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El número 15 correspondía a una casa en cuyos bajos se encontraba el taller de un artesano que hacía ollas y cacerolas, el único edificio de ese tramo de la calle que era de un austero blanco y negro; yeso blanco sin adornos y vigas negras vistas.

– Monsieur Naudin ha dicho que su apartamento está en la primera planta -recordó jean, señalando unas ventanas.

Subieron por la escalera fría y estrecha hasta el primer piso y llamaron a una puerta verde brillante. Al no obtener respuesta, la aporrearon de nuevo, con más fuerza e insistencia.

– ¡Hola! -gritó Jean a través de la puerta-. Madame Naudin, ¿estáis ahí?

Oyeron unos pasos por encima de su cabeza, y momentos después una mujer de mediana edad apareció en la escalera, arrastrando los pies. Se dirigió hacia los chicos, irritada.

– ¿Por qué hacéis tanto ruido? Madame no está en casa.

– ¿Puedo preguntaros dónde está? -inquirió Jean educadamente-. Somos estudiantes del colegio. Monsieur Naudin nos dijo que podríamos visitarla esta tarde.

– La han mandado llamar.

– ¿Adónde?

– No muy lejos. Al número ocho de la rue Suger. Al menos eso es lo que ha dicho.

Los muchachos se miraron entre sí y se marcharon a paso veloz. Podían llegar a esa dirección en diez minutos, pero tenían que darse prisa. Monsieur Naudin era el vigilante del Collège de Marche, un hombre tosco de barba desaliñada que detestaba a la mayoría de los jóvenes estudiantes que pasaban por la puerta que custodiaba, con la notable salvedad de Jean Cauvin. En todos los años que monsieur Naudin llevaba en el colegio, Jean era el único estudiante que lo había tratado con respeto, le decía «por favor» y «gracias» e incluso encontraba el modo de pasarle un par de monedas los días festivos. Sabía, por sus conversaciones, que la esposa de Naudin tenía una profesión que hasta ese día a él le interesaba poco: era comadrona.

En la rue Suger vivían y trabajaban los tejedores y otros artesanos textiles. El número ocho correspondía a una tienda que vendía rollos de tela y mantas. Fuera, en la calle, había una cuadrilla de mujeres que charlaban y caminaban de un lado a otro, ocupadas en sus cosas. Jean se acercó, las saludó con una ligera reverencia y preguntó si la comadrona Naudin se encontraba dentro. Le respondieron que estaba en la planta de arriba asistiendo al parto de la mujer del tejedor Du Bois. Nadie impidió a los jóvenes que ascendieran la escalera hasta el apartamento de Lorette du Bois, pero una mujer les cortó el paso en la puerta.

– ¡Los hombres no tienen permitido entrar en la habitación del parto! -gritó-. ¿Quiénes sois?

– Queremos ver a la comadrona -dijo Jean.

– Está ocupada, chaval. -La mujer se rió-. Podéis esperar con los demás hombres en la taberna. -Abrió la puerta de la vivienda y entró, pero Jean metió el pie para evitar que la cerrara.

Por el resquicio alcanzaban a ver el cuarto más próximo a la entrada, repleto de parientes de la madre. Más allá, se atisbaba el dormitorio, en el que solo se distinguían la ancha espalda y la cintura gruesa de la comadrona que cuidaba de la parturienta. Estaban interpretando un dúo apasionado: los gemidos y lamentos de madame Du Bois con el contrapunto de las instrucciones insistentes de la partera Naudin.

– Y ahora, respirad. ¡Empujad, empujad! Y ahora respirad, por favor, madame. ¡Si no respiráis, vuestro hijo se asfixiará!

– ¿Alguna vez habías visto nacer a un niño? -le susurró Jean a Edgar.

– Nunca, pero parece una tarea bastante escandalosa -respondió Edgar-. ¿Cuánto tiempo les llevará?

– ¡No tengo la menor idea, pero por lo que sé, podrían ser horas!

El grito desgarrador de un bebé los sobresaltó. La comadrona, aparentemente satisfecha, empezó a cantar una nana que pronto quedó ahogada por los berridos del recién nacido. Edgar y Jean solo entreveían algunas de las cosas que hacía madame Naudin: anudar y cortar el cordón umbilical, lavar al niño y darle fricciones de sal, y aplicarle miel a las encías para estimular su apetito, antes de envolverlo en unas mantitas tan ceñidas que, para cuando se lo entregó a su madre, parecía un cadáver diminuto y amortajado. En cuanto terminó, cogió el montón de monedas que estaba sobre la mesa y, limpiándose las manos en el delantal, salió como una exhalación del apartamento, farfullando algo sobre que tenía que prepararle la cena a su marido. Estuvo a punto de derribar a los dos jóvenes.

– ¿Qué hacéis aquí, mozalbetes? -les preguntó con su voz ronca.

– Conozco a vuestro esposo, madame. Me llamo Jean Cauvin.

– Ah, el estudiante. Me ha hablado de ti. ¡Eres uno de los que se portan bien con él! ¿Por qué has venido, Jean?

– Ese niño, ¿tiene nombre ya?

Con la cara enrojecida, ella puso los brazos enjarras.

– Sí, pero ¿qué te hace pensar que eso es asunto tuyo?

– Por favor, madame, decidme su nombre.

– Se llamará Fremin du Bois. Y ahora, si no os importa, tengo que ir a pelar y cocinar un poulet para que cene mi marido.

Los dos chicos se retiraron a toda prisa para poder llegar a tiempo a su siguiente clase. Para entonces nevaba de forma ininterrumpida, y las suaves suelas de sus botas de piel resbalaban sobre el barro congelado y los charcos de la calle.

– Ojalá nos dé tiempo de consultar el libro -resopló Edgar, sin aliento-.Ya estoy deseando que llegue la noche.

Jean se rió de él.

– ¡Si crees que el nombre Fremin du Bois figura en tu dichoso libro, también creerás que esta nieve sabe a natillas con bayas! Pruébala. -Dicho esto, Jean cogió un puñado y, con ánimo juguetón, lo lanzó al pecho de Edgar. Este contraatacó, y durante los siguientes minutos, ambos jugaron como niños despreocupados.

No muy lejos de Montaigu, en la rue de la Harpe, su ánimo se ensombreció cuando se encontraron con una procesión fúnebre, una comitiva espectral en medio de la nieve y el viento. La procesión iniciaba su recorrido en esos momentos, frente a la puerta de una residencia en la que habían colgado sargas negras. Un cortejo de deudos vestidos todos de negro llevaba en andas un ataúd. Al frente iban dos sacerdotes de la iglesia de Saint-Julien-le-Pauvre, la parroquia más antigua de París. La viuda, rodeada de sus hijos, se lamentaba en voz alta de su pérdida, y por las características de la procesión los chicos supusieron que el muerto era un hombre rico. Una larga fila de dolientes se estaba formando detrás, integrada por mendigos que sujetaban velas y esperaban recibir limosnas en el cementerio por sus servicios. Edgar y Jean aminoraron el paso, en señal de respeto, pero de repente el inglés se paró en seco y abordó a uno de los mendigos.

– ¿Quién es el difunto? -le preguntó en tono apremiante.

El hombre apestaba, seguramente más que el cadáver.

– Monsieur Jacques Vizet, señor. Un hombre devoto, naviero.

– ¿Cuándo ha muerto?

– ¿Cuándo? Por la noche. -El hombre estaba ansioso por cambiar de tema-. ¿Os importaría darle una limosna a un hombre pobre? -Su sonrisa desdentada y lasciva repugnó a Edgar, pero aun así llevó la mano a su talego y le dio al infeliz la moneda más pequeña que llevaba.

– ¿Eso a qué ha venido? -le preguntó Jean.

– Ya tengo otro nombre para mi dichoso libro -dijo Edgar alegremente-. ¡Venga, corramos el trecho que queda!

Cuando llegaron al pré aux clercs, sus compañeros desfilaban hacia el aula para la sesión obligatoria de estudios litúrgicos. El propio rector Tempête rondaba por el patio con su larga capa marrón, hundiendo su bastón en la nieve como si estuviese apuñalando la tierra. Las bocanadas de vaho indicaban que estaba refunfuñando para sí.

– ¡Cantwell! ¡Cauvin! ¡Venid aquí!

Los chicos tragaron saliva y, obedientemente, se acercaron al tirano barbado. Jean decidió que no era el mejor momento para corregir al clérigo por no emplear la forma latinizada de su nombre.