Выбрать главу

Bastaron tres golpecitos oblicuos con el destornillador para que el azulejo se separase del panel unos satisfactorios tres milímetros. Gracias a Dios, estaba entero. Will dejó las herramientas y, con las manos, comenzó a mover muy ligeramente el azulejo hacia arriba y hacia abajo, y luego hacia los lados.

Se desprendió del todo, intacto.

Al instante vieron un tapón redondo de madera en el centro del cuadrado que había quedado expuesto.

– Por eso ayer sonó igual que los demás cuando le di unos golpecitos -dijo ella.

Con la punta del destornillador, Will hizo fuerza bajo el tapón para sacarlo. Dejó al descubierto un agujero profundo de poco más de dos centímetros de diámetro en la madera.

– Necesito una linterna -dijo Will, apremiante.

Había una de bolsillo en la caja de herramientas. Will iluminó el agujero y cogió unos alicates de punta fina.

– ¿Qué ves? -preguntó ella con impaciencia.

Will apretó algo con los alicates y lo sacó del agujero.

– Esto.

Era una hoja de pergamino enrollada en un cilindro.

– ¡A ver! -pidió Isabelle, casi gritando.

Él dejó que lo desenrollara y se quedó de pie tras ella mientras se dejaba caer en una silla.

– Está en francés -dijo Isabelle.

– ¿Estamos jodidos?

– Claro que no -replicó ella con desdén-. Leo bastante bien el francés, gracias.

– Como ya he dicho antes, me alegro de que estés aquí.

– Cuesta un poco descifrarlo; la letra es horrible. Está dirigida a Edgar Cantwell. ¡Y fechada en 1530! ¡Dios santo, Will, mira quién es el autor! Está firmada por Jean Cauvin.

– ¿Y ese quién es?

– ¡Juan Calvino! El padre del calvinismo, la predestinación y todo eso. ¡Nada menos que el teólogo más brillante del siglo XVI! -Recorrió la hoja con la mirada-.Y hay algo más, Wilclass="underline" ¡habla de nuestro libro!

Capítulo 20

1527,

Wroxall

Una nevada de mediados de invierno había cubierto el bosque y los campos que rodeaban Cantwell Hall de un manto blanco propicio para una buena jornada de cacería. El jabalí que la partida de Thomas Cantwell llevaba siguiendo toda la mañana era un animal rápido y fuerte, pero estaba perdido y a punto de acabar asado, pues sus huellas resultaban bien visibles en la nieve, y los perros de caza no se distraían con los olores habituales de la tierra.

El momento en que por fin lo abatieron fue lo bastante emocionante para rememorarlo al calor del fuego durante el resto de la temporada. Cuando el sol estaba en su punto más alto, y su resplandor en la nieve cegaba a los jinetes, los galgos por fin acorralaron al jabalí en un matorral de zarzas impenetrable. La bestia embistió e hirió con los colmillos a uno de los perros, pero a su vez fue mordido en los cuartos traseros por otro. Les plantó cara sin amilanarse, gruñendo y jadeando, con las ancas goteando sangre. Los cazadores lo observaban todo desde sus caballos, colocados en un semicírculo a una distancia prudente de allí.

El barón se volvió en su silla hacia su hijo Edgar, un chico canijo de diecisiete años de cara delgada y angulosa.

– Remátalo, Edgar. Haz que me sienta orgulloso de ti.

– ¿Yo?

– ¡Sí, tú! -respondió el barón, irritado.

Su hermano William se adelantó sobre su montura hasta que se colocó al lado de su padre.

– ¿Por qué no yo, padre?

William era un año más joven que Edgar, pero en muchos aspectos parecía mayor. Era de complexión más fuerte, tenía el mentón más cuadrado y ojos de cazador, inyectados en sangre.

– ¡Porque lo digo yo! -masculló el barón.

William crispó el rostro, furioso, pero se mordió la lengua.

Edgar miró en torno a sí a sus primos y tíos, que le gritaban palabras de aliento y le hacían alguna que otra broma sin mala intención. Hinchó el pecho y, al desmontar, uno de los criados le entregó el tokke. Era una lanza larga especialmente fabricada para la caza del jabalí, con una barra horizontal detrás de la punta para evitar que se clavara demasiado. Si se manejaba de forma correcta, podía atravesar el corazón y extraerse de la correosa piel con facilidad.

Edgar asió el tokke con ambas manos y avanzó despacio sobre la nieve. El jabalí, asustado, al verlo acercarse, se puso a gruñir y a chillar, lo que a su vez motivó que los perros rompiesen a aullar de forma estridente y febril. A Edgar se le hizo un nudo en la garganta cuando llegó a poca distancia del grupo de animales. Nunca antes se le había concedido semejante honor. Estaba ansioso por hacer las cosas bien y no mostrar temor. En cuanto se presentase la ocasión, se lanzaría a la carga y aprovecharía su altura para golpear al animal por encima del lomo de los perros. Vaciló unos momentos y miró hacia atrás. Su padre, impaciente, le hizo señas de que acabara de una vez con eso.

En el instante en que reunió el valor suficiente para atacar, el jabalí, desesperado, decidió arrancar a correr hacia delante para intentar escabullirse entre los perros. Uno de los galgos, presa del pánico, se levantó sobre sus patas traseras justo cuando Edgar se disponía a arrojar la lanza, por lo que tuvo que esperar. El jabalí se enzarzó con el perro en una violenta pelea que duró solo unos segundos antes de que el galgo quedase abierto en canal. Mientras los otros perros le lanzaban dentelladas a las ancas, el jabalí enfurecido se abalanzó hacia delante, apuntando directamente a la entrepierna de Edgar con los colmillos.

De forma instintiva, el muchacho retrocedió un paso, pero la bota se le hundió en la nieve. Perdió el equilibrio en el acto y cayó de espaldas, al tiempo que el mango de la lanza se clavaba en el suelo. Providencialmente, el jabalí, con un gruñido, saltó y se empaló por el tórax en la hoja del tokke a unos pocos palmos de donde habría convertido al joven Edgar en un eunuco. Con un alarido espantoso y sangrando a borbotones, el jabalí murió justo entre las piernas inmóviles del chico.

Edgar seguía temblando a causa del frío y de su experiencia traumática cuando la partida de caza se reunió de nuevo junto al ardiente fuego del gran salón. Los hombres hablaban a voces y soltaban sonoras carcajadas mientras devoraban grandes trozos de pastel regados con jarras de vino. El joven William participaba alegremente en las bromas, encantado con las penalidades de su hermano. Solo Edgar y su padre guardaban silencio. El barón, sentado en su enorme sillón, bebía malhumorado, y Edgar, apartado en un rincón, se remojaba el gaznate con vino dulce.

– ¿Vamos a comernos ese jabalí? -preguntó uno de los primos de Edgar.

– ¿Por qué no íbamos a hacerlo? -quiso saber otro.

– ¡Porque nunca me he comido una bestia que se ha suicidado!

Los hombres se rieron con tantas ganas que les saltaron las lágrimas, lo que no hizo más que poner más taciturno al barón. Su primogénito era una fuente de preocupaciones y disgustos. Daba la impresión de que no destacaba en nada importante. Era un alumno poco entusiasta a quien sus preceptores toleraban pero no alababan, su piedad y su atención a los rezos eran sospechosas, y sus aptitudes como cazador estaban en entredicho. Lo ocurrido ese día confirmaba las dudas de su padre. El chico había salido con vida de milagro. El barón era tristemente consciente de que las únicas actividades que Edgar dominaba eran las de beber e irse de putas.

Durante los doce días de Navidad, el barón había orado en la capilla familiar, había hecho un profundo examen de conciencia y había llegado a una decisión sobre el futuro del muchacho. Ahora estaba más convencido que nunca de que era acertada.