El sentimiento de culpa era insoportable.
– No sé qué decir…
– No digas nada. Háblame de ese descubrimiento.
– Tal vez por teléfono no debería.
La voz de Nancy volvió a teñirse de preocupación.
– Creía que habías dicho que no corrías peligro.
– Claro que no, pero los viejos hábitos… Pronto te lo contaré en persona.
– ¿Cuándo volverás a casa?
– No he terminado todavía, tal vez dentro de un par de días. Lo antes que pueda. Ya tenemos la primera pista. Nos faltan tres.
– La llama de Prometeo.
– Era ingenioso para los enigmas, el amigo Shakespeare. Se refería a un candelero grande y viejo.
– ¡Ja! ¿Ahora toca el viento en Flandes?
– Sí.
– ¿Tienes alguna idea?
– No. ¿Y tú?
– Pensaré en ello. Vuelve pronto.
A altas horas de la noche, en Las Vegas, Malcolm Frazier dormía junto a su esposa cuando la vibración y el timbre de su móvil lo despertaron. Era uno de sus hombres, que llamaba desde el centro de operaciones de Área 51; se disculpó de forma maquinal por molestarlo.
– ¿Qué hay de nuevo? -preguntó Frazier, girándose para poner los pies en el suelo.
– Acabamos de intervenir una comunicación telefónica entre el móvil de Piper y el de su esposa.
– Pónmela -ordenó Frazier.
Salió arrastrando los pies del dormitorio principal, pasó junto a las habitaciones de los niños y se dejó caer en el sofá del salón mientras la grabación empezaba a reproducirse.
Después de escucharla, pidió que lo comunicaran con DeCorso.
– ¡Jefe! ¿Qué haces despierto a las dos de la madrugada?
– Mi trabajo. ¿Y tú dónde estás?
Estaba sentado en su coche de alquiler, en el arcén, desde donde podía vigilar el camino a Cantwell Hall. Nadie llegaba o se marchaba de allí sin que él lo viera. Acababa de quitarle el celofán a un sándwich de pollo y su teléfono móvil quedó manchado de mayonesa.
– Haciendo mi trabajo también.
– ¿Le has visto el pelo?
– Aparte de anoche, cuando se tiró a la nieta, no.
– Qué ruin -murmuró Frazier.
– ¿Disculpa?
Frazier no se molestó en responder. No era un diccionario.
– Curiosamente, acaba de llamar a su mujer, pero no para confesar. Le ha dicho que había hecho un «descubrimiento importante» y que aún no había terminado. Dice que le quedan tres pistas por encontrar. Habla como si estuviera participando en un maldito concurso. Bueno, ya estás informado.
– La comida de aquí es una mierda, pero sobreviviré.
– Lo sé -dijo Frazier con conocimiento de causa, y acto seguido añadió-: Intenta pasar inadvertido. La CIA ha prometido al SIS que averiguará qué le ocurrió a Cottle, y nuestros enlaces en la CIA nos están haciendo preguntas, pero solo para cumplir. Todos los de nuestro bando quieren que el asunto se olvide. Los que me preocupan son los otros.
A Frazier le costó conciliar el sueño otra vez. Repasó mentalmente su estrategia, intentando no volverse loco al pensar en todas las posibles jugadas. Había decidido dejar tranquilo a Spence hasta que Piper terminara lo que fuera que había ido a hacer a Inglaterra. Por el momento, todo iba bien. Daba la impresión de que Piper se traía algo entre manos. «Que haga él el trabajo -pensó Frazier-. Entonces le echaremos el guante y recogeremos los frutos.» Siempre podrían pillar a Spence y apoderarse del libro más tarde. No les costaría encontrarlo. Frazier había puesto bajo vigilancia su casa en Las Vegas y suponía que el tipo aparecería antes de su fecha de fallecimiento. Spence era hombre muerto. El tiempo no corría a su favor.
Cuando el ama de llaves depositó una fuente con pan frito en la mesa, Will se quedó mirándola con recelo. Isabelle se rió y lo animó a ser más abierto de mente. Él dio un mordisco crujiente.
– No lo entiendo -dijo-. ¿Por qué estropear una buena tostada de esta manera?
En rápida sucesión, le sirvieron huevos fritos, champiñones y beicon, y Will, por cortesía, hizo un esfuerzo por comérselo todo. La resaca se lo estaba poniendo todo muy difícil, incluso respirar.
Isabelle, en cambio, estaba relajada y parlanchina, como si nada hubiera pasado. El no tenía ningún inconveniente; se prestaría al juego, el autoengaño o lo que fuera aquello. A lo mejor él no lo sabía y así era como se relacionaban ahora los jóvenes. Si les apetecía lo hacían y luego se olvidaban, sin darle mayor importancia. Parecía una forma razonable de ir por la vida. Tal vez él había nacido una generación antes de su tiempo.
Estaban solos. Lord Cantwell no había dado señales de vida todavía.
– Esta mañana he estado documentándome sobre los molinos flamencos -dijo ella.
– Qué diligente.
– Bueno, como tú ibas a pasarte toda la mañana durmiendo, alguien tenía que ponerse a trabajar -repuso con descaro.
– En fin, ¿dónde está la siguiente pista?
– Nos hemos salido.
– ¿Cómo?
– ¡De la pista! ¡Su cerebro sigue dormido, señor Piper!
– He tenido una noche movidita.
– ¿De veras?
Will no quería adentrarse en ese terreno.
– ¿Los molinos de viento? -preguntó.
Ella había impreso unas páginas de un sitio web.
– ¿Sabías que el primer molino de viento se construyó en Flandes en el siglo XIII? ¿Y que, en su momento de mayor difusión, en el siglo XVIII, llegó a haber miles de ellos? ¿Y que hoy en día quedan menos de doscientos en toda Bélgica, y solo sesenta y cinco en Flandes? ¿Y que el último molino de viento flamenco que funcionaba dejó de utilizarse en 1914? -Levantó la vista y le sonrió con dulzura.
– Nada de eso es útil -dijo él y tomó otro trago de café.
– No, no lo es -admitió ella-, pero me ha puesto en marcha el cerebro. Tenemos que buscar a conciencia un objeto artístico, una imagen, un cuadro, cualquier cosa en que aparezca un molino. Ya sabemos que no es un libro lo que nos interesa.
– Bien. Estás lanzada. Me alegro de que al menos uno de los dos lo esté.
Se la veía entusiasmada y nerviosa, como un potrillo ansioso por dar una galopada matinal.
– Ayer fue uno de los días más estimulantes que he vivido, Will. Fue increíble.
Él la miró a través de la bruma de su malestar.
– ¡Mentalmente estimulante! -precisó ella, exasperada, pero, en un susurro apenas audible entre los ruidos que hacía el ama de llaves al limpiar, añadió-:Y físicamente también.
– Recuerda -le dijo él, con toda la gravedad de que fue capaz- que no puedes divulgar nada de esto. Si lo haces, hay unas personas muy serias que te pararán los pies.
– ¿No crees que el resto del mundo debería saberlo? ¿Conocer la verdad no es un derecho universal? -Curvó los labios en una sonrisa radiante-. Por no mencionar que eso catapultaría mi carrera de forma espectacular.
– Por tu bien y por el mío, te ruego que no sigas por ahí. Si no me lo prometes, me marcharé hoy mismo, me llevaré el poema y nunca llegaremos al fondo de este asunto. -No bromeaba.
– De acuerdo -accedió ella, haciendo un mohín-. ¿Qué le digo al abuelo?
– Que la carta es interesante pero no arroja luz sobre el libro. Invéntate lo que sea. Algo me dice que tienes mucha imaginación.
Empezaron la jornada recorriendo la casa en busca de algo remotamente interesante. Will se llevó consigo otra taza de café para el camino, lo que a Isabelle le pareció muy típico de un estadounidense. La planta baja de Cantwell Hall era bastante intrincada. En el ala de la cocina, en la parte posterior de la casa, había una serie de despensas y habitaciones de servicio que no se utilizaban. El comedor, una habitación bien proporcionada que daba a la parte delantera, estaba entre la zona de la cocina y el vestíbulo. Will, que se había pasado todo el día anterior en el gran salón y la biblioteca, pudo ver esa mañana otra estancia grande y formal con vistas al jardín trasero, otro salón, que también llamaban «sala francesa» y que contenía una rancia colección de muebles y piezas ornamentales francesas del siglo XVIII. Daba la impresión de que apenas la usaban o entraban en ella. Además, Will descubrió que la gran sala carecía de ventanas porque su pared exterior ya no formaba parte de la fachada de la casa. En el siglo XVII se había construido una galería larga que comunicaba la casa con unas caballerizas que se habían reacondicionado hacía tiempo como salón de banquetes.