Pese a su insomnio crónico, Will tenía la cabeza sorprendentemente despejada desde hacía unos días, gracias a la separación voluntaria de su colega Johnnie Walker. Guardaba la botella ceremonial de dos litros de Black Label, llena hasta tres cuartas partes, en el mueble sobre el que estaba el televisor. No era uno de aquellos borrachos rehabilitados que tenían que purgar de alcohol toda su casa. A veces cogía la botella, le guiñaba un ojo, discutía o charlaba un poco con ella. La provocaba más que ella a él. No asistía a sesiones de Alcohólicos Anónimos ni había buscado a «alguien con quien hablar». ¡Ni siquiera había dejado de beber! Con frecuencia se tomaba un par de cervezas o una copa generosa de vino, e incluso se le iba un poco la cabeza cuando tenía el estómago vacío. Simplemente se había prohibido a sí mismo tocar aquel néctar -ahumado, hermoso, ambarino-; era su amor, su enemigo. Le daba igual lo que dijeran los manuales sobre los adictos y la abstinencia. Podía cuidarse solo y se había prometido a sí mismo y a su flamante esposa que no volvería a beber hasta perder el sentido.
Se sentó en el sofá con sus grandes manos apoyadas lánguidamente sobre los muslos desnudos. Estaba listo para salir a correr, con su pantalón corto, su camiseta y sus zapatillas. La niñera volvía a retrasarse. Will se sentía atrapado, al borde de la claustrofobia. Pasaba demasiado tiempo en aquella pequeña celda con suelo de parquet. Pese a sus buenas intenciones, estaba a punto de estallar. Intentaba hacer lo correcto, cumplir con sus compromisos y todo eso, pero cada día se sentía más inquieto. Nueva York siempre le había resultado irritante y últimamente le provocaba náuseas.
El timbre lo salvó de las tinieblas. Un minuto después, la canguro trol, como él la llamaba (aunque no a la cara), entró despotricando del transporte público en lugar de disculparse. Leonora Monica Nepomuceno, una filipina de metro y medio de estatura, tiró su bolsa de plástico sobre la encimera de la cocina americana, se fue directa hacia el bebé que lloraba y apretó el cuerpecillo tenso de la criatura contra sus senos desproporcionados. La mujer, a la que Will echaba unos cincuenta años, era tan poco atractiva físicamente que, cuando él y Nancy se enteraron de que su apodo era «Campanilla», rieron a carcajadas hasta caer rendidos.
– Ay, ay -arrulló la niñera al bebé-. Tu tía Leonora está aquí. Ya puedes dejar de llorar.
– Voy a correr un rato -anunció Will con el ceño fruncido.
– Que sea un rato largo, señor Will -le recomendó Campanilla.
Salir a correr a diario se había convertido en parte de la rutina de jubilado de Will, un componente de su nueva vida. Hacía años que no estaba tan esbelto y fuerte; solo pesaba cinco kilos más que cuando había jugado al fútbol americano en Harvard. Estaba a punto de cumplir los cincuenta, pero aparentaba menos edad gracias a su dieta libre de whisky. Tenía un cuerpo robusto y atlético, una mandíbula firme, una juvenil mata de pelo castaño rojizo y unos ojos azules con un brillo de locura. Cuando llevaba su pantalón corto de nailon para hacer footing, las mujeres, incluso las jóvenes, volvían la cabeza para mirarlo. Nancy seguía sin acostumbrarse a aquello.
Una vez en la calle, se dio cuenta de que el veranillo de San Martín había pasado y hacía un frío incómodo. Mientras estiraba las pantorrillas y los tendones de Aquiles apoyado en una señal de tráfico, se planteó la posibilidad de subir un momento al piso para ponerse un chándal.
Entonces vio la caravana al otro lado de la calle Veintitrés Este. El vehículo arrancó, expulsando gases diesel por el tubo de escape.
Will había dedicado gran parte de los últimos veinte años a seguir y observar. Sabía cómo pasar inadvertido. El tipo de la caravana no sabía o le daba igual. Will se había fijado la noche anterior en aquel cacharro, que había pasado frente a su edificio a menos de diez kilómetros por hora, entorpeciendo el tráfico y provocando un concierto de bocinazos. Era difícil no reparar en aquel Beaver de gama alta, un vehículo mastodóntico de trece metros y de color azul marino, con laterales extensibles y ondas pintadas en gris y carmesí. Will había pensado: «¿Quién diablos conduce una autocaravana de medio millón de dólares por el bajo Manhattan a paso de tortuga, buscando una dirección? Si la encontrara, ¿dónde iba a aparcar ese mamotreto?». Pero fue la matrícula lo que disparó todas las alarmas.
Nevada. ¡Nevada!
Por lo visto, el tipo había encontrado un lugar para aparcar la noche anterior, al otro lado de la calle, pocos metros al este del edificio de Will; una hazaña prodigiosa, desde luego. El corazón le latía a toda velocidad, aunque aún no había arrancado a correr. Hacía meses que había perdido la costumbre de cuidarse las espaldas.
Grave error, al parecer. «Matrículas de Nevada. Venga ya», pensó.
Por otro lado, aquel no era el modus operandi de los vigilantes. No irían a por él en una caravana reconvertida en un carro de combate de andar por casa. Si alguna vez se decidieran a pillarlo en la calle, él no los vería venir. Eran profesionales, joder.
La calle era de doble sentido, y la autocaravana estaba orientada hacia el oeste. Will solo tenía que correr en la dirección opuesta, hacia el río, y doblar algunas esquinas para perder de vista el vehículo. Pero entonces no sabría si alguien lo había elegido como presa o no, y no le gustaba quedarse con la duda. Así que echó a correr hacia el oeste, no muy deprisa, para facilitarle las cosas al tipo.
La autocaravana abandonó el lugar donde estaba aparcada y lo siguió. Will apretó el paso, en parte para ver cómo reaccionaba el conductor, en parte para entrar en calor. Llegó al cruce con la Tercera Avenida y se quedó trotando sin avanzar, esperando a que el semáforo para peatones se pusiera verde. La autocaravana estaba unos treinta metros más atrás, tenía delante una fila de taxis. Will se puso la mano a modo de visera. A través del parabrisas alcanzó a distinguir la figura de dos hombres. El que iba al volante llevaba barba.
Cuando reanudó la marcha, Will cruzó la calle corriendo y siguió adelante esquivando a los pocos viandantes que circulaban por la acera. Por el rabillo del ojo, vio que la autocaravana continuaba avanzando por la calle Veintitrés, pero eso no demostraba nada. La prueba definitiva llegó en Lexington, cuando él torció a la izquierda y enfiló hacia el sur. Efectivamente, el vehículo también giró.
«La cosa se pone caliente -pensó Will-.Al rojo vivo.»
Su destino era Gramercy Park, una plaza arbolada y rectangular situada a unas manzanas del centro de la ciudad. Las calles que la delimitaban eran todas de sentido único. Si lo estaban persiguiendo, se divertiría un rato.
Lexington desembocaba delante del parque, en la calle Veintiuno, donde el tráfico circulaba en sentido oeste. Will corrió hacia el este, por la parte exterior de la vega del parque. La autocaravana tuvo que tomar la dirección contraria y unirse al flujo de vehículos.
Will empezó a correr por el perímetro del parque en el sentido de las agujas del reloj. Cada vuelta le llevaba unos pocos minutos. Vio que el conductor de la caravana las pasaba moradas con los giros cerrados a la izquierda, que hacían que rozara los coches aparcados en las esquinas.
Que lo estuvieran siguiendo no tenía ninguna gracia, pero Will no podía evitar sonreír, divertido, cada vez que la gigantesca caravana lo pasaba de largo en su circuito contrario a las agujas del reloj. Aprovechaba cada encuentro para echar un vistazo a sus perseguidores. Aunque no le parecían demasiado amenazadores, uno nunca podía estar seguro. Definitivamente, aquellos payasos no eran vigilantes, pero había otras personas que le tenían ganas. Había puesto entre rejas a muchos asesinos. Los asesinos tenían familia. La venganza era un asunto familiar.
El conductor era un tipo mayor, de pelo más bien largo y una barba de color ceniza. Por la cara mofletuda y los hombros abultados dedujo que era un hombre corpulento. El que iba en el asiento del copiloto era alto y delgado, también de cierta edad, con unos ojos abiertos como platos que lanzaban miradas furtivas a Will. El que iba al volante se negaba tozudamente a establecer contacto visual, como si de verdad creyera que él no los había calado.