Выбрать главу

Edgar pensó en sus amigos y en sus confortables aposentos en Merton. Había una taberna muy acogedora cerca del colegio universitario cuyo propietario iba a empobrecerse.

– ¿Dónde, padre?

– Irás al colegio de Montaigu, en la Universidad de París.

Edgar levantó la mirada, aterrado, y escrutó el rostro adusto de su primo Archibald. El monstruo taciturno, que se había pasado seis años allí, agasajaba a Edgar desde hacía tiempo con relatos sobre su austeridad y rigurosidad.

Su padre se levantó de la silla y, antes de salir de la gran sala dando grandes zancadas, declaró:

– ¡A fe que ese colegio te domará y te convertirá en un Cantwell decente y temeroso de Dios! ¡Prepárate para viajar a París, muchacho! Esa repugnante ciudad será tu hogar.

Archibald esbozó una sonrisa y se cebó en el desdichado joven.

– Solo hay tres cosas que debes saber de Montaigu, primito: la comida es mala, las camas son duras y los golpes también. Te recomiendo que disfrutes del vino que te estás tomando, pues el poco que consigas por allí estará bautizado.

Edgar se puso de pie, ayudándose con los brazos. No iba a permitir que sus infames parientes lo viesen llorar.

– Brindo por mi hermano, que está a punto de partir -dijo William, alegre por el vino de la cena que se le había subido a la cabeza-. Que las buenas damas de París respeten y honren su pureza y piedad recién halladas.

Capítulo 21

1527,

París

Edgar Cantwell Se despertó poco antes de las cuatro de la madrugada en un estado lamentable. Casi se alegraba de que el repique incesante de las campanas del colegio universitario lo hubiese arrancado de un sueño intranquilo. Nunca en su vida había pasado tanto frío. Había hielo en la parte interior de la ventana, y podía ver el vaho que salía de su boca cuando se desprendió de su fina manta para encender una vela. Aunque se había acostado completamente vestido, incluida la capa y los zapatos de piel suave, estaba aterido de filo. Con autocompasión, paseó la mirada por su diminuta habitación, tan austera como la celda de un monje, y se preguntó qué pensarían sus amigos de Merton si vieran la penosa situación en que se encontraba.

Montaigu estaba a la altura de su reputación como infierno en la tierra. Edgar pensó que habría sido mejor estar en prisión. Al menos allí no tendría que leer a Aristóteles en latín ni soportar latigazos cada vez que no fuese capaz de memorizar un pasaje.

La suya era una existencia deprimente, y solo la llevaba desde hacía unas semanas. El curso duraría hasta julio, lo que le parecía una eternidad.

La misión del colegio de Montaigu era preparar a los jóvenes para que fuesen sacerdotes o abogados eclesiásticos. Bajo el dominio absoluto del rector Tempête, un teólogo parisino conservador de la peor especie, Montaigu controlaba de forma estricta la vida moral de sus estudiantes. Los obligaba a hacer examen de conciencia en confesiones públicas de sus pecados y a denunciar la mala conducta de sus compañeros. Para mantenerlos en el debido estado de contrición, Tempête les imponía un ayuno constante, con alimentos de pésima calidad servidos en porciones exiguas, y en invierno los forzaba a soportar el frío sin protección. Luego estaban las palizas implacables a manos de los profesores despiadados y del propio Tempête, a su discreción.

Edgar tenía que levantarse a las cuatro para asistir al oficio matinal en la capilla antes de irse dando tumbos a su primera clase en un aula casi a oscuras. Las lecciones se impartían en francés, idioma que Edgar había aprendido en Oxford, pero ahora lo obligaban a emplearlo como lengua principal, lo que suponía un enorme esfuerzo para él. La misa se celebraba a las seis, seguida de un desayuno comunitario, cuya brevedad estaba asegurada porque consistía en una rebanada de pan con una pizca de mantequilla para cada uno. Después tocaba la grande classe sobre el tema del día -filosofía, aritmética, las escrituras-, en un formato al que Edgar le tenía pavor.

La quaestio era un ejercicio dialéctico al que se sometía cada día un miembro distinto de su clase. Los profesores, armados con varas, planteaban preguntas relacionadas con el pasaje de un texto leído previamente. El alumno debía dar una respuesta, que a su vez suscitaba otra pregunta y así sucesivamente, en un toma y daca que se prolongaba hasta que el sentido subyacente del texto se hubiese comentado a fondo. Al estudiante aplicado, este proceso le permitía participar de forma continua, estimulante y creativa. A Edgar, en cambio, le vaha golpes que le levantaban ampollas en los hombros y la espalda, insultos y humillaciones.

Después llegaba la hora del almuerzo, acompañado por lecturas de la Biblia y de la vida de algún santo. Edgar tenía sobre algunos de sus compañeros menos afortunados la ventaja de ser uno de los pensionnaires ricos, que comían sentados a una mesa común en la que se servían raciones diarias mínimamente aceptables. Los pauvres tenían que arreglárselas solos en su habitación, y algunos pasaban hambre. Al propio Edgar su dieta diaria -pan, un poco de fruta hervida, un arenque, un huevo y un trozo de queso, regados con una jarra de un tercio de pinta de un vino barato rebajado con agua- apenas le bastaba para mantenerse en pie.

A las doce, los estudiantes acudían a una reunión en la que se los interrogaba sobre su trabajo de la mañana. A continuación tenían un descanso o una lectura pública, según el día. De tres a cinco, debían volver al aula para sus clases de la tarde, y después a la capilla para las vísperas, inmediatamente seguidas de una exposición sobre su trabajo posterior al almuerzo. Para la cena, comían más pan, otro huevo o un pedazo de queso y tal vez una fruta, con las voces monótonas que leían la Biblia como sonido de fondo. Los profesores tenían una nueva oportunidad de interrogar a sus alumnos antes de acudir a la capilla por última vez, y a las ocho llegaba la hora de dormir.

Dos días a la semana había un hueco en su horario para un poco de esparcimiento o para un paseo. Pese a la tentación de huir, aunque solo fuera por un rato, dada la naturaleza de los alrededores del colegio, los estudiantes preferían en general quedarse en el pré aux clercs, el campo de recreo del colegio. El otro lado de la rue Saint-Symphorien era un apestoso nido de ladrones y maleantes que de buen grado rebanarían la garganta a un estudiante para robarle el broche de la capa o un par de guantes. Por si esto fuera poco, las cloacas de Montaigu desaguaban directamente en la calle, lo que creaba unas condiciones insalubres y malsanas.

Todavía con hambre después del desayuno, Edgar se encaminó hacia la grande classe con un terror creciente. El debate de ese día se centraría en las indulgencias y la bula Exsurge Domine, en la que León X condenaba los errores de Martín Lutero. Era un tema muy polémico y, por tanto, ideal para una discusión. Edgar tenía miedo de que Bedier, el profesor, lo eligiese a él, pues la semana anterior se había librado. Los veinte estudiantes se sentaron en las dos filas de bancos bajos, acurrucados hombro con hombro para entrar en calor. Amanecía, y una luz tenue empezaba a colarse por las ventanas altas y estrechas de la polvorienta aula. Bedier, gordo y pomposo, caminaba de un lado a otro sobre la tarima, aferrando la vara con la actitud de un gato que se dispone a abalanzarse sobre una rata. Tal como Edgar temía, las primeras palabras que salieron de sus gruesos labios se dirigieron a él.

– Monsieur Cantwell, en pie.

Edgar se levantó del banco y tragó en seco.

– Decidme cuáles son los tres actos que se exigen al penitente.

Edgar respiró aliviado; conocía la respuesta.

– La confesión, la absolución por parte de un sacerdote y la satisfacción, maestro.

– ¿Y cómo se logra la satisfacción?