– Vale la pena tenerlo en cuenta -dijo Will-. ¿Qué pinta tenía Nostradamus?
– Era un tipo con barba y una túnica.
– Hay muchos de esos por aquí -suspiró Will.
El jardín trasero de la casa estaba descuidado y lleno de hierbajos altos que empezaban a marchitarse con el clima otoñal. En otro tiempo había sido un bello jardín de dos hectáreas que había ganado premios y ofrecía vistas panorámicas de los campos y bosques por encima de los setos de arbustos autóctonos. En su momento de mayor esplendor, el abuelo de Isabelle tenía contratados a un jardinero a tiempo completo y a un ayudante, y él mismo trabajaba en él con sus propias manos. Ningún otro rincón de Cantwell Hall acusaba tanto como ese jardín las consecuencias de la edad avanzada del viejo y de la merma de su cuenta corriente. Un chico de la localidad cortaba el césped y arrancaba las malas hierbas de vez en cuando, pero los bosquecillos y los inmaculados arriates se encontraban en un estado lastimoso.
Cerca de la casa había un huerto abandonado y, justo al otro lado, dos macizos triangulares de dimensiones generosas a cada lado de un eje central de grava que conducía a otro huerto. Los macizos estaban bordeados de arbustos de hoja perenne, y en otra época crecían en ellos un césped ornamental y amplios parterres de perennifolias. Ahora más bien parecían tristes matorrales selváticos. Más allá del huerto había un extenso prado infestado de maleza que le encantaba a Isabelle cuando era una niña despreocupada, sobre todo en verano, época en la que el prado quedaba cubierto por el blanco espectacular de las margaritas.
– Dos para la alegría -dijo de pronto, apuntando con el dedo.
Will alzó la vista, perplejo, y miró al cielo azul con los ojos entornados.
– Allí, en el tejado de la capilla, dos urracas. «Uno para la pena, dos para la alegría, tres para el chico, cuatro para la chica.»
La hierba estaba mojada, y pronto sus zapatos quedaron empapados. Avanzaron con dificultad entre la broza del arcén en dirección a la capilla, cuya torre lanzaba destellos bajo el sol, como haciéndoles señas.
Isabelle ya estaba muy acostumbrada a la rareza de aquel edificio de piedra, pero, al verlo, Will se quedó tan impresionado como la primera vez. Cuanto más se acercaban, más lo confundía aquella visión.
– La verdad es que parece una broma extraña -comentó.
Su aspecto icónico era idéntico al de la catedral de Notre-Dame de París, con su fachada gótica, sus arbotantes, las dos anchas torres rematadas con arcos ojivales, la nave y el crucero coronados con una aguja primorosamente labrada. Pero era una versión en miniatura, casi un juguete para niños. Si en la gran catedral había espacio de sobra para seis mil fieles, en aquella capilla de jardín cabrían a lo sumo veinte. La aguja de París se erguía imponente a casi setenta metros de altura, mientras que la de Cantwell medía doce metros escasos.
– No se me dan muy bien las matemáticas -dijo Isabelle-, pero la escala corresponde a una fracción precisa del original. Por lo visto, Edgar Cantwell estaba obsesionado con eso.
– ¿Te refieres al Edgar Cantwell de la carta de Calvino?
– Al mismo. Regresó a Inglaterra después de estudiar en París y, un tiempo después, encargó la construcción de la capilla en honor de su padre. Es una obra arquitectónica única. A veces algunos turistas se desvían de la ruta de senderismo del fondo del valle para visitarla, pero no hacemos ningún tipo de publicidad. Se enteran exclusivamente por el boca a oreja.
Will levantó la mano para tapar el sol.
– ¿Es una campana eso que brilla en la torre más cercana?
– Debería tocarla para que la oigas. Es una miniatura en bronce de la que Quasimodo tañía en El jorobado de Notre-Dame.
– Tú eres más guapa que él.
– ¡Qué galante!
Continuaron su paseo en dirección al prado. Isabelle se disponía a decir algo cuando se percató de que Will se había detenido y estaba contemplando el campanario.
– ¿Qué pasa?
– Notre-Dame -dijo, y luego, en voz más alta-: Notre-Dame. Se parece bastante a Nostradamus. ¿Crees que a lo mejor…?
– ¡Nostradamus! -gritó ella-, ¡Nuestro profeta! ¡«Muy alto, sobre el nombre de un profeta»! Nostradamus se llamaba en realidad Michel de Nostredame. Will, eres un genio.
– Más bien el marido de un genio -murmuró.
Ella lo agarró de la mano y lo llevó casi a rastras por la vereda que conducía a la capilla.
– ¿Se puede subir ahí? -preguntó Will.
– ¡Sí! Pasé buena parte de mi infancia en esa torre.
Había una puerta recia de madera en la base de la torre. Isabelle la abrió empujando con el hombro, y la madera hinchada chirrió al raspar el umbral de piedra. Se dirigió rápidamente al púlpito y señaló en el rincón una puertecita tipo Alicia en el país de las maravillas.
– ¡Aquí arriba!
Pasó por la estrecha abertura casi con la misma facilidad que cuando era niña. A Will le costó un poco más. Sus anchos hombros se quedaron atascados, así que tuvo que quitarse la chaqueta para que no se le rasgara. Ascendió detrás de Isabelle por una escalera claustrofóbica de madera que era poco más que una escala de mano con pretensiones, hasta la plataforma en que se alzaba un andamio de madera que rodeaba la gastada campana colgante.
– ¿Te dan miedo los murciélagos? -preguntó ella, demasiado tarde.
Justo encima de ellos, había una colonia de murciélagos de Natterer con el vientre blanco colgados cabeza abajo. Unos pocos echaron a volar y comenzaron a atravesar los arcos zumbando y a revolotear enloquecidos por la torre.
– No me entusiasman.
– A mí sí -chilló ella-, ¡Son unos seres adorables!
En el interior de la torre, él apenas podía estar de pie sin golpearse la cabeza. Entre los arcos de piedra se divisaban unos campos esmeradamente arados y, más allá, la iglesia del pueblo. Will apenas se fijó en el paisaje. Estaba buscando algo, un escondrijo, cualquier cosa. No veía nada más que madera y obra de mampostería.
Empujaba con la palma de la mano los bloques dé piedra unidos con argamasa, pero todo lo que estaba a su alcance era sólido y firme. Isabelle ya se había puesto a cuatro patas en el suelo para inspeccionar las tablas cubiertas de guano. De pronto, se levantó y empezó a rascar enérgicamente algo con el tacón de la bota, ocasionando que se formara una pequeña nube de excrementos secos.
– Me parece que hay una inscripción en esta tabla, Will, ¡mira!
El se agachó y tuvo que reconocer que había una especie de grabado pequeño y curvo en una de las tablas. Se llevó la mano a la cartera y sacó su tarjeta VISA, que utilizó como rasqueta para limpiar la madera. Allí, con toda claridad, se apreciaba una figura redonda de cinco pétalos y unos tres centímetros de largo, grabada en la madera.
– ¡Es una rosa Tudor!-exclamó Isabelle-. No puedo creer que no la hubiera visto antes.
Will señaló al techo con un gesto.
– Es culpa de ellos. -Dio un fuerte pisotón sobre la tabla, pero esta no se movió-. ¿Qué opinas? -preguntó.
– Voy a buscar la caja de herramientas.
En un abrir y cerrar de ojos, desapareció escaleras abajo y él se quedó a solas con unos cientos de murciélagos. Los miró con recelo, ahí colgados como adornos de Navidad, y rezó porque nadie hiciera sonar la campana.
Cuando Isabelle regresó con la caja de herramientas, él metió un destornillador largo y fino en el espacio entre dos tablas, lo golpeó con el martillo y repitió la maniobra a lo largo del borde de la pieza que tenía la inscripción, mirando de vez en cuando hacia arriba para asegurarse de no alborotar a los mamíferos aletargados.
Una vez hubo abierto una rendija lo bastante grande, introdujo el destornillador hasta el fondo y lo usó como palanca para levantar la tabla medio milímetro, a trompicones. Insertó otro destornillador más grueso en la abertura y empujó hacia abajo con todo su peso. La tabla crujió y salió despedida hacia arriba, de modo que quedó suelta, en su mano.