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– ¿Dónde estabais?

– Hemos salido de los terrenos del colegio, rector -respondió jean.

– Lo sé.

– ¿Es que no está permitido? -preguntó Jean con aire inocente.

– ¡Os he preguntado adónde habéis ido!

– A la catedral de Notre-Dame, rector -dijo Edgar de pronto.

– Ah, ¿sí? ¿Por qué?

– Para rezar, rector.

– ¿De veras?

– ¿No es más conveniente, rector -intervino Jean, dispuesto a mentir por su nuevo amigo-, ejercitar el alma que el cuerpo mortal? La catedral es un lugar maravilloso para alabar a Dios, por lo que este paréntesis nos ha sido de lo más provechoso.

Tempête apretó la empuñadura del bastón con la mano, decepcionado por no tener una excusa para blandirlo como un garrote. Masculló algo ininteligible y se alejó.

Edgar tuvo que esforzarse al máximo para evitar la vara durante el resto del día. Tenía la mente en otro sitio. Ardía en deseos de coger su libro y comprobar si la nieve sabía en efecto a natillas.

Al atardecer había dejado de nevar, y cuando los alumnos regresaron a su dormitorio después de los últimos rezos, el resplandor de la luna hacía que la nieve del patio pareciera engastada con millones de diamantes. Edgar se volvió hacia atrás y vio que Jean lo seguía. Para ser tan escéptico, estaba lleno de vigor y entusiasmo.

Cuando Edgar entró en su habitación, Jean le pisaba los talones, y una vez encendidas las velas, este se quedó observando al inglés mientras sacaba el libro del baúl.

– Encuentra la fecha -lo presionó Jean-. ¡El 21 de febrero, vamos!

– ¿Por qué estás tan exaltado, Jean? Tú no crees en el libro.

– Estoy ansioso por demostrar que es una patraña y así poder volver a mis estudios más productivos sin más distracciones.

– Eso ya lo veremos -resopló Edgar.

Se sentó en la cama e inclinó el libro de modo que le diese la luz. Pasó las páginas con frenesí hasta que encontró la primera entrada correspondiente al día 21 del mes. Apoyó allí un dedo para marcar el punto y siguió pasando las hojas hasta dar con la primera anotación del 22.

– Cielo santo -susurró-. Hay muchísimos nombres para un solo día.

– Sé sistemático, amigo mío. Empieza por el primero y continúa hasta el último. De lo contrario, nos harás perder el tiempo.

Al cabo de diez minutos, Edgar tenía los ojos rojos y empezaba a sucumbir al cansancio de un largo día.

– Ya he pasado de la mitad, pero me da miedo saltarme algo. ¿Puedes terminar tú la tarea, Jean?

Le cedió su sitio ajean, que deslizó despacio el dedo por la página de renglón en renglón, de un nombre a otro. Pasó una hoja, luego otra, pestañeando rápidamente y pronunciando en voz baja todos los nombres, algunos de ellos difíciles o imposibles de descifrar dada la gran variedad de idiomas y escrituras.

De pronto, su dedo se detuvo.

– Mon Dieu!

– ¿Qué pasa, Jean?

– ¡Lo veo, pero me cuesta creerlo! Mira, Edgar, aquí: ¡21 de febrero de 1537, Fremin du Bois Natus!

– ¡Te lo dije! ¡Te lo dije! ¿Qué me dices ahora, mi descreído amigo francés?

Un cuarto de página más abajo, sus ojos se posaron en estas palabras: «21 de febrero de 1537 Jacques Vizet Mors».

Dio unos golpecitos a la entrada con el dedo y animó al asombrado Jean a leerla también.

Un espasmo nació en su diafragma y ascendió por su pecho hasta la garganta y la boca. Edgar se alarmó por los sollozos de Jean hasta que se percató de que las lágrimas de su amigo eran de alegría.

– Edgar -exclamó-, es el momento más feliz de mi vida. ¡He comprendido, en un instante y con claridad meridiana, que Dios lo prevé todo! Las buenas obras u oraciones no pueden obligar a Dios a cambiar sus sagrados designios. Todo está escrito. Todo está predestinado. Estamos verdaderamente en manos de Dios, Edgar. Ven, arrodíllate conmigo. ¡Alabemos la gloria del Todopoderoso!

Los dos muchachos se postraron de hinojos, el uno al lado del otro, y rezaron largamente hasta que Edgar apoyó despacio la cabeza en la cama y se puso a roncar. Jean lo ayudó con delicadeza a acostarse en el colchón y lo tapó con la manta. Reverencialmente, devolvió el voluminoso libro al baúl, apagó las velas y salió de la habitación sin hacer ruido.

Capítulo 23

Isabelle trabajó durante una hora en una traducción meticulosa que escribía en una libreta de hojas pautadas. La letra de Calvino era una serie de garabatos casi ilegibles, y las construcciones y la ortografía del francés antiguo le exigían recurrir a todas sus habilidades lingüísticas. En determinado momento hizo una pausa para preguntarle a Will si le apetecía «una copita». Aunque la tentación era muy grande, él declinó la oferta con determinación. Tal vez acabaría por ceder, o tal vez no, pero al menos no tomaría una decisión precipitada.

En cambio, optó por enviar un mensaje de texto a Spence. Supuso que el hombre debía de estar subiéndose por las paredes por no tener noticias suyas. No estaba dispuesto a mandarle un informe detallado de cada paso; no era su estilo. Durante sus años en el FBI, sacaba de quicio a sus superiores por mantener en secreto la evolución de sus investigaciones y ofrecer información solo cuando necesitaba una orden judicial, una citación o, mejor aún, cuando ya tenía el caso listo y envuelto para regalo.

Sus pulgares eran ridículamente grandes para las teclas del móvil, y la mecánica de escribir mensajes no era algo que le saliese de forma natural. Le costó una eternidad enviar un SMS de lo más simple: «Estoy haciendo progresos considerables. Van 2, faltan 2. No hay garantías pero tengo esperanzas. 1 cosa es segura. Ahora sabemos mucho más que antes. No te decepcionarás. ¡Dile a Kenyon que Juan Calvino está implicado! Espero volver a NY en un par de días. Piper».

Le dio a enviar y sonrió. Entonces se dio cuenta: las pesquisas en la vieja mansión, el reto intelectual de la caza… Lo estaba pasando bien; tal vez incluso tendría que replantearse lo de la jubilación, después de todo.

Quince minutos más tarde, el mensaje fue reenviado del centro de operaciones de Área 51 a la BlackBerry de Frazier. Su Lear- jet avanzaba cada vez más despacio por la pista de aterrizaje de Groom Lake hasta que al fin se detuvo. Frazier tenía que asistir a una reunión con el comandante de la base y el secretario Lester, que participaría por videoconferencia. Al menos tendría novedades de las que dar parte. Leyó el mensaje por segunda vez, se lo reenvió a DeCorso, que estaba sobre el terreno, y se preguntó: «¿Quién diablos es ese tal Juan Calvino?». Mandó un correo electrónico a uno de sus analistas para que elaborase una lista de todos los Juan Calvino que constaban en la base de datos.

Su analista tuvo la sensatez y el tacto de responder simplemente con un enlace a una página de la Wikipedia. Frazier le echó una ojeada antes de entrar en la sala de reuniones del Edificio Truman, situado muchos metros bajo tierra, al nivel de la Cripta. Por Dios santo, gimió para sí. ¿Un teólogo del siglo XVI? ¿En qué se estaba convirtiendo su trabajo?

Isabelle dejó la pluma y anunció que había terminado.

– De acuerdo, voy a ponerte en antecedentes: Calvino nació en 1509 en una aldea llamada Noyon, y lo enviaron a estudiar a París hacia 1520. Asistió a un par de escuelas afiliadas a la Universidad de París, primero al Collège de Marche de estudios generales, luego al de teología de Montaigu- ¿Seguro que no quieres una copa?

Will frunció el ceño.

– Me lo estoy pensando, pero no.

Ella se sirvió una copa de ginebra.

– En 1528 ingresó en la Universidad de Orleans para estudiar derecho civil, por voluntad de su padre. ¡Los abogados ganaban más que los clérigos, igual que ahora! Piensa que hasta ese momento él era un católico muy estricto y doctrinario, pero fue en esa época cuando tuvo lugar su gran conversión. Martín Lutero había caldeado el ambiente, desde luego, pero Calvino entró en escena pisando fuerte, rechazó el catolicismo y se volvió protestante. En esencia, fundó una nueva rama que imprimió un rumbo más radical a la religión. Hasta ahora, no se sabía qué provocó este cambio en él.