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– ¿Hasta ahora? -preguntó Will.

– Hasta ahora. Escucha esto. -Cogió su libreta y comenzó a leer en voz alta.

Mi muy querido Edgar:

Me cuesta creer que hayan transcurrido ya dos años desde que me marché de Montaigu a Orleans para cursar la carrera de derecho. Echo mucho en falta nuestras conversaciones y nuestra camaradería, y confío, amigo mío, que durante el tiempo que te queda en París te veas merecidamente libre de la vara de Bedier. Sé cuánto ansias regresara tu preciada Cantwell Hall, y no puedo sino esperar que lo consigas antes de que la peste vuelva a Montaigu. Tengo entendido que se llevó a Tempête, que Dios se apiade de su alma.

Ya sabes, apreciado Edgar, que Dios, pese a mi origen oscuro y humilde, me concedió el honor de ser heraldo y ministro del Evangelio. Cuando era yo muy niño, mi padre tenía la intención de encaminarme al estudio de la teología. Pero cuando cayó en la cuenta de que la práctica del derecho resultaba muy lucrativa para quienes la ejercían, cambió de idea súbitamente. Así pues, me ordenó que abandonara el estudio de la filosofía y me consagrase al del derecho. Me esforcé cuanto pude, pero Dios me hizo tomar otro camino con las riendas secretas de su Providencia. Entenderás muy bien a qué me refiero, pues te hallabas presente en el momento de mi auténtica conversión, aunque ha sido necesaria una reflexión profunda para convencerme del rumbo que debía dar a mi vida.

Tu milagroso libro de las almas, tu valiosa joya de la isla de Vectis, demuestra que Dios controla por completo nuestro destino. Pudimos confirmarlo ese maravilloso día de invierno en París, cuando descubrimos que el libro predecía en efecto un venturoso nacimiento y una infausta muerte.

Descubrimos que solo Dios elige el momento de nuestro nacimiento y de nuestra muerte, y, por ende, todo lo que acontece durante nuestra estancia en la tierra. Por tanto, debemos adjudicar a Dios tanto ¡a presciencia como la predestinación. Cuando atribuimos presciencia a Dios, queremos decir que todas las cosas han estado siempre, y estarán por toda la eternidad, ante su mirada; que para su sabiduría no hay pasado ni futuro, sino que todos los sucesos son presente, hasta tal punto que no es solo que Él conciba la idea de dichos sucesos, sino que los ve y los contempla verdaderamente como si estuvieran desarrollándose ante Él.

Esta presciencia se extiende al mundo entero y a todos los seres. Por ello, solo Dios elige a quienes acoge en su seno, sin basarse en su mérito, su fe o sus corruptas indulgencias, sino únicamente en su propia misericordia. Las supersticiones del papado no importan. La codicia y el engreimiento de las formas degeneradas de! cristianismo no importan. Lo único que importa es el don de la devoción verdadera que recibí ese día, y que me llevó a arder en deseos de progresar hacia una doctrina más pura fundamentada sobre el poder absoluto y la gloria de Dios. Debo señalarte como el causante de que me imbuyese del deseo singular y piadoso de buscar todo aquello que es puro y sagrado, y por eso te da las gracias y te saluda tu amigo y servidor leal

IoannIs Calvinus

Orleans, 1530

Isabelle bajó la libreta.

– Vaya -se limitó a decir, sin aliento.

– Esto es algo gordo, ¿verdad? -preguntó Will.

– Sí, señor Piper, es algo muy gordo.

– ¿Cuánto debe de valer esta perla?

– ¡No seas tan materialista! Esto posee el mayor valor académico que puede imaginarse. Es la revelación de uno de los puntales de la revolución protestante. ¡La filosofía de la predestinación de Calvino se basa en su conocimiento de nuestro libro! ¿Te haces una idea?

– Suena a un dineral.

– Millones -suspiró ella.

– Antes de que terminemos, podrás añadir un ala nueva a la casa.

– No, gracias. Me conformo con reformar la instalación de agua y electricidad y el tejado. Apuesto a que ahora sí que aceptarás una copa.

– ¿Queda más whisky por ahí?

Después de la cena, Will siguió bebiendo a un ritmo lo bastante constante para notar que el cerebro empezaba a vibrarle de forma armónica. La idea de que llevaba dos y le faltaban dos reverberaba en su mente. Estaba a dos pistas de completar la misión y volver a casa. La situación aislada de la vieja y fría mansión, aquella chica preciosa, el whisky que corría a raudales; todo en conjunto lo embriagaba, minaba sus fuerzas y su determinación. «No es culpa mía -pensó, atontado-. No lo es.» Volvían a estar junto al fuego del gran salón.

– ¿Y los profetas? -preguntó Will haciendo un esfuerzo-. ¿Qué hay de los profetas?

– ¿De verdad te sientes con energía suficiente para buscar la siguiente pista? – repuso ella-.Yo estoy agotada. -También arrastraba las palabras. Iban directos hacia una repetición de la jugada.

– Dime nombres de profetas.

Ella crispó el rostro.

– Veamos… Isaías, Ezequiel, Mahoma. No sé.

– ¿Hay alguna relación entre alguno de ellos y la casa?

– No se me ocurre ninguna, pero estoy hecha polvo, Will. Sigamos por la mañana, estaremos más frescos.

– Tengo que regresar a casa pronto.

– Empezaremos temprano, te lo prometo.

No la invitó a su habitación; tuvo la fuerza de voluntad suficiente para no hacerlo.

En cambio, se sentó en un sillón lleno de bultos junto a la cama y escribió torpemente un mensaje de texto a Nancy: «La pista 2 estaba detrás de un azulejo con un molino. Otra revelación. La trama se complica. Pasemos a la pista 3. ¿Conoces nombres de profetas? Ojalá estuvieras aquí».

Veinte minutos más tarde, cuando empezaba a vencerlo el sueño, no tuvo la fuerza de voluntad suficiente para evitar que Isabelle entrara a hurtadillas en su habitación.

– Oye, lo siento -farfulló mientras ella se deslizaba bajo las sábanas-. Mi esposa…

Ella soltó un quejido.

– ¿Puedo quedarme a dormir? ¿Solo a dormir? -le preguntó como una niña.

– Claro. Siempre estoy dispuesto a probar algo por primera vez.

Ella se durmió acurrucada contra él y, al amanecer, no se había movido ni un milímetro.

Era una mañana agradable y templada para esa época del año. Después del desayuno, Will e Isabelle pensaban aprovechar que hacía un día radiante para pasear al aire libre y definir su plan de ataque.

Cuando Will subió a por su jersey, Nancy lo llamó al móvil.

– ¿Qué pasa? -contestó-. Es temprano para ti.

– No podía dormir. Estaba releyendo tu poema.

– Ah, muy bien. ¿Y eso?

– Me pediste ayuda, ¿recuerdas? Te quiero en casa, así que estoy motivada. ¿La segunda pista era importante?

– Sí, en un sentido histórico. Voy a tener mucho que contarte. El nombre de un profeta. ¿A qué crees que se refería el viejo Willie? Tú eres forofa de Shakespeare.

– En eso estaba pensando. Seguro que Shakespeare conocía todos los profetas de la Biblia: Elías, Ezequiel, Isaías, Jeremías… además de Mahoma, claro.

– Ella ya ha pensado en esos.

– ¿Quién?

Él titubeó por unos instantes.

– Isabelle, la nieta de lord Cantwell.

– Will… -dijo ella, muy seria.

– Es solo una estudiante -se apresuró a aclarar, y añadió-: Ninguno de esos nombres nos dice nada.

– ¿Y Nostradamus? -preguntó ella.

– Isabelle no lo ha mencionado.

– Dudo que Shakespeare nombrase a Nostradamus en ninguna de sus obras, pero en esa época ya debía de ser famoso en toda Europa. Sus Profecías eran un best seller. Las he consultado de madrugada.