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Eduardo II no era en modo alguno un monarca popular, y sus súbditos permitieron a todos los efectos que su esposa francesa y su amante traidor, Roger Mortimer, lo destronaran. Edward, el hijo del rey, contaba solo catorce años cuando derrocaron a su padre. Aunque fue coronado como Eduardo III, se convirtió en un títere de Mortimer, el Regente, que no solo quería que el rey depuesto fuese encarcelado, sino también ejecutado. El asesinato de Eduardo en el castillo de Berkeley, en Gloucestershire, fue un asunto sórdido. Los esbirros de Mortimer se le acercaron cuando estaba en la cama, le colocaron encima un colchón pesado para inmovilizarlo, y a continuación le introdujeron un tubo de cobre por el recto a través del cual le metieron un atizador al rojo para quemarle los intestinos sin dejarle marcas visibles. De este modo, el crimen no podría probarse, y la muerte se atribuiría a causas naturales. Además, para el astuto Mortimer era el castigo apropiado para un rey de quien se rumoreaba que era un sodomita.

Poco antes de cumplir los dieciocho años, Eduardo, al enterarse de la espantosa muerte de su padre, planeó una venganza propia de un hijo. Los que se mantenían leales a su padre corrieron la voz de que el joven rey necesitaba personas que participasen en la conspiración. Algunos agentes del monarca se pusieron en contacto con Charles Cantwell, que accedió de buen grado a implicarse, no solo porque era leal al rey, sino también porque, como aventurero que había fracasado en diversos negocios, vio en ello una buena oportunidad de futuro. En octubre de 1330 se juntó con un pequeño grupo de valientes que, audazmente, se colaron por una entrada secreta en la fortaleza particular de Mortimer en el castillo de Nottingham, tomaron prisionera a la alimaña en su alcoba y, en nombre del rey, lo encarcelaron en la Torre de Londres para que se enfrentase a su macabro destino.

En señal de gratitud, Eduardo III, nombró barón a Charles y le concedió una renta real suculenta, así como terrenos en Wroxall, donde Charles comenzó de inmediato a hacer mejoras en su finca y a construir una buena casa de madera cuya magnificencia estuviera a la altura de su nombre, Cantwell Hall.

El caballerizo mayor tenía lista y ensillada la montura de Charles. Este partió al trote, por la margen norte del río, disfrutando de la templada brisa lo máximo posible antes de internarse en las callejuelas fétidas y estrechas de la ciudad de artesanos. Al cabo de una media hora, estaba cabalgando por la calle Thames, una vía relativamente amplia y despejada que discurría próxima al río, al oeste de la catedral de San Pablo, y donde le resultó fácil sortear carretillas, caballos y viandantes.

Al pie de la colina de Garrick, espoleó a su cabalgadura para que se dirigiese hacia el norte por un camino serpenteante y claustrofóbico, donde sintió la necesidad imperiosa de taparse la nariz con un pañuelo. La calle Cordwainers estaba flanqueada por dos canales de aguas negras, pero el hedor de los residuos humanos no era la peor agresión contra los sentidos de Charles. A diferencia de los zapateros, que fabricaban calzado barato con piel usada y se ganaban la vida a duras penas haciendo remiendos, sus colegas mejor valorados, los maestros de obra prima, necesitaban piel nueva para confeccionar sus botas. Por eso, esta zona de las afueras de la ciudad albergaba también mataderos y curtidurías, cuyas calderas, en las que se hervía el cuero, la lana y la piel de borrego, despedían unos olores fétidos.

Su buen humor de la mañana se había esfumado por completo cuando Charles desmontó tras haber llegado a su destino, un pequeño taller señalado con un letrero colgante de hierro forjado en forma de bota. Ató el caballo a un poste y, empapándose los pies en un charco, se dirigió al taller de dos plantas encajonado entre otras estructuras similares que formaban una larga fila de edificios gremiales.

De inmediato se olió que algo no iba bien. Mientras que los zapateros y otros maestros de obra prima de ambos lados de la calle tenían las puertas y ventanas abiertas en señal de prosperidad, este taller estaba cerrado a cal y canto. Charles refunfuñó entre dientes y aporreó la puerta con la mano. Como no obtuvo respuesta, golpeó de nuevo, más fuerte todavía; se disponía a emprenderla a patadas contra la condenada puerta cuando esta se abrió despacio, y una mujer asomó la cabeza, cubierta con un velo.

– ¿Por qué habéis cerrado? -exigió saber Charles.

La mujer era delgada como una niña, pero estaba demacrada como una anciana. Charles la había visto anteriormente en el taller, y aunque estaba avejentada, le había parecido que debió de ser toda una preciosidad en su juventud. Pero esa belleza se había difuminado, erosionada por las preocupaciones y el trabajo duro.

– Mi marido está enfermo, señor.

– Lo siento mucho, señora, créame, pero he venido a recoger mis botas nuevas.

Ella se quedó mirándolo, sin comprender.

– ¿Es que no me has oído, mujer? ¡Vengo a por mis botas!

– No hay botas, señor.

– Pero ¿qué dices? ¿Acaso no sabes quién soy yo?

A la mujer le temblaba el labio.

– Sois el barón de Wroxall, señor.

– Exacto. Entonces sabrás que vine hace seis semanas. Tu marido Luke, el maestro de obra prima, hizo unas hormas de madera de mis pies. ¡Le pagué la mitad por adelantado, mujer!

– Ha estado enfermo.

– ¡Déjame entrar! -Charles se abrió paso hacia el interior y echó un vistazo a la reducida habitación. Hacía las veces de taller, cocina y vivienda. A un lado había un hogar para cocinar, utensilios, una mesa y sillas, y al otro, un banco de artesano, sobre el que se amontonaban varias herramientas y unas pocas pieles de oveja curtidas. En un estante colgado en la pared, encima del banco, había docenas de moldes de madera. Charles fijó la vista en una horma que llevaba grabada la palabra «Wroxal».

– ¡Esos son mis pies! -exclamó-. ¿Dónde están mis botas?

Se oyó una voz procedente de la planta superior.

– ¿Elizabeth? ¿Quién está ahí?

– No pudo empezar a hacerlas, señor -insistió ella-. Cayó enfermo.

– ¿Está arriba? -preguntó Charles, alarmado-. No habrá peste negra en esta casa, ¿verdad, señora?

– Oh, no, señor. Tiene la tisis.

– Entonces subiré a hablar con él.

– Por favor, no lo hagáis, señor. Está demasiado débil, eso podría matarlo.

En los últimos años, Charles había perdido la costumbre de no salirse con la suya. A los barones se los trataba como a… barones, y tanto los siervos como la pequeña nobleza les consentían todos sus caprichos. Se quedó inmóvil, en una postura agresiva, con los brazos enjarras y sacando mentón.

– Así que no hay botas -dijo al fin.

– No, señor. -La mujer luchaba por contener el llanto.

– Os pagué medio noble por adelantado -dijo con frialdad-. Devuélveme el dinero. Con intereses. Me conformo con cuatro chelines.

Entonces brotaron las lágrimas.

– No tenemos dinero, señor. No ha estado en condiciones de trabajar. He empezado a intercambiar con otros miembros del gremio su provisión de pieles por comida.

– ¡De modo que no hay botas ni tampoco dinero! ¿Qué me propones que haga, mujer?

– No lo sé, señor.

– Por lo visto, tu marido pasará sus últimos días en prisión a discreción de Su Majestad, y tú también conocerás el interior de una celda para morosos. Cuando vuelvas a verme, iré acompañado del alguacil.

Elizabeth se puso de rodillas y se abrazó a sus pantorrillas enfundadas en las calzas.

– No, por favor, señor. Tiene que haber otra solución -sollozó-. Llevaos sus herramientas o lo que os plazca.

– Elizabeth -la llamó de nuevo Luke con voz débil.