Pero el cambio físico más alarmante que estaba sufriendo era el de su ojo derecho, había empezado a hincharse y a quedarse inmóvil. Era un proceso lento pero continuo. Al principio, solo había notado una mancha rosa y seca, como una mota de polvo que no pudiera quitarse del ojo. Luego, las leves punzadas que sentía en la parte de atrás del globo ocular empeoraron, y empezó a tener problemas de visión. Al principio, se le nublaba la vista; después, veía destellos, y ahora las imágenes se desdoblaban de tal manera que tenía dificultades para leer y escribir con los dos ojos abiertos. En las últimas semanas, todos los hombres y las mujeres de la abadía se habían fijado en la inquietante hinchazón de su ojo. Cuchicheaban entre sí mientras ordeñaban las vacas o trabajaban en los campos, y durante los rezos suplicaban a Dios que tuviese piedad de él.
El hermano Girardus, encargado de la enfermería de la abadía y buen amigo de Félix, lo visitaba a diario y se ofrecía a dormir en el suelo de su amplia habitación por si el abad necesitaba su ayuda durante la noche. Girardus no podía determinar la naturaleza de su mal, pero suponía que se debía a un bulto en el interior de la cabeza que ejercía presión sobre el ojo y le ocasionaba el dolor. Si se tratara de un forúnculo bajo la piel, podría abrírselo con una lanceta, pero nadie salvo Dios era capaz de curar un bulto dentro del cráneo. Le preparaba a su amigo infusiones de corteza y cataplasmas de hierbas para aliviar el dolor y la inflamación, pero, sobre todo, rezaba.
Félix meditó durante varios minutos, antes de ir arrastrando los pies hasta el arcón de palisandro situado entre la cama y la mesa. Cuando se agachaba el ojo le dolía demasiado, por lo que se puso de rodillas para abrir la voluminosa caja. Contenía vestiduras, hábitos viejos y sandalias, además de una manta adicional. Bajo la suavidad de la tela había algo duro y sólido. Sacarlo y llevarlo hasta su mesa de escribir casi consumió sus escasas fuerzas.
Era un libro pesado, antiguo, del color de la miel oscura, producto de un siglo remoto. Suponía que era el último que quedaba, el único superviviente del incendio que él mismo había provocado. El motivo por el que lo había mantenido escondido con tanto celo durante tanto tiempo era que llevaba inscrita una fecha para la que faltaban casi doscientos años: 1527.
¿Qué persona viva lo entendería? ¿Cuáles de sus hermanos sabrían reconocer lo que era y adorar su divinidad? ¿O quizá lo confundirían con un espectro de blasfemia y maldad? Todos los que estaban con él ese día gélido de enero de 1297, cuando el infierno visitó la tierra, estaban muertos y enterrados. Él era el último testigo que quedaba, y esto representaba una carga para su alma.
Félix encendió unas velas más pequeñas que iluminaron su escritorio con un arco de luz danzarina y pajiza. Abrió el libro y sacó un fajo de hojas de papel de vitela sueltas que había hecho cortar en el scriptorium de la abadía para que su tamaño se ajustase al de las tapas. Había estado trabajando febrilmente en el manuscrito, temeroso de que su dolencia se lo llevase antes de terminar.
Era una tarea meticulosa y ardua verter sus recuerdos en el papel mientras luchaba con su visión doble y sus terribles jaquecas. Tenía que mantener cerrado el ojo derecho para enfocar la vista en la página y procurar que los movimientos de su pluma siguieran una línea recta. Escribía por la noche, cuando reinaba el silencio y nadie llegaría de improviso y descubriría su secreto. Cuando no podía más, devolvía el libro a su escondrijo y se desplomaba en su camastro antes de que las campanas de la abadía llamaran a la siguiente oración en la catedral.
Cogió con delicadeza la primera de sus páginas y, con un párpado cerrado, se la acercó a los ojos. El encabezamiento rezaba: «Epístola de Félix, superior de la abadía de Vectis, escrita el año de Nuestro Señor de 1334».
Señor, soy tu sirviente. Alabado seas, y gloria a ti Grande eres, Señor, y grandes deben ser tus alabanzas. Mi fe en ti es el don que me has dado e inspirado por la humanidad asumida por tu Hijo.
Estoy decidido a traer a la memoria las cosas que sé, las cosas que vi y las cosas que hice.
El recuerdo de quienes me han precedido me llena de humildad, pero el más valioso y venerado es el de Josephus, santo patrón de Vectis, cuyos huesos sagrados descansan en la Catedral. Y es que fue Josephus quien, en su amor verdadero y absoluto hacia Dios, fundó la Orden de los Nombres a fin de exaltar al Señor y afirmar su divinidad. Soy el último miembro de la orden; todos los demás han entregado el alma. Si no dejo constancia de los hechos y sucesos del pasado, la humanidad se verá privada del conocimiento que yo y solo yo, pecador mortal, poseo. No está en mi mano decidir si dicho conocimiento es apropiado para la humanidad. Ese juicio te corresponde a ti, Señor, en tu infinita sabiduría. Yo escribiré humildemente esta epístola, y tú, Señor, decidirás su destino.
Félix dejó la hoja sobre la mesa para que su ojo sano descansara un momento. Cuando sintió que estaba listo para continuar, pasó unas páginas y siguió leyendo.
Lo sucedido ese día se ha transmitido de boca en boca entre hermanos y hermanas desde la noche de los tiempos. Josephus, prior de Vectis en ese entonces, asistió a un nacimiento en el fatídico día siete del séptimo mes del año de Nuestro Señor de 111. El momento estuvo marcado por la presencia del Cometes Luctus, un cometa rojo y resplandeciente que hasta la fecha no ha vuelto a aparecer. La esposa de un trabajador estaba encinta, y si daba a luz a un niño, este sería el séptimo hijo varón de un séptimo hijo varón. Así sucedió, y el padre, atemorizado y entre lamentos, mató a golpes a la criatura. Ante el asombro de Josephus, la mujer alumbró entonces a un octavo hijo, gemelo del anterior, que recibió el nombre de Octavus.
A Félix no le costó evocar una imagen de Octavus, pues había visto muchos recién nacidos como él a lo largo de los años, pálidos, que no lloraban, con los ojos verde esmeralda y una pelusa rojiza que brotaba de su rosado cuero cabelludo. ¿Sospechó Josephus, entre la cama del parto, manchada de sangre y líquido amniótico, y los murmullos de las comadronas aterradas, que Octavus era en realidad el séptimo hijo?
El padre, creyendo que el pequeño Octavus debía estar cerca del Señor, lo llevó a la abadía de Vectis a una tierna edad. El niño no hablaba ni quería estar en compañía de hombres, por lo que Josephus se apiadó de él y aceptó que quedara al cuidado de la abadía. Fue entonces cuando Josephus hizo un descubrimiento milagroso. Pese a no haber recibido enseñanza alguna, el muchacho era capaz de escribir letras y números. Y no letras ni números cualesquiera, Dios Todopoderoso, sino los nombres de tus hijos mortales y de los días de su nacimiento y su muerte futura. Este don de la adivinación infundió a Josephus admiración y miedo. ¿Se trataba de un poder oscuro nacido del mal o un rayo de luz celestial? Josephus, en su sabiduría, convocó un consejo de religiosos de la abadía para deliberar sobre el muchacho, y a raíz de ello se fundó la Orden de los Nombres. Estos sabios monjes llegaron a la conclusión de que no estaba interviniendo una fuerza maligna, pues, de lo contrario, ¿por qué había sido confiado el muchacho a su cuidado? Sin duda era obra de la Providencia, una señal, evidenciada por la confluencia del número sagrado siete, de que el Señor había elegido a Octavus, esa humilde criatura, para que fuera su auténtica, voz de revelación divina. Así pues, se decidió proteger al muchacho y enclaustrarlo en el scriptorium, donde se le proporcionaría una pluma, tinta y pergamino, y se le permitiría dedicarlas horas a su auténtica vocación.