will.
– No, tú -dijo él.
Ella desenrolló el cilindro lentamente. El pergamino estaba seco pero no quebradizo, por lo que Isabelle lo desplegó con bastante facilidad. Alisó las hojas con ambas manos, y Will inclinó la pantalla de la lámpara para verlas mejor.
– Está en latín -dijo ella.
– Lo que hace que me alegre aún más de que estés aquí.
Ella leyó el encabezamiento de la primera página y lo tradujo en voz alta: «Epístola de Félix, superior de la abadía de Vectis, escrita el año de Nuestro Señor de 1334».
Will se sintió mareado.
– ¡Dios santo!
– ¿Qué ocurre, Will?
– Vectis.
– ¿Conoces el lugar?
– Sí, lo conozco. Creo que hemos dado con la veta madre.
Capítulo 15
1334,
isla de Wight, Inglaterra
En la quietud de la noche, una hora después de laudes y dos antes de prima, Félix, superior de la abadía de Vectis, despertó con uno de sus terribles dolores de cabeza. Por la ventana se colaba el canto de los grillos, así como el batir suave y rítmico de las olas del Solent contra la playa cercana. Eran sonidos relajantes, pero solo le proporcionaron un momento de placer antes de que unas arcadas repentinas lo hicieran incorporarse de golpe. Buscó a tientas el orinal e intentó vomitar en él, pero no salió nada de su boca.
Tenía sesenta y nueve años y albergaba serias dudas de que llegara a la década siguiente.
Apenas tenía comida en el estómago. Lo último que había ingerido había sido un caldo de buey preparado por las hermanas, con médula grasienta y unos trocitos de zanahoria. Había dejado el cuenco medio lleno sobre su mesa de escribir.
Apartó las mantas a un lado, apoyó las manos en el colchón de paja y consiguió ponerse de pie, no sin tambalearse un poco. El golpeteo rítmico en su cabeza era como los mazazos repetidos del herrero contra un yunque y amenazaba con derribarlo, pero logró mantener el suficiente equilibrio para coger su pesado hábito forrado de piel, que había dejado de cualquier manera en una silla de respaldo alto. Se lo puso por encima del camisón y de inmediato notó la agradable sensación de entrar en calor. Encendió una vela amarilla y gruesa con pulso tembloroso y se dejó caer en la silla para masajearse las sienes. La luz de la vela jugueteaba con las losas pulidas pero irregulares del suelo de sus aposentos y se reflejaba en las vidrieras de colores alegres del patio.
La suntuosidad de la casa del abad siempre lo había incomodado. Cuando había ingresado en Vectis como novicio, hacía ya mucho tiempo, con la cabeza gacha en actitud humilde, su tosco hábito ceñido con un cordón y los pies desnudos y fríos, se sentía próximo a Dios y, por tanto, a la felicidad. Baldwin, su predecesor, un clérigo severo que ponía el mismo entusiasmo en repasar las cuentas del granero como en oficiar misa, había ordenado la construcción de una buena casa de madera que rivalizara con las que había visto en las abadías de Londres y Dorchester. Junto a sus aposentos había un salón magnífico con una chimenea ornamentada, un banco de madera labrada y vidrieras emplomadas. En las paredes colgaban tapices primorosamente tejidos, en Flandes y Brujas, con escenas de cacerías y hechos de los Apóstoles. Encima del hogar había una cruz artesanal de plata, tan larga como el brazo de un hombre.
Tras la muerte de Baldwin, acaecida muchos años atrás, el obispo de Dorchester había elegido a Félix, el prior de la abadía, para que lo sucediera como abad de Vectis. Félix rezó mucho para que Dios lo guiara. Quizá debía renunciar al boato del cargo y optar por un reinado modesto, dormir en una celda monacal con los hermanos, seguir llevando su hábito sencillo, comer en comunidad. Pero ¿acaso no mancillaría eso la memoria de su mentor, su confesor? ¿No sería como tachar a Baldwin de derrochador? Se inclinaba ante el poder de su recuerdo, del mismo modo que se había inclinado ante el poder del hombre cuando vivía. Siempre había sido un sirviente fiel, y nunca había desobedecido a Baldwin, ni siquiera cuando lo asaltaban las dudas. ¿Qué habría ocurrido si hubiera puesto en tela de juicio la decisión de Baldwin de disolver la Orden de los Nombres? ¿Serían distintas las cosas en la actualidad si él no hubiera encendido con sus propias manos el fuego que había reducido a cenizas la Biblioteca hacía casi cuarenta años?
Como se encontraba demasiado mal para arrodillarse, agachó su dolorida cabeza y murmuró una plegaria, con un acento bretón tan áspero y rústico como el que tenía de niño. La oración elegida, del salmo 42, le vino a la cabeza de forma espontánea, casi sorprendente.
Introibo ad altare Dei.Ad Deum qui laetificat juventutem meam.
Me acercaré al altar de Dios. Hasta Dios, la alegría de mi juventud.
Gloria Patri, et Filio, et Spiritui Sancto. Sicut erat in principio, et nunc, et semper, et in saecula saeculomm. Amen.
Gloria al Padre, y al Hijo, y al Espíritu Santo, como era en un principio, y ahora y siempre, y por los siglos de los siglos. Amén.
Félix frunció los labios ante lo irónicas que resultaban estas palabras.
«Ahora y siempre, y por los siglos de los siglos.»
En otro tiempo, su barba era tan poblada y negra como el carrillo de un jabalí. Había sido un hombre robusto y musculoso, capaz de soportar con ánimo incansable los rigores de la vida monástica, las raciones exiguas, los fríos vientos del mar que helaban los huesos, el trabajo manual que castigaba el cuerpo pero mantenía a flote la comunidad, la brevedad de los períodos de sueño entre las horas canónicas que salpicaban la noche y el día con rezos comunitarios. Ahora, tenía la barba rala, de un color blanco sucio como el pecho de una gaviota, y las mejillas hundidas. Sus vigorosos músculos se habían debilitado y atrofiado, y su piel, despojada de tersura, estaba seca como un pergamino y cubierta de unas costras que picaban y lo distraían de la oración y la meditación.