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Él cerró los ojos para protegerlos del resplandor y sintió un beso rápido en los labios. Con los párpados entornados, la vio alejarse desnuda, llevando la ropa arrebujada bajo el brazo. La puerta se cerró, y él se quedó solo.

Cuando sacó el teléfono móvil del bolsillo de su pantalón, la lucecita roja estaba parpadeando. Lo abrió y leyó el mensaje de texto que había recibido: «Ya no estoy enfadada. T echo de -. También Philly. He leído el poema. Increíble. Llámame cuando puedas».

Will se percató de que llevaba un rato incómodamente largo aguantando la respiración, y su exhalación sonó como un ladrido bajo. Escribirle un mensaje estando desnudo y mojado por otra mujer le pareció un poco impresentable. Pensó en ello un momento, y, finalmente, en vez de responder al SMS, tiró el teléfono en la cama y bebió otro trago de la botella.

Fuera, la cola del frente frío provocaba que unas rachas de viento gélido barriesen el jardín trasero. Un telescopio monocular de visión nocturna asomaba entre las ramas goteantes de un frondoso grupo de rododendros. Vista a través del telescopio, la ventana de Will emitía un brillo desagradablemente intenso.

Cuando Will se levantó para ir al baño, DeCorso vio pasar su torso desnudo. Llevaba horas ahí, pero era la primera vez que conseguía identificarlo; estaba convencido de que se hallaba en la casa, pero fue un alivio comprobar que su hombre estaba realmente allí y localizado. Un minuto antes, cuando la habitación estaba a oscuras, había vislumbrado por unos instantes el culo desnudo de una mujer, que semejaba una diosa verde a través del objetivo del telescopio. Esa noche, Piper se lo estaba pasando mejor que él.

Sería una espera fría y larga hasta el amanecer, pero estaba completamente resignado a llevar a cabo su labor de vigilante.

Capítulo 17

1334,

isla de Wight, Inglaterra

Félix guió a la comunidad en el rezo de prima. Gracias a Dios, fue el oficio más breve del día, porque él estaba fatigado en extremo y volvía a sentir punzadas en la cabeza. La catedral estaba llena de hermanos y hermanas que respondían diligentemente, elevando la voz en un cántico tan dulce como los gorjeos de los pájaros posados en el tejado de la iglesia que llamaban a sus compañeros de los robles cercanos. Era una época única del año, en la que el ambiente en el interior de la catedral era, en una palabra, celestial; ni demasiado caluroso ni demasiado frío. Él pensó que sería una pena partir de este mundo en pleno esplendor del verano.

Con el ojo sano vio que los monjes intercambiaban miradas furtivas desde los bancos. Él era su padre, estaban intranquilos por él y, de hecho, por ellos mismos. La muerte de un abad siempre era motivo de preocupación mundana. La llegada de un nuevo superior lo cambiaba todo inevitablemente y alteraba el ritmo de vida de la abadía. Después de todos aquellos años, se habían acostumbrado a él. Tal vez incluso lo querían, pensó. El hecho de que la cadena de sucesión fuese incierta aumentaba la confusión. Paul, su prior, era demasiado joven para que el obispo lo nombrase abad, y dentro de los muros del monasterio no había otro candidato. Eso significaba que tendría que venir alguien de fuera. Por el bien de la comunidad, Félix intentaría seguir vivo durante el mayor tiempo posible, pero sabía mejor que todos ellos que el designio de Dios ya estaba escrito y era inalterable.

Desde el púlpito, elevado y tallado, recorrió la catedral con la mirada buscando a su visitante, pero Luke no se encontraba allí. Esto no sorprendió demasiado a Félix.

Cuando recitaba los últimos versos del salmo 116, un clásico de la hora prima, lo invadió una alegría repentina al caer en la cuenta de que Luke había llegado en el momento en que él ponía punto final a su carta de confesión. Sin duda, se trataba de algo providencial. El Señor había escuchado sus plegarias y le enviaba una respuesta. Como alabanza, Félix decidió incluir en la misa uno de sus himnos favoritos de prima, el antiguo Iam lucis orto sidere, «Ya que asoma el astro luminoso», un poema que databa de siglos atrás, de la época del santo fundador espiritual de su orden, Benito de Nursia.

Iam lucis orto sidere,

Deum precemur supplices,

ut in diurnis actibus

nos servet a nocentibus.

Ya que asoma el astro luminoso,

roguemos a Dios que nos ampare,

y que en nuestras tareas de este día

nos proteja de riesgos y de males.

El himno pareció elevar el espíritu de los fieles. La voz aguda de soprano de las monjas jóvenes resonaba de forma hermosa en la enorme nave de la fabulosa catedral.

Ut cum dies abscesserit,

noctemque sors reduxerit,

mundi per abstinentiam

ipsi canamus gloriam.

Para que cuando el día se retire

y la noche de nuevo descienda,

libres de los cuidados del mundo

ensalcemos su gloria eterna.

Al concluir la ceremonia, Félix se sentía rejuvenecido, y si veía doble y le dolía el ojo, apenas lo notaba. Al salir de la iglesia hizo una señal al hermano Víctor, el hospedero, y le pidió que guiase al visitante nocturno a sus aposentos.

La hermana Maria, que lo esperaba en la casa del abad, le sirvió enseguida té y avena gruesa endulzada con miel. El comió unos bocados para contentarla, pero le indicó con un gesto que despejara la mesa cuando el hermano Víctor llamó a la puerta.

En cuanto vio entrar a Luke, le vino a la memoria el día que lo conoció, unos cuarenta años atrás. Félix era prior cuando el joven fornido, cuyo aspecto era más propio de un soldado que de un aprendiz de zapatero, llegó a las puertas de la abadía y pidió que lo dejaran ingresar en la hermandad. Había viajado desde Londres con el fin de apartarse del mundo en la isla, pues había oído hablar de la devoción de la comunidad y de la sencilla belleza del monasterio. El muchacho no tardó en ganarse con su sinceridad e inteligencia a Félix, que lo admitió como oblato. Luke correspondió a su generosidad entregándose al estudio, la oración y el trabajo con un entusiasmo y un candor que cautivaron el corazón de todos los miembros de la orden.

Ahora tenía ante sí a un hombre de cincuenta y tantos años que aún era alto y fuerte, pero le había salido barriga. Su rostro, antes terso y bello, acusaba los estragos de la edad, y estaba flácido y surcado de profundas arrugas. La sonrisa radiante y juvenil había cedido el paso al gesto torcido hacia abajo de unos labios cubiertos de costras. Llevaba la ropa sencilla y gastada de un artesano, y el cabello entreverado de canas peinado hacia atrás y anudado en la nuca.

– Pasa, hijo mío, y siéntate a mi lado -lo invitó Félix-.Ya veo que eres tú, querido Luke, disfrazado de viejo.

– Yo también os he reconocido, padre -respondió Luke, mirando fijamente el ojo hinchado del abad y la cara que, aunque envejecida, le resultaba familiar.

– Te has fijado en mi dolencia -observó Félix-. Menos mal que has venido hoy a verme. Tal vez mañana habrías tenido que visitar mi tumba. Siéntate.

Luke se acomodó en el blando asiento de crin de una silla.

– Lamento oír eso, padre.

– Estoy en manos de Dios, como todo hombre. ¿Te han dado de comer?

– Sí, padre.

– Dime, ¿por qué no has asistido al rezo de prima en la catedral? Te he buscado pero no te he visto.

Luke contempló, incómodo, la suntuosidad de la sala del abad.

– No he podido -respondió simplemente.

Félix asintió con suavidad y tristeza. Lo entendía, por supuesto, y le agradecía que hubiera vuelto después de tantos años para cerrar el largo arco de dos vidas que habían discurrido juntas durante un tiempo antes de separarse un día de infausta memoria.

No había necesidad de que Luke le recordase al abad los detalles de ese día. Félix recordaba los hechos como si se hubieran producido unos minutos antes y no décadas atrás.