– Sí. ¿Por qué no?
Media hora después, la botella estaba medio vacía. Los dos bebían a palo seco. Will disfrutaba de cada sorbo, de cada trago, así como de la agradable y progresiva desinhibición que llevaban consigo.
Isabelle lo presionaba para sonsacarle respuestas. Él tuvo que reconocer para sus adentros que era una buena interrogadora, pero no iba a rendirse tan fácilmente. Tendría que trabajárselo más, hacerle las preguntas correctas, vencer su resistencia. Suplicarle. Engatusarlo. Amenazarlo. Lo estaba acribillando.
– ¿Qué pasó después? Tiene que haber algo más. ¿Qué pensabas en ese momento? Por favor, sigue, te estás guardando algo. Si no me lo cuentas todo, Will, no te ayudaré con el resto del poema.
Él era consciente de que corría un riesgo si abría las puertas y la dejaba entrar. Se estaría poniendo en peligro a sí mismo y también a ella, pero, qué diablos, la chica ya sabía más sobre el origen de la Biblioteca que la gente de Nevada o Washington. Así pues, la obligó a jurar que no divulgaría el secreto, la clase de juramento que se hace con una copa en la mano. Después le habló de las postales, los «asesinatos», el caso Juicio Final. Las discrepancias entre los asesinatos. Las frustraciones. La compañera que acabaría por convertirse en su esposa. El gran avance en la investigación, que había desenmascarado a un tipo que conocía, su compañero de habitación en la universidad, un pringado y genio de la informática que trabajaba bajo tierra en una base secreta del gobierno en Área 51. La Biblioteca. La utilización de los datos por parte del gobierno. La trama financiera de Shackleton con la compañía de seguros Desert Life. Los vigilantes. El modo en que se había convertido en fugitivo. El último acto, que se había desarrollado en la suite de un hotel en Los Ángeles y había dejado a Shackleton con una bala en el cerebro. La base de datos oculta. Su acuerdo con los federales. Henry Spence. El 2027.
Había terminado. Se lo había contado todo. Las llamas se extinguían, y el salón estaba aún más oscuro. Tras un largo silencio, ella por fin habló:
– Cuesta asimilar tanta información. -Se sirvió unos dedos más de whisky y murmuró-: Este es mi límite. ¿Y el tuyo?
El cogió la botella de entre sus manos y se llenó el vaso.
– Ya no me acuerdo.
La habitación se movía en torno a Will, que se sentía como un trozo de madera a la deriva en un lago de aguas agitadas. Había perdido un poco la práctica, pero podía acostumbrarse de nuevo a beber en serio, sin problemas. Resultaba agradable, y quería que esa sensación durase. No era precisamente el peor momento para estar atontado.
– Cuando era pequeña -dijo Isabelle en tono pausado, soñador-, sacaba el libro de la estantería, me sentaba al calor del fuego y jugaba con él. Siempre supe que tenía algo especial. Algo mágico. Todos esos nombres y fechas y lenguas extrañas… Es sobrecogedor.
– Sí, lo es.
– Y ¿has llegado a asumirlo, después de vivir con ello durante un tiempo?
– En el ámbito intelectual, tal vez. Pero más allá de eso, no sé.
Ella guardó silencio unos instantes.
– No me asusta -dijo entonces de forma enérgica, casi desafiante.
A Will no le dio tiempo de responder, porque ella tenía prisa por terminar su reflexión.
– Saber que el momento de nuestra muerte está predestinado. En cierto modo, resulta reconfortante. Vivimos agobiados y preocupados por el futuro…, lo que debemos comer, lo que debemos beber, el tipo de airbag que debemos tener en el coche, y así con todo, ad náuseam. Tal vez lo mejor sea vivir la vida y dejar de preocuparse.
Él le sonrió.
– ¿Qué edad dices que tienes?
Ella arrugó la frente como diciendo: «Por favor, no seas condescendiente».
– Mis padres siempre estaban enfadados conmigo porque nunca me tomé en serio la religión. Los Cantwell tienen una larga tradición en el catolicismo. Me gustaban las partes en latín, pero los ritos y las ceremonias siempre me parecieron terriblemente vacíos. Tal vez por la mañana me lo replantee. -Se frotó los ojos-. Estoy agotada, así que supongo que tú estarás casi catatónico.
– No me vendría mal echar un sueñecito. -Apuró su copa y, envalentonado por el vínculo de confianza que se había creado entre ellos, preguntó-: ¿Te importa si me llevo la botella?
En Nueva York, había llegado la hora de acostar a Phillip. Después de darle su baño, Nancy yacía en la cama, al lado de su bebé. Le había puesto talco y un nuevo pañal sobre una toalla suave y esponjosa. Jugaba plácidamente con un peluche, manoseándolo y llevándose el morro del oso a la boca. Nancy abrió su teléfono móvil y releyó el último mensaje de Will. «Llegué bien. Vuelvo pronto. T kiero.» Suspiró y escribió un SMS de respuesta. Después hizo reír a Phillip acariciándole la barriguita tersa y redonda, y le besó en las dos mejillas.
A Will le pareció que el largo pasillo de la planta superior se balanceaba como un puente colgante en una selva de colgaduras. Era una sensación agradable, de libertad, y él sentía los pies ligeros, como si la ley de la gravedad estuviera a punto de quedar invalidada. Siguió con cuidado a Isabelle, que iba de puntillas para no despertar al viejo. Aunque Will no estaba seguro, le dio la impresión de que ella también estaba bajo el influjo del demonio, pues caminaba en zigzag, esquivando obstáculos invisibles, y a medio pasillo rozó la pared con el hombro. Abrió la puerta de la habitación de Will haciendo una especie de reverencia.
– Aquí la tienes -susurró.
– Aquí la tengo.
Estaba oscuro, y la luna que brillaba a través de los visillos de encaje convertía los muebles en formas negras y grises.
– No encontrarías el interruptor ni pasado mañana -dijo ella.
Will entró tras ella, contemplando su esbelta silueta recortada contra una ventana. Circuitos inactivos de su cerebro -los relacionados con el alcohol y las mujeres- empezaron a chisporrotear.
– No hace falta que enciendas la luz -se oyó decir a sí mismo.
Sabía que con eso bastaría. Intuía que las copas, la emoción del descubrimiento y la soledad de la campiña la habían puesto a cien.
Estaban en la cama. Se despojaron de la ropa con el ansia apremiante que caracteriza la primera vez. La piel fresca y seca se tornó cálida y húmeda. Todas las juntas de la pesada cama crujían, y los agudos chirridos de la madera contra la madera servían de contrapunto a los suaves gemidos de los dos. Will no sabía con seguridad cuánto rato llevaban ni si él estaba haciendo un buen papel. Solo sabía que aquello le gustaba.
Cuando terminaron, la habitación se sumió en un silencio absoluto hasta que ella habló.
– Eso no me lo esperaba. -Y añadió-: ¿Has traído la botella?
Estaba intacta, erguida en el suelo, junto a la cama.
– No tengo vasos.
– Da igual. -Tomó un buen trago a morro y se la devolvió a Will, que la imitó.
La cabeza le daba vueltas.
– Oye, me…
Ella ya se había levantado y buscaba a tientas sus cosas. Murmuró una disculpa rápida, cuando le rozó las partes pudendas con las manos al coger sus bragas.
– ¿A qué hora te despierto? -preguntó.
Su pregunta descolocó a Will, que no estaba acostumbrado a ser el abandonado después de los rollos de una noche.
– A la hora que te vaya bien a ti -respondió-. No muy tarde.
– Tomaremos un desayuno caliente y seguiremos con la búsqueda. No encuentro mi otro calcetín… ¿Puedo encender la luz ya?