Edgar, con los ojos arrasados en lágrimas, le dio las gracias efusivamente.
– Por favor, quédate un rato más -le suplicó-. Quiero preguntarte algo.
Jean se sentó y enlazó las manos sobre su regazo en un gesto de afabilidad y paciencia. Esperó a que Edgar engullese el trozo de pan.
– Tengo enormes dificultades -dijo Edgar-. No soy un erudito. Las asignaturas de Montaigu me parecen muy complicadas, y me levanto todos los días aterrorizado. Sin embargo, no puedo marcharme, pues mi padre me haría sufrir aun más que los profesores.
– Lo siento por ti, Edgar. Tu alma está siendo puesta a prueba. ¿Qué puedo hacer?
– Ayudarme con los estudios. Sé mi mentor.
Jean sacudió la cabeza.
– No puedo.
– ¿Por qué?
– No dispongo de tiempo. El día no tiene suficientes horas para mí, pues estoy decidido a leer todo lo que pueda sobre las grandes cuestiones de nuestro tiempo.
– La Reforma -gruñó Edgar.
– Tenemos suerte de vivir en estos tiempos tan emocionantes.
– Mi familia es rica -dijo Edgar de pronto-. Encontraré una manera de pagártelo.
– No necesito dinero. Únicamente tengo sed de conocimientos. Y ahora, debo irme.
– ¡No! -exclamó Edgar de forma tan enérgica que se sorprendió a sí mismo. Tenía que convencer ajean de que lo ayudara; no sabía qué más decirle. Se puso a pensar a toda prisa; tal vez había una manera. Quebrantaría un juramento que se había hecho a sí mismo, pero ¿qué alternativa tenía?-. Si me ayudas -soltó sin más-, te mostraré algo que seguro que te fascinará y estimulará tu mente.
Jean arqueó las cejas.
– Has despertado mi interés, Edgar. ¿Qué es lo que tienes?
– Un libro. Tengo un libro.
– ¿Qué libro?
Había cruzado el Rubicón. Se agachó, abrió su baúl de la ropa y sacó el voluminoso libro de su padre.
– Este.
– ¡Déjame verlo!
Edgar lo colocó sobre la mesa para que Jean lo inspeccionara, y observó cómo el joven lo hojeaba con asombro creciente.
– El año 1527 de Nuestro Señor. Y, sin embargo, casi todas estas fechas son futuras, de los meses que vendrán. ¿Cómo es posible?
– He reflexionado sobre ello desde que aprendí a leer -dijo Edgar-. Este libro pertenece a mi familia desde hace generaciones y ha pasado de padre a hijo. Lo que era el futuro se ha convertido en el presente.
Jean encontró un fajo de pergaminos sueltos metido entre las hojas.
– ¿Y esto? ¿Esta carta?
– ¡No la he leído todavía! Me llevé las hojas de la colección de mi padre apresuradamente antes de partir de Inglaterra el mes pasado. Tengo entendido desde hace tiempo que guardan relación con el libro. Esperaba tener la oportunidad de estudiar la carta en París, pero me han faltado tiempo y energías. Y no me ayuda mucho que esté en latín. ¡Hace que la cabeza me dé vueltas!
Jean lo miró con desaprobación.
– ¿Tu padre no sabe que tienes esto?
– ¡No lo robé! Tomé prestado el libro y la carta, y pienso devolverlos. Me he confesado de un pecado menor.
Jean ya estaba absorto en la carta del abad, leyendo el latín como si fuera su lengua materna, en vez del francés. Devoró la primera página y se concentró en la segunda sin decir palabra. Edgar lo dejó hacer, escrutando su rostro en busca de una reacción, conteniendo el impulso de preguntarle, ansioso: «¿Qué? ¿Qué dice?».
Jean pasaba las hojas con expresión indescifrable, aunque a Edgar le daba la impresión de estar contemplando a un hombre mayor y más sabio, en lugar de a un compañero de clase. Leyó sin interrupción durante quince minutos hasta la última página, que llevaba la fecha del 9 de febrero de 2027.
– Increíble -dijo Jean.
– Por favor, cuéntame.
– ¿De verdad no lo has leído?
– De verdad. ¡Ilumíname, te lo ruego!
– Me temo que es una historia de locura o fruto de una imaginación perversa, Edgar. Sin duda alguna, lo mejor que puedes hacer con tu tesoro es quemarlo.
– Estoy seguro de que os equivocáis, señor. Mi padre me ha dicho que el libro es una profecía auténtica.
– Te hablaré de los disparates escritos por el tal abad Félix, para que juzgues por ti mismo. Te los resumiré, porque si Tempête nos pilla levantados tan tarde, nos hará ver las puertas del infierno.
Capítulo 22
A la mañana siguiente, Edgar no se sentía tan aterido ni tan desdichado como de costumbre. Se levantó de la cama con energía, arropado por el espíritu de la emoción y la camaradería. Aunque Jean no había abandonado su actitud burlona y escéptica, Edgar creía completamente todo lo que relataba el abad en su carta.
Por fin tenía la sensación de que entendía el secreto familiar de los Cantwell y el significado del extraño libro. Pero, lo que era tal vez más importante para un joven asustado, solitario y desorientado en una ciudad extranjera: ahora tenía un amigo. Jean era amable y atento y, mejor aún, no era en absoluto desdeñoso. Edgar estaba harto del desdén que sobre él arrojaban como estiércol su padre, su hermano, sus profesores. El chico francés lo trataba con dignidad, como a un ser humano.
Antes de que Jean se retirase a su habitación para dormir, Edgar le había rogado que no descartase la posibilidad de que la carta fuese un relato verídico y fiel de los hechos, y no el simple desvarío de un monje loco. Edgar expuso un plan que llevaba un tiempo ideando y, para su gran alivio, Jean no lo había descartado de inmediato.
En la capilla, Edgar estableció contacto visual con Jean desde el otro extremo del banco y recibió el preciado regalo de un leve guiño. A lo largo de la mañana, ambos jóvenes intercambiaron miradas furtivas durante los rezos, en el aula y a la hora del desayuno hasta que, por la tarde, al fin se les presentó la ocasión de hablar en privado al principio de uno de sus poco frecuentes períodos de descanso.
Caía nieve a rachas, y un viento frío soplaba por el patio del colegio.
– Más vale que cojas tu capa -le aconsejó Jean-, pero date prisa.
Solo disponían de dos horas para su aventura, y pasarían varios días antes de que volvieran a tener la oportunidad. Aunque Jean era serio y estudioso, a Edgar le pareció que le gustaba la perspectiva de hacer una escapada, aunque la considerase una locura. Los dos salieron por la puerta del colegio y cruzaron la bulliciosa y resbaladiza rue Saint-Symphorien, esquivando caballos, carros y boñigas. Caminaban deprisa, con determinación, actitud que esperaban que los hiciese menos visibles para los ladrones y asesinos que rondaban por el barrio.
Se internaron en el laberinto de callejuelas resbaladizas atestadas de mercaderes de carros, cambistas y herreros. Con el sonido de martilleos y cascos de caballos en los oídos, se dirigieron a la rue Danton, que quedaba al oeste, no muy lejos de allí. Era una vía moderadamente ancha que, aunque carecía del esplendor del bulevar Saint-Germain, también era una calle comercial próspera. Las viviendas y tiendas de tres y cuatro plantas se apiñaban las unas contra las otras, y sus pisos superiores, apoyados sobre ménsulas, sobresalían por encima de las aceras. Las fachadas, pintadas de rojo y azul intensos, estaban revestidas de azulejos y paneles ornamentales. Unos letreros vistosos y evocadores identificaban los edificios como tabernas o tiendas. Estas daban a la calle, con mostradores en los que se exhibía todo tipo de artículos.
Encontraron el número 15 de la rue Danton a tres cuartos de camino del río, donde el gran Sena se divisaba a lo lejos como un tajo gris. Alzándose de la lie de la Cité, la aguja de la catedral de Notre-Dame de París dominaba el paisaje urbano como una lanza clavada en el cielo. Edgar había visitado la catedral en su primer día en París, y le había maravillado que el hombre fuera capaz de construir algo tan imponente. Su ubicación en aquel islote pequeño y rechoncho en medio del Sena la hacía aún más asombrosa. Se prometió visitarla lo más a menudo posible.