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Se accedía a la galería por una abertura de la sala que pasaba inadvertida. Era un pasillo de techo alto y paneles oscuros con numerosos cuadros y alguna que otra estatua de piedra o bronce. Desembocaba en una sala enorme y fría en la que no se había celebrado un banquete o baile desde al menos hacía medio siglo. A Will se le cayó el alma a los pies cuando entró. El sitio estaba repleto de cajas de embalar, pilas de muebles y baratijas tapadas con sábanas.

– El abuelo llama a esto su cuenta corriente -le dijo Isabelle-. Son cosas de las que ha decidido desprenderse para poder pagar las facturas durante un par de años más.

– ¿Puede ser que algunos de estos trastos daten del siglo XVI?

– Es posible.

Will sacudió su dolorida cabeza y soltó una palabrota.

La sala de banquetes estaba unida por medio de un corredor corto a la capilla, una reducida iglesia de piedra, el lugar de culto particular de los Cantwell, con cinco filas de bancos y un pequeño altar de piedra caliza. Era un lugar sencillo y tranquilo, con el Cristo crucificado contemplando desde arriba los bancos vacíos moteados por el sol que se colaba por las vidrieras de colores.

– No se usa mucho -dijo Isabelle-, aunque el abuelo quiere que la familia celebre aquí una misa privada para él cuando le llegue la hora.

Will señaló hacia arriba.

– ¿Es esta la torre que veo desde mi habitación? -preguntó Will.

– Sí, ven y echa un vistazo.

Isabelle lo guió al exterior. La hierba, espesa y húmeda, relucía al sol. Se alejaron por el jardín justo lo suficiente para abarcar con la vista la capilla de piedra. Al verla, a Will casi le dieron ganas de reír. Era un edificio pequeño y curioso, una rareza de arquitectura claramente gótica, con dos torres rectangulares en la fachada principal y, en el centro, sobre una nave y un crucero cuadrangulares, una aguja puntiaguda y alta que semejaba una lanza apuntando al aire.

– ¿La reconoces? -preguntó ella.

Will se encogió de hombros.

– Es una réplica en miniatura de la catedral de Notre-Dame de París. Edgar Cantwell la mandó construir en el siglo XVI. Supongo que la de verdad lo dejó impresionado.

– Tienes una familia interesante -comentó él-. Seguro que los Piper limpiaban la mierda de los zapatos de los Cantwell.

Para Will, lo único positivo de las horas que siguieron fue que la resaca se le pasó poco a poco. Dedicaron la mañana a registrar la sala de banquetes, centrándose en Flandes y el viento, pero teniendo también presentes las otras pistas -el nombre de un profeta, un hijo que cometió un pecado-, por vagas que fuesen. A la hora del almuerzo, se le había abierto el apetito.

El viejo, que ya se había levantado, comió unos sandwiches con ellos. Como la memoria le fallaba un poco, a Isabelle le resultó fácil eludir el tema de la carta de Vectis. Sin embargo, Cantwell seguía muy interesado en el supuesto poema de Shakespeare pues, al parecer, los problemas económicos eran su principal preocupación.

Volvió a acosar a Will con preguntas sobre sus intenciones hasta que quedó convencido de que si la investigación daba frutos, la carta sería suya. Animó a su nieta a prestarle toda la ayuda posible y lanzó una perorata sobre las casas de subastas y sobre su decisión de conceder a los de Pierce & Whyte la oportunidad de sacar tajada, dado el éxito de su última subasta, aunque Sotheby's o Christie s supieran encargarse mejor de un artículo tan importante. A continuación, se excusó para ir a leer su correspondencia.

Antes de regresar al salón de banquetes, aprovecharon que lord Cantwell estaba atareado en la planta baja para subir a hurtadillas y echar una ojeada en su dormitorio. Isabelle no recordaba si había algo de interés allí arriba, pues hacía años que no entraba, pero era una de las habitaciones más antiguas de la casa, de modo que no podían pasarla por alto. La cama estaba sin hacer y despedía un fuerte olor a incontinencia sobre el que no hicieron ningún comentario. Los pocos cuadros que había eran retratos, y ni en los jarrones, ni en los relojes ni en los pequeños tapices había dibujos de molinos. Se batieron en retirada a toda prisa hasta el salón de banquetes, donde se afanaron durante las primeras horas de la tarde, haciendo palanca para abrir cajas y examinando docenas de pinturas y artículos decorativos.

Hacia el anochecer, habían explorado el comedor y la sala francesa, y le estaban dando otro repaso a la biblioteca y al gran salón, cada vez más desanimados.

Al final, Isabelle suplicó que hicieran una pausa para tomar el té. Como el ama de llaves había ido a comprar, Isabelle se dirigió a la cocina mientras Will se quedaba a encender la lumbre. Esa tarea despertó su instinto de boy scout, y comenzó a reordenar diligentemente los ladrillos de la chimenea y a construir una plataforma de leños que optimizara la circulación del aire y evitara que la habitación se llenase de humo. Cuando terminó, colocó los troncos con cuidado, encendió la estructura con un fósforo de madera y se sentó a admirar su trabajo.

El fuego prendió rápidamente, y las llamas se elevaron hacia la bóveda. Escapaban menos volutas que antes. El viejo monitor de boy scouts de Panama City habría estado orgulloso de Will, más que su desalmado padre, que solía atizarlo verbalmente por casi todos sus logros o la falta de ellos.

La melancolía empezaba a apoderarse de él. Estaba cansado y desilusionado por estar recayendo en sus viejos vicios. La botella de whisky seguía arriba, en su habitación. Dejó vagar la mirada a la vez que sus pensamientos. Uno de los azulejos de Delft azules y blancos que revestían la chimenea le llamó la atención. Era una escena encantadora de una madre que caminaba por un campo con un fajo de ramitas bajo un brazo y su hijo pequeño en el otro. Se la veía completamente feliz. Seguro que no estaba casada con un cabronazo como él, pensó.

Entonces la vista se le fue hacia el azulejo que estaba debajo. Se quedó paralizado por un momento y acto seguido se levantó de un salto. Cuando Isabelle reapareció con un servicio de té en una bandeja, se lo encontró frente a la chimenea, examinándola con atención.

– Fíjate -le dijo Will.

Ella dejó la bandeja y se acercó.

– ¡Oh, Dios mío! -exclamó-.Y lo temamos justo delante de nuestras narices. Ayer mismo le estaba dando golpecitos.

A la orilla de un tortuoso río de la campiña se alzaba un pequeño molino, delicadamente pintado en azul y blanco. El artista había sido lo bastante hábil para hacer que las aspas del molino parecieran a punto de girar impulsadas por una brisa que bajaba por el valle, pues, a lo lejos, los pájaros inclinaban las alas, arrastrados por una racha de viento invisible.

El té se enfrió.

Después de asegurarse de que su abuelo estuviera arriba echando la siesta, Isabelle sacó la caja de herramientas del armario de la sala y dejó que Will escogiera los utensilios que iba a usar.

– Por favor, no lo rompas -le rogó.

Él le prometió que tendría cuidado, pero no le garantizó nada. Eligió el destornillador plano más pequeño y fino, y un martillo ligero. Entonces, conteniendo la respiración, comenzó a cincelar la lechada lisa y dura con golpecitos suaves.

Era un trabajo lento y minucioso, pero como la lechada era más blanda que el azulejo, cedió gradualmente al acero. Cuando terminó con la primera junta vertical, continuó con la horizontal superior. Media hora después, las dos horizontales estaban libres de lechada. Como estaba trabajando tan cerca del fuego que había encendido, estaba bañado en sudor y tenía la camisa empapada. Suponía que podría desprender el azulejo golpeando por debajo y haciendo palanca con el destornillador sin tener que labrar la última junta. Isabelle, que estaba prácticamente apoyada contra su espalda, observando todos sus movimientos, dio su aprobación, nerviosa.