Capítulo 25
Fiel a su palabra, el médico volvió junto a la cabecera de Edgar, que se mostró muy agradecido por ello. Le administró más pastillas y le dio trozos pequeños de pan mojados en un potaje de verduras. Edgar seguía dolorido y febril, y su cuerpo se convulsionaba por los ataques de tos, pero mirar a su ángel rojo lo serenaba y lo aliviaba en su desesperación. Su estómago no rechazó el pan; al poco rato, Edgar notó que le pesaban los párpados y se dejó engullir por la negrura.
Cuando despertó, era de noche y la habitación estaba a oscuras salvo por una vela solitaria que ardía sobre su mesa. Su ángel rojo estaba sentado en una silla con la mirada baja y vidriosa. Sobre la mesa había un cuenco de cobre lleno de agua hasta el borde. Era este cuenco lo que acaparaba la atención del hombre que, de vez en cuando, removía el agua con un palo. La luz de la vela danzaba en la superficie y bañaba el rostro moreno del hombre en un resplandor amarillo. De su boca salía un suave tarareo, quizá un cántico apagado. Estaba totalmente absorto, sin la menor conciencia de que lo observaran. Edgar decidió preguntarle qué hacía, pero antes de que pudiera intentarlo, la fatiga se apoderó de él, y volvió a quedarse dormido.
Por la mañana, la luz entraba a raudales por la ventana abierta, y corría una brisa refrescante. Junto a la cama había un plato de bacalao salado cuidadosamente partido en trozos pequeños, un pedazo de pan y una jarra de cerveza ligera. A Edgar apenas le alcanzaron las fuerzas para tomar unos bocados y levantar después el orinal para utilizarlo. Escuchó con atención por si se oían sonidos en la casa y, al no percibir ninguno, llamó al médico en voz más alta de lo que se creía capaz. No obtuvo respuesta.
Se quedó despierto, esperando a que sonaran las pisadas familiares en la escalera. Antes de que terminara la mañana, las oyó de nuevo y se puso eufórico.
El ángel rojo había vuelto con más pastillas y dientes de ajo. Se mostró complacido con la mejoría de Edgar y le comentó animadamente que el hecho de que no estuviera muerto era buena señal. Echó un vistazo rápido a los huevos de gallina en las axilas y la ingle, pero obedeció a Edgar cuando este le suplicó, alarmado, que no se los apretara, pues le escocían de una manera atroz, como si estuvieran al rojo vivo. Saltaba a la vista que sería una visita muy corta, pues el hombre no se quitó la capa y se movía por la habitación con rapidez, limpiando y ordenando.
– Por favor, doctor, no os marchéis tan deprisa -le pidió Edgar con un hilillo de voz.
– Tengo otros pacientes, monsieur.
– Por favor. Hacedme un poco de compañía, os lo ruego.
El médico se sentó y dobló las manos sobre el regazo.
– ¿Estuve soñando?
– ¿Cuándo?
– La noche que os vi mirar fijamente un cuenco de agua.
– Tal vez, tal vez no. No me corresponde a mí decirlo.
– ¿Os estáis valiendo de la brujería para sanarme?
El médico se rió con ganas.
– No. Solo me valgo de la ciencia. Los elementos esenciales son la limpieza y mis pastillas para la peste. ¿Queréis saber qué contienen?
Edgar asintió.
– La fórmula es mía; llevo perfeccionándola desde que estudiaba medicina en Montpellier. Arranco trescientas rosas al alba, las machaco junto con serrín de la madera de ciprés verde y lo mezclo con la medida precisa de iris de Florencia, clavo y cálamo aromático. ¡Confío en que la fiebre os impida recordar esta lista, pues es secreta! ¡Cuento con que mis pastillas me hagan muy rico y famoso!
– Sois ambicioso -dijo Edgar, y logró sonreír por primera vez.
– Siempre lo he sido. Mi abuelo materno, Gassonet, era un hombre ambicioso, y ha tenido una influencia profunda en mi pensamiento.
Edgar intentó incorporarse.
– ¿Gassonet, habéis dicho?
– Sí.
Edgar estaba atónito.
– No es un nombre muy común.
– Es posible. Era judío. ¡Volved a tumbaros! Parecéis alterado.
– Continuad, por favor.
– Era un gran erudito de Saint-Rémy. Me enseñó latín, hebreo, matemáticas y las ciencias celestes desde que era yo muy joven.
– ¿Sois astrólogo?
– Ya lo creo. Aún conservo el astrolabio de latón que mi abuelo me legó. Las estrellas influyen de forma constante en todas las cosas de la tierra, incluso para diagnosticar las dolencias del cuerpo. Decidme la fecha de vuestro nacimiento, y yo dibujaré vuestra carta astral esta noche.
– Decidme, ¿pueden las estrellas revelarme la fecha de mi muerte? -preguntó Edgar.
Nostredame miró a su paciente con suspicacia.
– No, señor, pero es una pregunta un tanto insólita, si se me permite decirlo. Ahora os aconsejo que mastiquéis tres pastillas más y después os durmáis. Regresaré por la tarde. Hay una mujer más enferma que vos en la rue des Écoles y esta mañana me ha dicho, en su penoso estado, que si no volvía a su lado pronto, tendría que coser su propia mortaja.
El médico visitó a su paciente y le administró sus remedios durante dos días más. Edgar estaba ansioso por hablar con el hombre y siempre insistía débilmente en que se quedara más tiempo, pero el médico protestaba y se quejaba del gran número de desdichados aquejados por la enfermedad que había en el distrito. Pero, una tarde, cuando Nostredame entró apresuradamente con sus pastillas y una olla de sopa, se encontró a Edgar sollozando de forma incontrolable.
– ¿Qué os aflige, monsieur?
Edgar se señaló la entrepierna.
– Mirad -gimió.
El médico levantó las mantas. Los dos pliegues inguinales estaban cubiertos de pus sanguinolento.
– ¡Excelente! -exclamó el médico-.Vuestras bubas se han reventado. ¡Estáis a salvo! Si os mantenemos limpio, os prometo que os recobraréis completamente. Esta era la señal que estaba esperando.
Sacó un cuchillo de su saco, cortó una de las delicadas camisas buenas de lino de Edgar en tiras y vendó con ellas los abscesos supurantes. Le dio un poco de sopa y se sentó en la silla, cansado.
– Lo confieso, estoy fatigado -dijo Nostredame.
El sol poniente inundaba la habitación con un brillo dorado que daba al hombre de barba y túnica roja un aire beatífico.
– Sois un ángel para mí, doctor. Me habéis librado de la muerte.
– Estoy satisfecho, señor. Si todo sale como preveo, recuperaréis la salud en menos de dos semanas.
– Debo encontrar un modo de recompensaros, doctor.
Nostredame sonrió.
– Os lo agradecería mucho.
– Tengo poco dinero aquí, pero le escribiré a mi padre, le diré lo que habéis hecho y le pediré que envíe fondos.
– Sois extremadamente amable.
Edgar se mordió el labio. En los últimos días había ensayado mentalmente ese momento.
– Tal vez, doctor, pueda ofreceros otro obsequio de forma más inmediata.
Nostredame arqueó una ceja.
– Ah. ¿Y de qué obsequio se trata, monsieur?
– Está en mi baúl. Encontraréis un libro y unos papeles que os ruego que examinéis. Creo que os parecerán del mayor interés.
– ¿Un libro, decís?
Nostredame sacó el pesado volumen de debajo de la ropa de Edgar y regresó a la silla. Se fijó en el año 1527 inscrito en el lomo y abrió una página al azar.
– Qué curioso -murmuró-. ¿Qué podéis contarme de él?
Edgar le refirió todos los detalles, la larga historia del libro en la familia Cantwell, su fascinación por ese tomo, el hecho de haberlo «tomado prestado» a su padre junto con la carta del abad, el modo en que había comprobado, con un compañero de clase, que el libro predecía de verdad acontecimientos humanos. A continuación, le pidió encarecidamente a Nostredame que leyera la carta por sí mismo.
Observó cómo el joven médico se atusaba nervioso la larga barba con una mano mientras con la otra sujetaba en alto las hojas, una tras otra, a la luz de los últimos rayos de sol. Vio que empezaba a temblarle el labio y que se le humedecían los ojos.