Subieron a toda prisa la empinada escalera de caracol, cruzaron la capilla y salieron a la lluvia y la niebla. La obligó a seguir corriendo hasta que se encontraron lejos de las puertas de la abadía. Las campanas de la catedral repicaban para dar la alarma. Tenían que llegar hasta la orilla del mar. Tenía que sacarla de la isla.
– Dime, ¿por qué has regresado a Vectis? -inquirió Félix.
– Lo que vi ese día me dejó marcado de por vida, y no quería irme a la tumba sin comprender. Hace tiempo que acariciaba la idea de regresar. Por fin me ha sido posible.
– Es una lástima que dejaras la Iglesia. Recuerdo tu gran devoción y tu generosidad de espíritu.
– Ya no me queda nada de eso -repuso Luke con amargura-. Me lo arrebataron.
– Eso me entristece, hijo mío. Sin duda consideras la abadía de Vectis un lugar de pecado y maldad, pero no es así. Nuestro elevado cometido tenía un propósito sagrado.
– ¿Y cuál era ese propósito, padre?
– Satisfacer las necesidades de Dios al atender a las necesidades de esos escribas endebles y mudos. Por intervención divina, su labor se prolongó durante siglos. Estaban llevando un registro, Luke, un registro de los nacimientos y los óbitos de todos los hijos de Dios, de entonces y del futuro.
– ¿Cómo era posible?
Félix se encogió de hombros.
– La información pasaba de la mano de Dios a las manos de aquellos hombres. Tenían una determinación extraña, única. Por lo demás, en muchos sentidos eran como niños y dependían totalmente de nosotros para subsistir.
– No solo para eso -espetó Luke.
– Sí, tenían la necesidad de reproducirse. Su labor era titánica. Requería que miles de ellos trabajaran durante cientos de años. Era nuestro deber proporcionarles los medios.
– Lo siento, padre, pero eso es una abominación. Obligaban a sus hermanas a convertirse en meretrices.
– ¡En meretrices no! -exclamó Félix. La emoción hizo que le subiera la presión dentro de la cabeza y que el ojo le palpitara con violencia-. ¡En siervas! ¡Estaban al servicio de un bien superior! ¡Es algo que los forasteros no pueden entender! -Se apretó la sien con la mano, dolorido.
Luke, temeroso de que el anciano muriese delante de él, moderó el tono.
– ¿Qué ha sido de su obra?
– Había una Biblioteca inmensa, Luke; sin duda la mayor de toda la cristiandad. Ese día estuviste cerca, pero no llegaste a verla. Después de que huyerais, el abad Baldwin, de bendita memoria, ordenó que se cerrara la Biblioteca y que la capilla fuera arrasada por el fuego. Tengo la certeza de que la Biblioteca quedó reducida a cenizas.
– ¿Por qué se tomaron esas medidas, padre?
– Baldwin creía que el hombre no estaba preparado para las revelaciones de la Biblioteca. Y sospecho que te tenía miedo, Luke.
– ¿A mí?
– Temía que revelaras los secretos, que llegaran otros, que los forasteros nos juzgaran, que hombres malintencionados explotaran la Biblioteca con fines perversos. Tomó una decisión, y yo la llevé a efecto. Yo mismo causé los incendios.
Luke vio su pergamino en la mesa del abad, enrollado y sujeto con una cinta.
– El pergamino que me llevé ese día… Os ruego que me expliquéis su significado, padre. Me tiene obsesionado.
– Luke, hijo mío, te contaré todo cuanto sé. Pronto moriré. Llevo una carga enorme sobre los hombros, pues soy el último hombre vivo que tiene conocimiento de la Biblioteca. He puesto por escrito esa información. Por favor, deja que me quite ese peso de encima entregándote el texto y que abuse de tu generosidad pidiéndote algo más.
Se acercó a su arcón y sacó el descomunal libro. Luke se apresuró a ayudarlo, pues el volumen parecía pesar demasiado para el anciano.
– Es el único que queda -dijo Félix-. A ti y a mí nos une otro vínculo, Luke. Tú no sabías por qué te llevaste el pergamino aquel día, y yo no sé por qué salvé este libro de las llamas. Tal vez a ambos nos guió una mano invisible. ¿Te llevarás tu pergamino y también este libro, que contiene una carta escrita por mí? ¿Dejarás que este viejo te traspase su carga?
– Cuando era joven, fuisteis amable conmigo y me acogisteis, padre. Haré lo que me pedís.
– Gracias.
– ¿Qué debo hacer con ello?
Félix alzó la vista hacia el techo de la lujosa estancia.
– Eso le corresponde a Dios decidirlo.
Capítulo 18
1344,
Londres
El barón Cantwell de Wroxall se despertó rascándose y pensando en botas. Al inspeccionarse los brazos y el abdomen encontró unas ronchas pequeñas, señal de que había compartido el colchón con chinches. ¡Por Dios santo! Era un privilegio, desde luego, estar en la corte, en calidad de invitado en el palacio de Westminster, pero sin duda no era deseo del rey que sus nobles fueran devorados vivos mientras dormían. Ya le ajustaría las cuentas al mayordomo.
Su habitación era pequeña pero por lo demás confortable. Tenía una cama, una silla, un arcón, una cómoda, velas y una alfombra para evitar el contacto con el suelo frío. Carecía de chimenea, por lo que a Charles no le habría gustado pasar allí una noche de invierno, pero en plena primavera resultaba agradable. En su juventud, antes de ganarse el favor real, cuando Charles visitaba Londres, se hospedaba en posadas, donde siempre, incluso en las más respetables, tenía que compartir cama con un desconocido. Aunque, por aquel entonces rara vez se acostaba en un estado de conciencia que no fuera de borrachera extrema, así que apenas le importaba. Ahora que era más viejo y había ascendido de rango, procuraba rodearse de las mayores comodidades. Hizo aguas menores en el orinal y se examinó el miembro en busca de llagas, precaución que tomaba siempre después de pasar la noche con meretrices. Aliviado, se puso a mirar por la vidriera. Entre los cristales verdosos alcanzaba a ver al norte la imponente curva del río Támesis. Un kogge de borda alta desplegaba las velas y navegaba hacia el estuario, cargado de mercancías. Bajo los aposentos reales, a la orilla del agua, un aguilucho lagunero se lanzaba en picado para cazar ratas y, río arriba, un trapero volcaba una carretilla de basura en el agua, a una distancia imprudentemente corta de Westminster Hall, donde el Consejo Real se reuniría al día siguiente. Aunque las vistas de la gran ciudad lo habían distraído momentáneamente, Charles devolvió la atención a sus pies, que parecían más ásperos y despellejados que de costumbre. Hoy tendría sus botas nuevas.
Con su peine de carey se alisó la barba puntiaguda, el largo bigote y el pelo, que le llegaba a los hombros, y después se puso a toda prisa sus bombachos y su camisa de lino, eligió su mejor par de calzas de lana verdes, se las enfundó hasta los muslos y las ató al cinto del pantalón. El jubón era un regalo de un primo francés, de un estilo que llamaban cotehardie, ajustado, forrado y azul, con botones de marfil. Pese a sus más de cuarenta años, seguía teniendo un cuerpo viril y en forma, y no dudaba en lucirlo. Como estaba en la corte, completó su atuendo con una túnica especialmente bonita, una desenfadada capa de brocado fino que le dejaba buena parte de las piernas al descubierto. A continuación, con desdén, se puso sus botas viejas haciendo una mueca de disgusto al verlas tan gastadas y deformadas.
Charles había alcanzado su posición gracias en parte a su linaje ilustre y en parte al sentido común. Había pruebas fiables de que la línea de sangre de los Cantwell se remontaba a la época del rey Juan sin Tierra, y de que sus antepasados habían tenido un papel secundario en las negociaciones con la Corona respecto a la Carta Magna. Sin embargo, la familia había formado parte de la nobleza venida a menos hasta que la fortuna les sonrió con el ascenso al trono de Eduardo III.
Edmund, el padre de Charles, había luchado junto a Eduardo II en la desafortunada campaña del rey inglés contra Roberto Bruce en Escocia y había resultado herido en la desastrosa batalla de Bannockburn. Si el desenlace hubiera sido más favorable para los ingleses, los Cantwell habrían podido prosperar en los años siguientes, pero desde luego Edmund no había desacreditado a la familia a los ojos de la Corona.