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– Con buenas obras, maestro, como visitar las reliquias, peregrinar a lugares santos, rezar el rosario y comprar indulgencias.

– Explicad el significado de «per modum suffragii».

Edgar abrió los ojos de par en par. No tenía la menor idea. Intentar adivinarlo sería inútil y solo empeoraría las cosas.

– No lo sé, maestro.

El obeso profesor le ordenó que saliera al frente y se arrodillase. Edgar se acercó como un condenado al patíbulo y se postró de hinojos ante el clérigo, que le propinó cuatro azotes en la espalda con todas sus fuerzas.

– Ahora, quedaos de pie junto a mí, monsieur, pues sospecho que esta abeja tendrá que clavaros de nuevo su aguijón. ¿Quién conoce la respuesta?

Un joven pálido de la primera fila se puso de pie. Jean Cauvin, alto y esquelético, era un chico de dieciocho años con las mejillas hundidas, nariz aguileña y una barba incipiente y rala. Era el mejor alumno de Montaigu, no tenía rival, y su intelecto eclipsaba a menudo el de los profesores. A fin de que se preparase para los estudios universitarios y para el sacerdocio, su padre lo había enviado de su ciudad natal de Noyon al Collège de Marche, en París, cuando contaba catorce años. Tras destacar en gramática, lógica, retórica, astronomía y matemáticas, fue trasladado a Montaigu para que recibiese formación religiosa. Edgar apenas había tenido trato con él. El muchacho parecía tan frío e imperioso como los profesores.

Bedier se dirigió a él.

– Sí, Cauvin.

– Si no os importa, maestro -dijo con altivez-, he decidido latinizar mi nombre: Calvinus.

Bedier alzó la vista al cielo.

– De acuerdo, entonces. Calvinus.

– Es un acto de intercesión, maestro. Puesto que la Iglesia no tiene jurisdicción sobre los muertos en el purgatorio, se nos enseña que solo por medio de un acto de intercesión pueden obtener indulgencias.

A Bedier le extrañó el modo en que se había expresado el joven -«se nos enseña» no era lo mismo que «creo»-, pero lo dejó correr, pues había devuelto su atención al chico inglés. Le indicó ajean que se sentara.

– Decidme, Cantwell, ¿qué dice el papa León X en la bula Exsurge Domine sobre las almas en el purgatorio?

Edgar no lo recordaba. Se había dormido varias veces al intentar leer el documento, así que no pudo hacer otra cosa que prepararse para otra azotaina.

– No lo sé, maestro.

Esta vez Bedier atacó la piel desnuda del cuello y la mejilla de Edgar, que empezaron a sangrar.

– ¿Qué te enseñaron en Oxford, muchacho? ¿Acaso los ingleses no son un pueblo temeroso de Dios? Hoy, en lugar de cenar, leerás de nuevo la Exsurge Domine y te la aprenderás de memoria. ¿Quién puede responderme?

Jean se levantó de nuevo y comenzó a responder mientras Edgar, encogido, notaba el sabor de la sangre, que le resbalaba de la mejilla a los labios.

– El papa León escribió que las almas del purgatorio no están seguras de su salvación, y, lo que es más, sostenía que nada en las Escrituras demuestra que ya no estén en condiciones de obtener indulgencias.

Había algo en el tono de Jean, un deje de escepticismo, que molestó al clérigo.

– ¿No es eso lo que vos mismo creéis, Cauvin…, es decir, Calvinus?

Jean alzó el mentón.

– Creo -contestó desafiante- que el Papa es el único que sale beneficiado cuando concede remisiones a las almas del purgatorio por intercesiones hechas en su favor. Y es que, al igual que otros, creo que nadie tiene autoridad divina para predicar que el alma sale volando del purgatorio en el momento en que el dinero para la compra de indulgencias tintinea al fondo del cofre.

– ¡Venid aquí! -bramó Bedier-. ¡No pienso tolerar herejías luteranas en mi aula!

– ¿Pretendéis azotarme? -preguntó Jean, con actitud provocadora. Sus compañeros, que no recordaban haberlo visto recibir el castigo de la vara, intercambiaron miradas de expectación.

– ¡En efecto, monsieur!

– Muy bien, pues os lo pondré fácil. -Jean avanzó dando grandes zancadas, se quitó la capa y la camisa, y se arrodilló junto a Edgar-.Adelante, maese Bedier.

Cuando la vara golpeó las carnes de Jean, Edgar vio que el chico lo miraba, y habría jurado que le había guiñado un ojo.

Aunque Martín Lutero nunca había estado en París, su influencia era tan evidente en esta ciudad como en el resto del continente. El monje de Wittenberg había hecho su espectacular entrada en la escena religiosa el día de 1517 en que había clavado sus 95 Tesis a la puerta de la catedral de Wittenberg y había comenzado a clamar contra la corrupción del papado y el abuso de poder que implicaba la venta de indulgencias.

En esa nueva era de la imprenta, las bulas de indulgencia se habían convertido en un negocio muy lucrativo para la Iglesia. Los vendedores de indulgencias llegaban a las ciudades, exponían su mercancía en una iglesia e interrumpían todos los rezos y oficios habituales. Sus certificados se producían en masa, con espacios en blanco para el nombre, la fecha y el precio, y todos los buenos cristianos se veían obligados, por el bien de sus amigos y parientes muertos, y por el de su propia alma, a comprar esa garantía para, en la otra vida, acelerar la salida del pecador del purgatorio y su acceso al cielo. Lutero, a quien esta práctica le parecía repugnante y plagada de errores teológicos, temía por el destino de quienes creían que la salvación se podía comprar. Los sacerdotes de Wittenberg tenían un dicho que detestaba: «En cuanto una moneda cae en el arca, otra alma del purgatorio saca».

Lutero, en cambio, proclamaba que Pablo había escrito en su Epístola a los Romanos que era Dios quien nos salvaría: «En el Evangelio se revela la justicia de Dios, por la fe y para la fe, conforme a lo que dice la Escritura: el justo vivirá por la fe». Lutero argüía que, con toda seguridad, los hombres no necesitaban del Papa, de los sacerdotes ni de las ceremonias y el boato de la Iglesia para salvarse. Les bastaba con establecer una relación personal con Dios.

Las tesis de Wittenberg de Lutero se tradujeron rápidamente del latín al alemán y tuvieron una gran difusión. Hacía un tiempo que los hombres devotos se lamentaban en voz baja de la decadencia de la Iglesia y los abusos del papado. La publicación de la obra de Lutero fue la chispa que encendió las astillas secas del descontento. El fuego que empezó a arder, la Reforma, se propagó por toda Europa, e incluso en un bastión conservador como Montaigu, empezaba a penetrar el humo de las llamas reformistas. Los estudiantes de mente abierta y brillante, como Jean, comenzaban a sentir su calor.

Edgar estaba en su habitación, hincando los codos en un esfuerzo por memorizar la bula del papa León a la luz de una pequeña vela. Sujetaba el panfleto con una mano mientras se frotaba el verdugón de la mejilla con la otra. Tenía frío, estaba cansado, hambriento y triste. Si el sufrimiento era un requisito para la salvación, no cabía duda de que se salvaría. Era el único pensamiento positivo que se le ocurría. De repente, unos golpes en la puerta lo sobresaltaron.

Cuando la abrió, vio ante sí el rostro plácido de Jean.

– Buenas tardes, Edgar. Me he acercado un momento para ver cómo te va.

Edgar, sorprendido, farfulló algo ininteligible antes de invitar ajean a entrar y ofrecerle su silla.

– Gracias por la visita -le dijo.

– No es nada, estoy al otro lado del pasillo.

– Lo sé, pero no me lo esperaba. Es la primera vez.

Jean sonrió.

– Hoy tenemos más en común que ayer. Bedier nos ha dejado a los dos marcados.

– Tal vez -dijo Edgar, apesadumbrado-, pero a ti te castigó por tu brillantez, y a mí, por idiota.

– Tienes la desventaja del idioma. Si yo tuviera que desenvolverme en inglés, no sería tan brillante.

– Eres muy amable.

Jean se puso de pie.

– El viejo Tempête hará pronto una ronda por el patio, para asegurarse de que las velas estén apagadas. Más vale que nos vayamos a la cama. Toma. -Le tendió a Edgar un trozo de pan envuelto en un pañuelo.