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Como el dolor de cabeza no remitía, Félix se levantó de la mesa para prepararse una vasija de infusión de corteza. Removió los rescoldos en la chimenea de la enorme habitación y añadió un puñado de ramitas. Pronto, el agua en el cazo de hierro colgado de una barra empezó a emitir un silbido. Félix regresó a su alcoba arrastrando los pies para seguir leyendo.

Con el paso de los años, el joven Octavus se convirtió en un hombre cuya singular determinación no jaqueó un ápice. Trabajaba noche y día, y sus libros, que contenían nombres acompañados de predicciones sobre nacimientos y muertes, formaban ya una pequeña pero creciente biblioteca. Durante todo ese tiempo, Octavus no mantenía conversaciones ni tratos con sus semejantes, y la Orden de los Nombres atendía a todas sus necesidades fisiológicas, amén de proteger a su persona y su trabajo. Un funesto día, Octavus, consumido por la lujuria animal, violó a una pobre novicia, que gestó y dio a luz a su hijo, un bebé con un semblante extraño como el de su padre. El niño, a quien pusieron el nombre de Primus, tenía los ojos verdes y el pelo rojizo, y, al igual que Octavus, era mudo como un leño y, con el tiempo, reveló poseer los mismos poderes que su padre. Donde antes solo había uno, pasó a haber dos, sentados el uno al lado del otro, escribiendo los nombres de los vivos y los muertos.

La infusión amarga le alivió un poco el dolor, lo que le permitió leer más deprisa y terminar el pasaje que había escrito la noche anterior.

Los días se convirtieron en años, los años en décadas y las décadas en siglos. Los escribas nacían y morían, y los guardianes de la Orden de los Nombres también llegaban a este mundo y se iban al otro, no sin antes proporcionarles receptáculos femeninos para la procreación. La biblioteca llegó a tener un tamaño que desafiaba la imaginación, y, a fin de guardar mejor los libros sacros, la orden excavó enormes cavernas en las que la biblioteca estaría oculta y a salvo, y los huesos de los escribas muertos, sepultados en catacumbas sagradas.

Durante muchos años, amado Señor, fui el humilde prior de Vectis, un sirviente leal del gran abad Baldwin y fiel miembro de la Orden de los Nombres. Confieso, Señor, que no me complacía procurarles hermanas jóvenes para que las utilizasen para sus fines, pero llevaba a cabo mi misión lleno de amor hacia ti y con la convicción de que tu biblioteca debía perdurar a fin de que tus futuros hijos contaran con la información contenida en sus anales.

Hace tiempo que perdí la cuenta de todas las criaturas mudas traídas al mundo que han crecido para ocupar su lugar en la Sala de los Escribas, pluma en mano, codo con codo con sus hermanos. Sin embargo, no olvido la única ocasión en que vi a una de las hermanas elegidas alumbrar, no a un varón, sino a una niña. Tenía entendido que no era la primera vez que ocurría tan raro suceso, pero nunca había visto nacer a una niña hasta ese momento. La niña muda de ojos verdes y pelirroja creció, pero, a diferencia de sus parientes, no desarrolló el don de la escritura. A los doce años, fue expulsada y entregada a Gassonet el judío, un mercader de grano, quien se la llevó de la isla e ignoro qué hizo con ella.

Satisfecho, Félix estaba listo para finalizar sus memorias. Mojó la pluma y continuó el relato con su letra florida. Escribió las páginas finales tan deprisa como pudo hasta que su obra quedó terminada.

Dejó la pluma y se permitió el lujo de escuchar el canto de los grillos y las gaviotas mientras se secaban los últimos renglones. Vio por las ventanas que el negror de la noche daba paso poco a poco a una penumbra gris. La campana de la catedral no tardaría en sonar, y él tendría que hacer acopio de fuerzas para dirigir a la congregación en el rezo de prima. Tal vez debería echarse un rato. Pese a su malestar, se sentía como si se hubiera quitado un gran peso de encima, de modo que aprovechó la oportunidad para cerrar los ojos y disfrutar de un descanso breve pero tranquilo.

Cuando se puso de pie, las campanas empezaron a repicar. Félix suspiró. Acabar el texto le había llevado más tiempo de lo que había previsto. Se dispuso a prepararse para la misa.

De repente, oyó unos golpes firmes en la puerta.

– ¡Adelante! -gritó.

Era el hermano Víctor, el hospedero, un joven que rara vez iba a la casa del abad.

– Padre, os ruego que me disculpéis. He esperado a que dieran las campanadas.

– ¿Qué sucede, hijo mío?

– Un viajero llegó a nuestras puertas anoche.

– ¿Y le diste albergue?

– Sí, padre.

– Entonces, ¿por qué vienes a informarme?

– Se llama Luke. Me ha suplicado que os entregue esto. -Víctor le tendió un pergamino enrollado y atado con una cinta. Félix lo cogió, desató el lazo y alisó la hoja.

De pronto palideció. Víctor tuvo que sostener al viejo monje por debajo de los brazos para evitar que cayese al suelo.

En la hoja solo había una línea escrita y una fecha: 9 de febrero de 2027.

Capítulo 16

Era tarde, y en el gran salón reinaba el silencio. Lord Cantwell se había esforzado por prestar atención a la metódica lectura en voz alta de su nieta, pero al final había sucumbido a sus problemas de audición, a su edad y a los efectos de la copa de brandy, y se había dirigido pesadamente a su habitación, después de pedir que le hicieran un resumen por la mañana, cuando estuviera más despejado.

Bien entrada la noche, Isabelle, con el crepitar del fuego como música de fondo, tradujo lentamente la carta del abad. Will escuchó impasible mientras las piezas que faltaban sobre la historia de la Biblioteca empezaban a encajar. Pese a que el contenido de la carta era asombroso, él no se inmutó. Sabía que la Biblioteca existía; eso al menos era indudable, y su existencia misma implicaba una explicación sobrenatural. La que estaba cobrando forma no era más descabellada que cualquiera de las que le habían pasado por la cabeza desde el día que Mark Shackleton le había soltado el bombazo.

Mientras Isabelle hablaba, él intentó formarse una imagen mental de Octavus y sus descendientes, eruditos pálidos y larguiruchos que se pasaban la vida encorvados sobre pergaminos en una cámara no mucho mejor iluminada que aquel gran salón. Se preguntó si tenían la menor idea de lo que estaban creando o del porqué. Estudió el rostro de Isabelle mientras leía, intentando imaginar qué estaba pensando y qué le diría cuando terminara. Se preparó para la revelación finaclass="underline" ¿estaba a punto de descubrir la importancia del año 2027?

Ella leyó la última frase: «A los doce años, fue expulsada y entregada a Gassonet el judío, mercader de grano, quien se la llevó de la isla e ignoro qué hizo con ella». Isabelle alzó la vista hacia él, parpadeando, con los ojos secos.

– ¿Qué pasa? -preguntó Will-. ¿Por qué no sigues?

– Eso es todo.

– ¿Cómo que eso es todo?

– ¡No hay nada más! -respondió ella, contrariada.

El soltó una palabrota.

– Las otras pistas. Para eso nos pagan.

– Nuestro libro -dijo ella, sin más- procede de esa biblioteca, ¿verdad?

Él pensó en contestar con evasivas, pero ¿de qué serviría? Para bien o para mal, ella estaba ahora al tanto de todo, así que, por toda respuesta, asintió con la cabeza.

Isabelle dejó la carta a un lado y se levantó.

– Necesito una copa.

Había un mueble bar en un aparador. Will oyó el tintineo de las botellas al entrechocar y observó cómo la espalda de Isabelle se arqueaba con la elegancia de una clave de fa. Cuando se volvió hacia él, tenía una botella de whisky escocés en la mano.

– ¿Me acompañas?

No era la marca habitual de Will, pero aun así, casi podía sentir el calor y el escozor de ese néctar añejo en la garganta. Había pasado mucho tiempo sin tomar ni una gota y estaba orgulloso de ello. Eso lo convertía en mejor persona, sin duda, y su familia también estaba mejor así. En el gran salón flotaba una neblina formada por las partículas procedentes de la chimenea obstruida. La estancia, sin ventanas e incomunicada por completo del exterior, era como una cámara de aislamiento sensorial. Will, a causa del desfase horario, se sentía cansado y descolocado en aquel entorno que no le era familiar. Desde las sombras, una joven hermosa agitaba incitante una botella de whisky.