Debajo había un hueco de unos treinta centímetros entre el suelo y las tablas del techo de abajo. A Will no le hacía ninguna gracia palpar el interior de un agujero oscuro, sobre todo habiendo tantos murciélagos por ató, pero, con una mueca, metió la mano, decidido.
De inmediato notó el tacto del vidrio en las yemas de sus dedos.
Asió un objeto liso y frío y lo sacó a la luz.
Una botella vieja.
Tenía forma de cebolla, de un vidrio soplado grueso de color verde oscuro, con una base plana y un cuello con borde de hilo trenzado. Tenía la boca sellada con cera. Will levantó la botella para mirarla a contraluz, pero el cristal era demasiado opaco. La agitó. Se oyó un repiqueteo leve.
– Hay algo en el interior.
– Adelante -lo apremió ella.
Will se sentó, sujetó la botella entre los zapatos y empezó a descascarillar la cera con uno de los destornilladores hasta que vio la parte de arriba de un corcho. Cambió el destornillador por uno de estrella y dio unos golpecitos suaves al tapón para hundirlo en la botella, hasta que fue a parar al fondo.
Puso la botella boca abajo y la agitó con fuerza.
Un rollo formado por dos pergaminos cayó sobre sus rodillas, Las hojas estaban lisas e inmaculadas.
– Ya estamos otra vez -dijo, sacudiendo la cabeza-.Aquí es donde entras tú.
Isabelle desenrolló las hojas con dedos temblorosos y las examinó. Una estaba escrita a mano; la otra, impresa.
– Es otra carta dirigida a Edgar Cantwell -susurró-.Y la portada de un libro muy antiguo y muy famoso.
– ¿Cuál?
– ¡Las profecías de Nostradamus!
Capítulo 24
1532,
París
Edgar Cantwell empezó a sentirse mal cuando estaba cenando en la casa de huéspedes de madame Pucell. Hacía un par de días que era vagamente consciente de un dolor en la ingle, pero no le había dado importancia, pues suponía que era un tirón del músculo. Estaba comiendo una costilla de cordero y un plato de puerros cuando un escalofrío recorrió su cuerpo como un enjambre de insectos alados. Su colega Richard Dudley, otro estudiante inglés, se fijó en la mala cara de su amigo y le preguntó qué le ocurría.
– He cogido frío, eso es todo -respondió Edgar, y a continuación se excusó y se levantó de la mesa.
Apenas llegó al salón, lo acometieron unas náuseas que lo hicieron vomitar una gran cantidad de comida sin digerir sobre la chaise longue de madame.
Cuando el médico lo visitó esa noche en su habitación, situada en lo alto de la escalera, Edgar no se encontraba nada bien. Estaba pálido y sudoroso, y tenía el pulso acelerado. Las molestias en la ingle habían dado paso a un dolor insoportable, y también le dolían las axilas. Las náuseas no habían remitido, y había empezado a sufrir accesos violentos de una tos seca. El médico levantó la manta, y sus dedos huesudos se fueron directos a los pliegues de la entrepierna, donde palparon unos bultos firmes y tan grandes como huevos de gallina. Cuando se los apretó, Edgar soltó un aullido de dolor. Al médico no le hizo falta ver nada más.
En el salón, Dudley lo cogió del brazo.
– ¿Qué le pasa a mi amigo? -preguntó.
– Debes marcharte de esta casa -bramó el médico, con los ojos desorbitados y llenos de terror-. Debéis iros todos de esta casa.
– ¿Irme de mi casa? ¿Por qué? -preguntó la patraña.
– Tiene la peste.
A Edgar solo le faltaban unos meses para terminar sus estudios y regresar definitivamente a Inglaterra. Se había convertido en un joven seguro de sí mismo que compensaba su aspecto ratonil con unos aires discretos de nobleza y superioridad. Había sobrevivido a Montaigu, así que se creía capaz de superar cualquier obstáculo en la vida. Tres años atrás, se había trasladado al Collège de Sorbonne, donde se había desenvuelto bien. Se avecinaban los exámenes finales, y si todo salía según lo previsto, Edgar volvería a su país con una prestigiosa licenciatura en derecho canónico. Su padre estaría orgulloso, y un futuro brillante se abriría ante él.
Pero en ese momento estaba solo y seguramente moribundo en una habitación fétida de una pequeña casa de huéspedes en aquella ciudad azotada por la peste. Estaba demasiado débil para levantarse de su sucia cama, y apenas le quedaban fuerzas para tomar sorbos de una jarra de té amargo que el médico le había dejado en su fugaz y última visita. En ese estado febril y desesperado, veía imágenes que desfilaban por su mente: un jabalí gruñendo que se transformaba en la cara de Bedier, que gruñía también, armado con su vara; un cortejo fúnebre de hombres sombríos y con túnicas negras; su preciado libro, tirado y abierto, con el nombre de Edgar Cantwell, Mors, flotando por encima de las páginas; después, el rostro oblongo y animado de un joven pelirrojo con una barba larga y rojiza, y mejillas de color carmesí, tan cerca, tan real…
– ¿Me oís, monsieur Cantwell?
Oyó una voz, vio unos labios que se movían.
– Apretadme la mano si me oís.
Edgar notó una mano fuerte bajo la suya y tuvo que apelar a toda su fuerza de voluntad para estrecharla.
– Bien.
Edgar, parpadeando confundido, miró los benévolos ojos color gris verdoso del hombre.
– Me he encontrado con vuestro médico en la casa de otro enfermo. Me ha dicho que había visitado a un estudiante inglés. Aprecio a los ingleses, y más aún si son estudiantes como lo era yo hace no mucho tiempo. Tanto estudio y trabajo duro… Sería una pena dejar que la peste diese al traste con todo eso, ¿no creéis? Además, he oído que vuestro padre es barón.
El hombre se apartó de la cama y abrió de golpe la ventana de Edgar, mascullando algo sobre miasmas inmundos. Llevaba la túnica encarnada de un doctor en medicina, pero a Edgar le pareció un ángel rojo que volaba por la habitación, infundiéndole una brizna de esperanza.
– Vuestro médico es viejo y supersticioso, de los que resultan inútiles en casos de peste. Lo he despedido, así que me haré cargo personalmente de vuestro cuidado, monsieur. Si sobrevivís, estoy seguro de que tendréis la bondad de pagarme. Si no, pasaréis a engrosar mis cuentas pendientes en el cielo. Y ahora, manos a la obra. ¡Hay que adecentar un poco este cuarto tan miserable!
Edgar perdía y recuperaba la conciencia una y otra vez. El ángel rojo era muy parlanchín, y cada vez que Edgar volvía en sí, oía un torrente de palabras.
La única manera de vencer la peste, le estaba explicando el hombre, era deshacerse de la porquería y las aguas negras, y administrar remedios de botica. Le dijo que cuando se declaraba una epidemia, había que vaciar las calles de cadáveres y regarlas con agua limpia, enterrar los cuerpos en cal viva, quemar la basura, limpiar las casas de las víctimas con vinagre y vino hervido, lavar las sábanas con regularidad y obligar a los criados de los muertos a llevar guantes de cuero y mascarillas. El no tenía que preocuparse por su propia salud, le contó, pues había sobrevivido a una infección leve de peste en Toulouse, por lo que estaba protegido contra la enfermedad.
Pero insistió en que nada era tan importante como sus medicinas, y, después de que el hombre lo frotase hasta dejarlo bien limpio, Edgar notó el sabor agradable de unas pastillas que le metió en la boca, seguido de un poco de vino fresco y diluido. Le oyó decir que regresaría más tarde con sopa y pan, y Edgar por fin consiguió articular unas palabras en poco más que un susurro.
– ¿Cómo os llamáis, señor?
– Soy Michel de Nostredame, boticario y médico, y estoy a vuestro servicio, monsieur.