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– ¿Adónde fuiste después de dejarnos? -preguntó de pronto el abad.

– A Londres. Nos fuimos a Londres.

– ¿«Fuisteis»?

– Elizabeth, la chica, se fue conmigo.

– Entiendo. ¿Y qué fue de ella?

– Es mi esposa.

La noticia dejó de piedra a Félix, pero decidió no juzgar a Luke.

– ¿Tenéis hijos? -preguntó.

– No, padre, ella es estéril.

Entre la bruma y la lluvia de una mañana de octubre que había quedado muy atrás, Luke vio horrorizado que la hermana Sabeline llevaba a rastras a Elizabeth, una novicia joven y asustada, al interior de la pequeña capilla que se alzaba en una zona apartada del terreno de la abadía. Durante sus cuatro años en Vectis, había oído rumores sobre las criptas, un mundo subterráneo, seres extraños que vivían bajo tierra y sucesos no menos inquietantes. Los otros novicios hablaban de ritos y perversiones; de una sociedad secreta, la Orden de los Nombres. Luke no concedía el menor crédito a esas habladurías fabricadas por mentes simples. Sí, había una capilla secreta, pero él no tenía por qué saberlo todo acerca del funcionamiento interno de la abadía. Tenía una misión en la que concentrarse: amar y servir a Dios.

La presencia de Elizabeth ponía a prueba su fe y su dedicación. Desde el primer día que la vio de cerca, detrás del dormitorio de las hermanas, donde la ayudó a recuperar una camisa que había volado de un tendedero, el rostro de la joven empezó a desplazar en su pensamiento los rezos y la contemplación. Su cabellera larga y bonita, que todavía no le habían cortado antes de tomar el hábito, sus pómulos altos, sus ojos azul verdoso, sus labios húmedos y su cuerpo grácil lo hacían enloquecer. Sin embargo, él sabía que si dominaba sus impulsos y se negaba a desviarse del buen camino, saldría del trance fortalecido y sería mejor siervo de Dios.

En ese entonces no podía saber que pasaría su última noche como monje en unos establos. Elizabeth le había rogado que acudiese. Estaba angustiada. Por la mañana, la llevarían a las criptas situadas bajo la capilla secreta. Le contó a Luke que iban a obligarla a yacer con un hombre. Le contó una historia de paridoras, sufrimiento y locura. Le suplicó a Luke que la despojase de su virginidad, en ese momento y allí, sobre la paja, para salvarla. Él se marchó a toda prisa, y el suave llanto de Elizabeth se confundió en sus oídos con los relinchos incesantes de los caballos.

A la mañana siguiente, Luke se escondió tras un árbol para vigilar el sendero que conducía a la capilla secreta. La brisa salobre procedente del mar lo mantenía alerta. Al alba, vio a la monja anciana y enjuta, la hermana Sabeline, arrastrar a la chica sollozante hacia el interior del edificio de madera. Se debatió por unos instantes antes de dar el paso que cambiaría para siempre el rumbo de su vida.

Entró en la capilla.

Vio una habitación vacía con suelo de pizarra, sin otro adorno que una sencilla cruz de madera cubierta de pan de oro. Había una puerta maciza de roble. Cuando la abrió, Luke distinguió una escalera de piedra que descendía en espiral hacia las profundidades de la tierra. Con paso vacilante, bajó los escalones iluminados por antorchas hasta llegar a una cámara fresca y pequeña en la que había una puerta antigua entreabierta, con una llave grande en su cerradura de hierro. La puerta giró pesadamente sobre sus goznes, y Luke se encontró dentro de la Sala de los Escribas.

Los ojos de Luke tardaron unos segundos en acostumbrarse a la tenue luz de las velas. Lo que vio escapaba a su comprensión: docenas de hombres y muchachos pelirrojos de piel clara, sentados hombro con hombro ante largas mesas dispuestas en filas, todos con una pluma que sujetaban con fuerza y mojaban en tinteros para escribir furiosamente en hojas de pergamino. Unos eran ancianos, y otros, poco más que niños, pero, a pesar de las diferencias de edad, todos se parecían notablemente entre sí. Cada rostro era tan inexpresivo como el de al lado. Su única señal de vivacidad era el brillo de sus ojos verdes, que fijaban con intensidad en las hojas de pergamino blanco.

La cámara tenía un techo abovedado, enyesado y encalado, de manera que reflejara mejor la luz de las velas. Había un máximo de diez escribas ante cada una de las quince mesas que llegaban hasta el fondo de la cámara. A lo largo de los muros laterales de la cámara había varios catres, algunos de ellos ocupados por pelirrojos que dormían.

Los escribas no prestaron la menor atención a Luke; tuvo la sensación de haber entrado en un reino mágico en el que quizá era invisible. Sin embargo, antes de que pudiera intentar buscar un sentido a todo aquello, oyó un grito lastimero, la voz de Elizabeth.

Los gemidos provenían de su derecha, de un hueco abierto a un lado de la cámara. Por instinto protector, corrió hacia el oscuro pasadizo abovedado y enseguida percibió los asfixiantes hedores de la muerte. Estaba en una catacumba. Avanzó a tientas por una habitación, rozando cadáveres amarillos con restos de carne en descomposición, apilados como leños en los nichos de las paredes.

Los gritos sonaron más fuerte, y en la habitación siguiente, Luke vio a la hermana Sabeline sosteniendo una vela. Se acercó con sigilo. La llama iluminaba la pálida piel de uno de los pelirrojos. Estaba desnudo, y Luke vislumbró sus glúteos secos y hundidos, los brazos escuálidos que colgaban a sus costados. Sabeline lo estaba aguijoneando, alterada por su frustración.

– ¡He traído a esta chica para ti! -exclamó. Como él no reaccionaba, la monja le ordenó-: ¡Tócala!

En ese momento, Luke vio a Elizabeth, hecha un ovillo en el suelo, tapándose los ojos, preparada para el contacto de un esqueleto viviente.

Luke actuó automáticamente, sin miedo a las consecuencias. Se lanzó hacia delante, agarró al hombre por los huesudos hombros y lo arrojó al suelo. Le resultó extremadamente fácil, como derribar a un niño.

– ¿Qué haces tú aquí? Pero ¿qué haces? -oyó chillar a la hermana Sabeline.

Sin hacerle caso, él le tendió la mano a Elizabeth, que pareció notar que no la estaba tocando una mano maligna, sino liberadora. Abrió los ojos y contempló su rostro con gratitud. El hombre pálido yacía en el suelo, intentando levantarse del lugar donde había caído a causa del brusco empujón de Luke.

– ¡Hermano Luke, déjenos solos! -gritó Sabeline-. ¡Ha violado un lugar sagrado!

– No me iré sin esta muchacha -gritó Luke a su vez-. ¿Cómo puede ser esto sagrado? Todo cuanto veo es maldad. -Tomó a Elizabeth de la mano y la ayudó a levantarse.

– ¡No lo entiende!-rugió Sabeline.

Luke oyó ruidos de caos y tumulto procedentes de la cámara: destrozos, golpes sordos, bandazos y sonidos como los de unos pescados grandes al caer sobre la cubierta de un barco, boqueando y retorciéndose.

El pelirrojo desnudo dio media vuelta y echó a andar hacia el estrépito.

– ¿Qué está pasando? -preguntó Luke.

Sabeline cogió la vela y se dirigió a toda prisa hacia la sala, dejándolos solos en la oscuridad.

– ¿Te han hecho daño? -le preguntó Luke a Elizabeth.

– Has venido a por mí -musitó ella.

Luke la ayudó a abrirse camino desde las tinieblas hasta la luz de la cámara.

El recuerdo de lo que vio debió de quedar grabado a fuego en el fondo de sus ojos, porque cada vez que los cerraba, todos los días de su larga vida, veía de nuevo a la hermana Sabeline, caminando como en trance por aquel escenario espantoso murmurando «Dios mío, Dios mío, Dios mío» una y otra vez, como si canturrease un salmo.

Para ahorrarle a Elizabeth aquella visión pavorosa, Luke le rogó que cerrara los ojos y dejase que él la guiara. Mientras se encaminaban con cuidado hacia la puerta, lo asaltó de pronto el impulso incontrolable de llevarse uno de los pergaminos extendidos sobre las mesas de madera, y eligió uno que no estaba empapado en sangre.