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– Todo va bien, querido -le respondió ella.

Aunque mandar a esos ladrones a la cárcel habría complacido a Charles, sabía que sería más útil pasar el resto de la mañana en el taller de otro maestro de obra prima que recorriendo la hedionda ciudad en busca del alguacil. Sin abrir la boca, se acercó al banco de trabajo e inspeccionó la colección de tenazas, punzones, agujas, mazos y cuchillos que había encima. Soltó un resoplido. ¿De qué le serviría todo aquello? Cogió una cuchilla semicircular.

– ¿Esto qué es? -preguntó.

Ella seguía arrodillada.

– Es un trinchete, un cuchillo de zapatero.

– ¿Qué iba a hacer yo con esto al cinto? -comentó él, con sorna-. ¿Cortarle la nariz a alguien? -Revolvió un poco más la mesa y concluyó-: Esto es basura para mí. ¿No tenéis nada de valor aquí?

– Somos pobres, señor. Por favor, llevaos las herramientas y marchaos en paz.

Charles empezó a caminar de un lado a otro, paseando la mirada por la pequeña habitación en busca de algo que lo satisficiera lo suficiente para no denunciarlos. Sus posesiones eran muy escasas, y similares a las que sus criados tenían en sus miserables casas.

Sus ojos se posaron en un arcón que estaba cerca de la chimenea. Sin pedir permiso, lo abrió. Dentro había abrigos de invierno, vestidos y cosas por el estilo. Charles metió las manos y, por debajo de la ropa, notó algo duro y plano. Al apartar las prendas, vio la tapa de un libro.

– ¿Tenéis una Biblia? -exclamó. Los libros eran artículos escasos y caros. Nunca había conocido a un campesino o artesano que poseyera uno.

Elizabeth se santiguó y movió los labios como si rezara en voz baja.

– No, señor, no es una Biblia.

Charles extrajo el pesado libro del cofre y lo examinó. Desconcertado por la fecha grabada en el lomo, 1527, lo abrió. Un fajo de pergaminos sueltos cayó al suelo. Los recogió y echó una ojeada rápida al texto en latín. Vio el nombre Félix en la hoja superior y dejó el fajo a un lado. Acto seguido, inspeccionó las páginas del libro y recorrió con los ojos la aparentemente interminable lista de nombres y fechas.

– ¿Qué es este libro, señora?

El miedo secó las lágrimas de Elizabeth.

– Es de un monasterio, señor. El abad se lo dio a mi marido. No sé qué es.

Lo cierto es que Luke nunca le había hablado del libro. Cuando regresó a Londres de Vectis años atrás, lo guardó en el arcón sin decir una palabra, y allí se quedó. Él se cuidaba mucho de no decirle nada que le recordara Vectis. En su casa jamás se mencionaba este nombre. Sin embargo, ella intuía que el libro era maligno, y hacía la señal de la cruz cada vez que tenía que abrir el arcón por algo.

Charles pasó una página tras otra, cada una relativa al año 1527.

– ¿Se trata de algún tipo de brujería? -inquirió Charles.

– ¡No, señor! -Y esforzándose por mostrar convicción, añadió-: Es un libro sagrado de los buenos monjes de la abadía de Vectis. Fue un obsequio para mi esposo, que conoció al abad en su juventud.

Charles se encogió de hombros. Sin duda el libro valdría algo, tal vez más de cuatro chelines. Su hermano, más diestro con la pluma que con la espada, sabría calcular su valor. Cuando regresara a Cantwell Hall, le pediría su opinión.

– Me llevaré el libro como compensación, pero estoy muy descontento con nuestro trato, señora. Quería estrenar botas para el Consejo Real, y lo único que me he llevado es una decepción.

Ella guardó silencio mientras el barón colocaba de nuevo los pergaminos sueltos dentro del libro y salía a la calle dando grandes zancadas. Metió el libro en su alforja, montó y partió en busca de otro zapatero.

Elizabeth subió la escalera y entró en el diminuto dormitorio donde Luke yacía febril y consumido. Su hombre sano y robusto, el que le había salvado la vida, había desaparecido y en su lugar había quedado ese cascarón viejo y marchito. Su vida se estaba apagando. El cuartucho olía a muerte. Tenía la pechera de la camisa manchada de sangre seca y marrón, esputos y algunas gotas más recientes, de un color rojo intenso. Ella le levantó la cabeza para que tomase un sorbo de cerveza.

– ¿Quién era? -preguntó él.

– El barón de Wroxall.

Los ojos llorosos de Luke se abrieron como platos.

– No llegué a hacerle sus botas. -Le dio un ataque de tos muy fuerte, y ella tuvo que esperar a que se le pasara.

– Se ha ido ya. Todo se ha solucionado.

– ¿Cómo lo has resarcido? Me pagó por adelantado.

– Todo ha salido bien.

– ¿Le has dado mis herramientas? -preguntó él, con tristeza.

– No. Eso no.

– Entonces, ¿qué?

Elizabeth tomó la mano laxa de su marido entre las suyas y lo miró a los ojos con ternura. Por unos instantes, ambos volvían a ser dos jóvenes inocentes, solos contra las fuerzas arrolladoras y crueles de un mundo desquiciado. Hacía ya muchos años, él se había aventurado a salvarla, como un caballero andante, y la había rescatado de esa cripta pestilente y de su terrible destino. Ella se había pasado el resto de la vida intentando pagárselo dándole un hijo, pero por desgracia había fracasado. Tal vez, de una forma modesta, ese día lo había salvado al echarle un hueso al lobo hambriento. Su amado Luke podría seguir durmiendo en su lecho.

– El libro -dijo ella-. Le he dado el libro.

Él parpadeó con incredulidad antes de volverse despacio hacia la pared y prorrumpir en sollozos.

Capítulo 19

En el instante en que Will despertó, reconoció el desagradable síndrome de los viejos tiempos; sentía que tenía la cabeza llena de pesos de plomo, la boca como si se la hubieran secado con una esponja y el cuerpo atenazado por mialgias como las de la gripe.

Tenía una resaca de aúpa.

Maldijo su debilidad y, al ver la botella llena hasta un cuarto junto a él, en la cama, ahí tirada como una mujer de mala vida, le preguntó con rabia: «¿Qué narices haces tú aquí?». Sintió el impulso de vaciarla en el lavabo, pero no era de su propiedad, ¿o sí? La tapó con una almohada para no tener que verla.

Se acordaba de todo, por supuesto; no podría justificarse con la penosa excusa de que había perdido el conocimiento. Había engañado a sus ex esposas, había engañado a sus novias y había engañado a las mujeres con las que las engañaba, pero nunca había engañado a Nancy. Se alegraba de estar hecho una mierda; se lo merecía.

El mensaje de texto de Nancy seguía allí, en su móvil, sin responder. Después de salir del baño, tras enjuagarse la boca a conciencia con pasta de dientes mentolada para quitarse el sabor a resaca, aprovechó la única raya de cobertura que tenía para telefonearla. En Nueva York era temprano, pero Will sabía que ella estaría levantada, dándole de comer a Phillip o preparándose para ir a trabajar.

– Hola -contestó ella-. Me estás llamando.

– Pareces sorprendida.

– No respondiste a mi SMS. «La distancia es el olvido», pensé.

– Para nada. ¿Qué tal todo?

– Los dos bien. Philly tiene un apetito voraz.

– Eso es bueno. -Su voz sonó vacilante.

– ¿Te encuentras bien? -preguntó Nancy.

– Sí, estoy bien.

– ¿Cómo van tus asuntos?

– Estoy en una vieja y enorme mansión de campo. Me siento como en una novela de Agatha Christie. Pero la gente aquí es… muy amable y me ayuda mucho. He hecho un descubrimiento importante, pero dudo que quieras saber nada del tema.

Ella guardó silencio unos instantes.

– No me hacía mucha gracia -dijo al fin-, pero lo he superado. Me he dado cuenta de algo.

– ¿De qué?

– De que esto de la vida hogareña es muy duro para ti. Te sientes encarcelado. Cuando se presenta una aventura, es lógico que estés ansioso por aprovechar la oportunidad.

A Will empezaron a escocerle los ojos.

– Te estoy escuchando.

– Y eso no es todo. Deberíamos empezar a pensar en mudarnos más pronto que tarde. Tienes que salir de la ciudad. Les plantearé a los de recursos humanos la posibilidad de un traslado.