Edgar apuró su copa y llamó al criado para que se la llenase de nuevo. Al ver la expresión de amargura en el rostro de su padre, se echó a temblar una vez más.
Por la tarde, Edgar despertó de la siesta en su fría y oscura habitación en la planta superior de Cantwell Hall. Utilizó la única vela que no se había apagado para encender las otras y echó unos troncos pequeños sobre los rescoldos de la estrecha chimenea. Se puso una capa gruesa sobre el camisón y asomó la cabeza por la puerta. Al final del pasillo, Molly, la doncella, estaba en su puesto, sentada en un banco junto a la alcoba de lady Cantwell, esperando sus órdenes. Era una joven de baja estatura y busto turgente, casi un año más joven que Edgar, y llevaba el pelo negro embutido en una cofia de lino. Había estado atenta por si él aparecía, y le sonrió con timidez.
Edgar le hizo señas con un dedo para que se acercara, y ella se levantó cautelosamente y avanzó despacio hacia él. Sin decir una palabra, entró tras él en su habitación, siguiendo la rutina que tenía tan bien aprendida. Justo cuando la puerta iba a cerrarse a sus espaldas, William Cantwell salió de su dormitorio y alcanzó a ver cómo Molly penetraba a hurtadillas en la habitación. Hecho unas pascuas, bajó la escalera a toda velocidad, listo para hacer una de sus travesuras.
Edgar se tumbó en la cama y le dedicó una amplia sonrisa a la doncella.
– ¡Hola, Molly!
– Hola, milord.
– ¿Me has echado de menos?
– ¿No os vi ayer? -preguntó ella con dulzura.
– Eso fue hace tanto tiempo… -repuso él, enfurruñado, y dio unas palmadas en el lecho-. ¿Vendrás a verme otra vez?
– Tenemos que darnos prisa.-Soltó una risita-. Milady podría llamarme en cualquier momento.
– Tardaremos lo que tardemos, ni más ni menos. No se puede interferir en las leyes inmutables de la naturaleza.
Cuando la criada se sentó a los pies de la cama, él la agarró y la atrajo hacia sí. Acto seguido comenzaron a revolcarse de un lado a otro del lecho, manoseándose y haciéndose cosquillas el uno al otro hasta que ella soltó un fuerte «¡ay!» y se frotó la coronilla con el ceño fruncido.
– ¿Qué guardáis debajo de la almohada? -preguntó.
Apartó el cojín. Debajo había un libro grande y pesado con el número 1527 grabado en el lomo.
– ¡Deja eso! -exclamó Edgar.
– ¿Qué es?
– Es solo un libro, y no te incumbe en absoluto, moza.
– Entonces, ¿por qué lo tenéis escondido?
Edgar tendría que aplacar la viva curiosidad que había despertado en ella antes de seguir adelante con el asunto que los ocupaba.
– Mi padre no sabe que lo he sacado de su biblioteca. Es muy celoso de sus libros.
– ¿Por qué os interesa? -preguntó ella.
– ¿Te has fijado en la fecha, 1527? Cuando yo era niño, me intrigaba que un libro llevara inscrita una fecha futura. Me fascinaba. Mi padre siempre me decía que el libro encerraba un gran secreto y que cuando yo tuviera veintiún años, me mostraría una carta antigua que guarda en una caja sellada y que me lo revelaría todo. Me gustaba imaginar cómo sería yo en 1527, el año en que cumpliría los dieciocho. Pues bien, ese año ha llegado. Estamos en 1527, por si no lo sabías. El libro ha alcanzado la mayoría de edad, y yo también.
– ¿Es mágico, milord?
El volvió a ponerle la almohada encima y la asió de nuevo.
– Si tanto le interesa la magia a la pequeña Molly, tal vez quiera ver mi varita.
Edgar estaba demasiado absorto en sus actividades amatorias para oír que lo estaban llamando con insistencia para que bajase a cenar. En el momento más inoportuno, su padre abrió la puerta de golpe para encontrarse a su hijo con sus posaderas rosadas sobresaliendo de un lío de camisones remangados y la cara enterrada entre unos pechos generosos.
– ¿Qué demonios…? -gritó el barón-. ¡Deja de hacer eso de inmediato! -Se quedó mirando boquiabierto mientras los jóvenes amantes intentaban adecentarse deprisa y corriendo.
– Padre…
– ¡No hables! Aquí el único que habla soy yo. Tú, chiquilla, abandonarás ahora mismo esta casa.
Ella rompió a llorar.
– Por favor, excelencia, no tengo adónde ir.
– Eso no me concierne. Si dentro de una hora sigues en Cantwell Hall, te haré azotar. Y ahora, ¡fuera de aquí!
Ella salió corriendo de la habitación, con la ropa desarreglada.
– En cuanto a ti -dijo el barón a su acobardado hijo-, te veré en la mesa, donde se te informará de tu destino.
La mesa del gran salón, un largo tablero colocado sobre caballetes, estaba dispuesta para el banquete de la noche, y el numeroso clan de los Cantwell atacaba ruidosamente los primeros platos de la cena. El fuego abrasador y la aglomeración de cuerpos habían desterrado el frío de aquella noche de invierno. Thomas Cantwell estaba sentado en el centro, junto a su esposa. Aunque le preocupaban los devaneos de su hijo, tenía un hambre voraz, avivada por el ejercicio de la caza. Había engullido su sustancioso potaje de capón y estaba empezando a tomarse el caldo de jamón y puerros. Pronto servirían el jabalí asado, su plato favorito, así que había que dejar sitio.
La chachara cesó de repente cuando Edgar hizo su entrada, con la vista en el entarimado en vez de en los rostros de sus parientes o de los criados. Supuso que todos lo sabían; tendría que soportarlo. Sus primos jóvenes y burlones, sus tíos incluso, habían cometido los mismos deslices, pero esa noche él era el único a quien habían pillado con las manos en la masa.
Se sentó al lado de su padre y tomó unos tragos de una jarra de barro llena de vino.
– Te has perdido la bendición de la mesa, Edgar -lo reprendió su madre en voz baja.
Su hermano William, sentado junto a su madre, sonrió con malicia.
– Yo diría que ha tenido su propia bendición -susurró.
– ¡Silencio! -rugió el barón-. No vamos a hablar de esto en mi mesa.
El banquete prosiguió, entre conversaciones dispersas y apagadas. Uno de los hombres, que había estado en la corte hacía poco, preguntó a los demás qué opinaban de la petición del rey para que el Papa anulara su matrimonio con la reina Catalina. Los Cantwell, que admiraban mucho la piedad de la reina, no le tenían el menor aprecio a la ramera Bolena, pero, incluso entre familiares, tocar ese tema era peligroso. La influencia de Enrique se hacía sentir en cada parroquia. Thomas aseguró a su familia que se llegaría a un acuerdo. La idea de que se produjera un cisma con el Papa por esta cuestión era impensable.
Les llevaron el jabalí trinchado en una fuente de madera gigantesca, y ellos lo devoraron ávidamente con rebanadas de pan negro. Cuando dieron cuenta del plato principal, les sirvieron gachas con crema junto con higos secos, nueces y vino especiado. Al terminar, el barón se limpió las manos y la boca con el mantel que colgaba de la mesa, se aclaró la garganta y, cuando estuvo seguro de que su hijo le prestaba toda su atención, hizo el anuncio que tenía planeado.
– Como mis hermanos y mi buena esposa saben, no estoy satisfecho con tu educación, Edgar. -La áspera seriedad de su voz hizo que los demás comensales bajaran la vista.
– ¿No lo estás, padre?
– Esperaba mejores resultados. Tu tío Walter sacó mucho provecho de su educación en Oxford y ahora es, como bien sabes, un abogado de prestigio en esa ciudad. El grado de exigencia de Merton College, por otro lado, ha bajado mucho.
A Edgar empezó a temblarle el labio inferior.
– ¿En qué sentido, padre?
– ¿Tú te has visto? -bramó el barón-. ¿Qué otra prueba necesito? ¡Estás más versado en vino, meretrices y canciones que en griego, latín y la Biblia! No volverás a Oxford, Edgar. Continuarás tu formación en otro lugar.