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En su tercera vuelta, Will avistó a dos agentes de la policía de Nueva York que patrullaban a pie por la calle Veinte. La zona de Gramercy Park era muy exclusiva; era el único parque privado de Manhattan. Quienes residían en los edificios circundantes tenían llave de la verja de hierro forjado y era muy notoria la presencia de la policía, que merodeaba por allí a la caza de atracadores y de pervertidos. Will se les acercó jadeando.

– Agentes. Esa caravana de ahí. La he visto detenerse. El conductor estaba acosando a una niña pequeña. Creo que intentaba convencerla de que subiera.

Los polis lo escucharon con cara de póquer. El monótono acento sureño de Will siempre minaba su credibilidad. Había recibido muchas miradas de extrañeza en Nueva York.

– ¿Está seguro?

– Soy ex agente del FBI.

Will se quedó a mirar unos minutos. Los polis se plantaron en medio de la calle e hicieron que la caravana se detuviera agitando las manos. Entonces Will se marchó. Sentía curiosidad, por supuesto, pero quería dirigirse al río para dar su vuelta de siempre. Además, tenía la corazonada de que volvería a ver a aquellos individuos.

Por si las moscas, cuando llegara a casa sacaría la pistola del cajón del tocador y la engrasaría un poco.

Capítulo 2

Will se alegró de tener varios recados y tareas de los que ocuparse. A primera hora de la tarde, pasó por el colmado, la carnicería y la vinatería sin ver la gran caravana azul ni una sola vez. Lenta y metódicamente, picó las verduras, machacó las especias y doró la carne. Pronto el aroma a chile con carne marca de la casa inundó la microscópica cocina y el apartamento entero. Era el único plato que siempre le salía bien y que preparaba cuando tenía invitados a cenar.

Phillip estaba dormido cuando Nancy llegó a casa. Will le indicó con un gesto que no hiciera ruido antes de darle un abrazo de primer año de matrimonio, de aquellos en los que uno deja que las manos exploren.

– ¿Cuándo se ha ido Campanilla?

– Hace una hora. El se ha pasado el día durmiendo.

– Lo he echado tanto de menos… -Intentó soltarse de Will-. ¡Quiero ir a verlo!

– ¿Y yo qué?

– Él es el número uno. Tú eres el número dos [1]

Will la siguió hasta el dormitorio y la contempló mientras ella se inclinaba sobre la cuna y agitaba primero una pierna y después la otra para quitarse los zapatos. Ya lo había notado antes, pero cobró plena conciencia de ello en aquel momento: Nancy había adquirido una serenidad, una belleza femenina y madura que, francamente, lo había pillado por sorpresa. Will solía recordarle con picardía que cuando los habían emparejado para investigar el caso del Juicio Final, ella no lo volvía precisamente loco de deseo. Por aquel entonces, estaba más bien rellenita y se comportaba como una completa novata: tenía un empleo nuevo, mucho estrés, malos hábitos y cosas por el estilo. Lo cierto era que a Will siempre le habían ido más las chicas tipo modelo de lencería. En su época de estrella del fútbol adolescente se le habían grabado en la mente los cuerpos de las animadoras del mismo modo que a los patitos se les queda grabada la mamá pata. Desde entonces, a lo largo de toda su vida, cada vez que veía un cuerpo estupendo intentaba seguirlo.

En realidad, nunca había mirado a Nancy con interés hasta que una dieta estricta le había dado una figura más apetecible. «Vale, soy un tipo superficial», habría reconocido si alguien le hubiera hecho algún comentario al respecto. Pero el físico no había sido el único impedimento para el amor. Él había tenido que iniciarla en el cinismo. Al principio, su personalidad de recién graduada de la academia, entusiasta y ansiosa por complacer a los demás, lo ponía enfermo, como un virus intestinal. Pero era un profesor bueno y paciente, y bajo su tutela ella había aprendido a cuestionar la autoridad, a torear la burocracia y a vivir al borde del abismo en general.

Un día, agobiado por las complicaciones del caso del Juicio Final, Will había caído en la cuenta de que aquella mujer lo trastornaba, le tocaba todas las fibras. Se había puesto muy guapa. Su baja estatura había llegado a resultarle sexy, puesto que le permitía envolverla entre sus brazos y sus piernas casi hasta hacerla desaparecer. Le gustaba la textura sedosa de su cabello castaño, la forma en que se ruborizaba hasta el esternón, la risita que se le escapaba cuando hacían el amor. Era lista y descarada.

Sus conocimientos enciclopédicos de arte y su cultura eran fascinantes incluso para un hombre cuyo concepto de cultura era una peli de spiderman. Por si fuera poco, a Will incluso le caían bien sus padres.

Estaba listo para enamorarse.

Y entonces el asunto de Área 51 y la Biblioteca habían acaparado su atención y le habían dado el empujón definitivo. Lo habían llevado a replantearse su vida y a pensar en sentar la cabeza.

Nancy había sobrellevado el embarazo como una campeona, comiendo cosas saludables y haciendo ejercicio todos los días casi hasta el momento de romper aguas. Tras el parto, adelgazó rápidamente y recuperó la forma. Se había propuesto mantener el tipo y borrar los rastros de la maternidad como un objetivo profesional. Sabía que el FBI no la discriminaría abiertamente, pero quería asegurarse de que no la trataran, ni siquiera de forma sutil, como a una ciudadana de segunda que luchaba inútilmente por mantenerse a flote en el mar de testosterona de hombres jóvenes y dinámicos.

El resultado final de todo este flujo físico y emocional fue una maduración de mente y cuerpo. Nancy volvió al trabajo más fuerte y segura de sí misma que antes, con una estabilidad emocional sólida y fría como el mármol. Así lo comunicaba a sus amigas: el marido y el bebé se comportaban, todo iba bien.

Según la versión de Nancy, enamorarse de Will había sido algo absolutamente previsible. Su encanto de chico malo, peligroso y macizo la había atraído tanto como la luz a una polilla y resultaba igual de mortífero. Pero Nancy no iba a dejarse achicharrar. Era una chica dura y espabilada. Había llegado a acostumbrarse a la diferencia de edad -de diecisiete años-, pero no a la diferencia de actitud. Estaba dispuesta a pasar por alto las diabluras, pero se negaba a convivir permanentemente con una Bola de Demolición, el sobrenombre que Laura, la hija de Will, le había puesto en honor a los años de matrimonios y relaciones destrozados.

Ella no sabía si la afición de Will a la bebida era una causa o un efecto, ni le importaba, pero era algo tóxico, por lo que le había hecho prometer que lo dejaría. También le había hecho prometer que le sería fiel, que le permitiría progresar en su carrera y que se quedarían en Nueva York al menos hasta que ella consiguiera un traslado a algún sitio que les pareciera razonable a los dos. No le había obligado a prometer que sería un buen padre; intuía que eso no sería un problema.

Entonces había aceptado su proposición de matrimonio, con los dedos cruzados.

Mientras Nancy se echaba una siesta junto al bebé, Will terminó de preparar la cena y, para celebrarlo, remojó el gaznate con una copita de merlot. El arroz humeaba y la mesa estaba puesta cuando llegaron su hija y su yerno, muy puntuales.

A Laura se le empezaba a notar el embarazo; estaba radiante y feliz. Parecía un espíritu libre y grácil, una hippy moderna con su vestido vaporoso y sus botas ajustadas de caña alta. En realidad, pensó Will, su aspecto era muy parecido al de su madre hacía una generación. Habían enviado a Greg a Nueva York a cubrir una noticia para el Washington Post. La empresa pagaba el hotel y Laura se había apuntado al viaje para darse un respiro tras completar su segunda novela. La primera, Bola de Demolición, ligeramente basada en el divorcio de sus padres, estaba vendiéndose relativamente bien y había recibido buenas críticas.

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[1] En castellano en el original. (N. del T.)