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Entonces lo oyó susurrar ese nombre: Gassonet. Edgar sabía qué pasaje de la carta de Félix estaba leyendo.

Sin embargo, no olvido la única ocasión en que vi a una de las hermanas elegidas alumbrar, no a un varón, sino a una niña. Tenía entendido que no era la primera vez que ocurría tan raro suceso, pero nunca había visto nacer a una niña hasta ese momento. La niña muda de ojos verdes y pelirroja creció, pero, a diferencia de sus parientes, no desarrolló el don de la escritura. A los doce años, fue expulsada y entregada a Gassonet el judío, un mercader de grano, quien se la llevó de la isla e ignoro qué hizo con ella.

Fijó la mirada en el cabello rojizo y los ojos verdosos del médico. Edgar no leía la mente, pero estaba seguro de que sabía qué pasaba por la cabeza del hombre en ese momento.

Cuando Nostredame terminó, metió las hojas de nuevo entre las páginas del libro y lo depositó sobre la mesa. Se sentó pesadamente y se puso a llorar en silencio.

– Me habéis dado algo mucho más importante que dinero, monsieur; me habéis dado mi raison d'être.

– Vos tenéis poderes, ¿verdad? -preguntó Edgar.

El médico tenía las manos trémulas.

– Veo cosas.

– El cuenco. De modo que no era un sueño.

Nostredame alargó el brazo hacia su saco y extrajo de él un cuenco abollado de cobre.

– Mi abuelo era vidente. Y el suyo también, según se dice. Él utilizaba esto para ver el futuro y me enseñó sus secretos. Mis poderes, monsieur, son grandes e insignificantes a la vez. En el estado adecuado, me vienen fragmentos de visiones, cosas oscuras y terribles, pero no poseo el don de ver el futuro con la precisión que describe este tal Félix. No puedo predecir cuándo nacerá un niño o cuándo morirá un hombre.

– Sois un Gassonet -dijo Edgar-. Lleváis la sangre de Vectis en las venas.

– Eso me temo.

– Por favor, examinad mi futuro, os lo ruego.

– ¿Ahora?

– ¡Sí, por favor! Por obra de vuestra mano sanadora, he sobrevivido a la peste. Ahora, quiero ver lo que me depara el destino.

Nostredame asintió. Cerró las cortinas para que la habitación quedara en penumbra y llenó su cuenco con agua de una jarra. Encendió una vela, se sentó ante el cuenco y se subió la capucha de la túnica hasta que su rostro quedó oculto bajo la tela en forma de pico. Agachó la cabeza sobre el cuenco y comenzó a mover su palo de madera sobre la superficie del agua. Al cabo de pocos minutos, Edgar oyó el mismo cántico suave y vibrante que brotaba de la garganta del hombre la noche en que él se encontraba en estado febril. El cántico se volvió más insistente. Aunque Edgar no alcanzaba a ver los ojos del médico, se imaginó que los tenía desorbitados y se movían frenéticamente. El palo se agitaba de forma violenta sobre el cuenco. Los sonidos guturales iban in crescendo, cada vez más fuertes y frecuentes. Los gruñidos y jadeos pusieron nervioso a Edgar, que se arrepintió de haberlo enviado por ese camino tan aterrador. De repente, de buenas a primeras, todo terminó.

La habitación quedó en silencio.

Nostredame se quitó la capucha y miró a su paciente con respeto reverencial.

– Edgar Cantwell -dijo despacio-, vais a ser un hombre importante, un hombre rico, y antes de lo que os imagináis. Vuestro padre, Edgar, correrá una suerte vil y terrible, y vuestro hermano será el instrumento de su destino. Es todo lo que veo.

– ¿Cuándo? ¿Cuándo ocurrirá eso?

– No lo sé. El alcance de mis poderes es limitado.

– Os agradezco lo que habéis hecho.

– No, soy yo quien debe daros las gracias, señor. Me habéis revelado mis orígenes, y ahora sé que no debo combatir mis visiones como si fueran demonios, sino ponerlas al servicio de un bien superior. Ahora sé que tengo un destino que cumplir.

Edgar recobró gradualmente las fuerzas y la salud, y pronto la peste se extinguió por sí sola en el distrito universitario. Se presentó a sus exámenes y obtuvo la licenciatura por la Sorbona. En su último día en París, se pasó toda la mañana sentado en la catedral de Notre-Dame, admirando su esplendor y su majestuosidad por última vez. Cuando regresó a la casa de huéspedes, su amigo Dudley insistió en ir a la taberna de la universidad para tomar una última copa, pero Edgar encontró una carta que la patrona había dejado apoyada en la puerta de su habitación.

Se sentó en la cama, rompió el sello y leyó, horrorizado.

Queridísimo hijo:

Ninguna madre debería pasar por el trance de tener que escribir una carta como esta, pero debo comunicarte que tu padre y tu hermano han muerto. Las trágicas circunstancias me abruman, y te ruego que vuelvas para hacerte cargo de la heredad de tu padre en calidad de nuevo barón de Wroxall. Él y William discutían sobre algún asunto y llegaron a las manos; tu padre cayó sobre el fuego del gran salón y se quemó el hombro. La quemadura no sanó y le provocó una fiebre que le causó la muerte. William quedó muy afligido y se quitó la vida con su propio cuchillo. Desconsolada y llena de dolor, te suplico que vuelvas cuanto antes a mi lado.

ElIzabeth

Veintitrés años después, en 1555, el viejo médico de la peste estaba sentado en su estudio de la buhardilla escribiendo una carta. Era pasada medianoche, y reinaba el silencio en las calles de Salon-de-Provence, por lo que su concentración era absoluta. Aquel era su momento especial, cuando su esposa y sus hijos dormían y él podía trabajar sin que lo molestaran durante todo el tiempo que quisiera o hasta que, rendido por el sueño, se acercaba dando tumbos hasta el catre del estudio.

Hacía ya tiempo que había latinizado su nombre y se hacía llamar Nostradamus, pues le parecía que eso le daba una sonoridad más imponente, y ahora tenía una reputación que mantener. Sus almanaques se vendían en grandes cantidades por toda Francia y en los países vecinos, y su fortuna iba en aumento. Ya no ejercía de boticario ni de médico; en cambio, dedicaba toda su atención a las actividades más rentables de la astrología y la adivinación.

En ese momento, sujetaba en la mano un ejemplar de su última obra, que esperaba que le reportase más fama, reconocimiento y dinero. El libro, impreso en Lyon, pronto saldría a la venta. Su editor le había enviado una caja repleta de ejemplares. Sacó uno y, con su cuchillo más afilado, cortó la portada: LES PROFITIES, DE M. MICHEL NOSTRADAMUS.

Mojó la pluma y continuó con la carta.

Mi querido Edgar:

M. Fenelon, el embajador de Francia en Inglaterra, me comunica que estás bien. Me cuenta que te visitó en el palacio de Whitehall y que tienes una buena esposa, dos bijas, y una finca hermosa y próspera. He consultado mis cartas astrales y mi cuenco, que me dicen que pronto serás bendecido con hijos varones.

Nada me hace más feliz que saber que sigues siendo mi primo inglés, pues ocupas un lugar especial en mi corazón. Como bien sabes, tu libro y tus papeles de Vectis han tenido un efecto profundo en mi vida y mis inquietudes. Conocer mi linaje me ha dado la confianza necesaria para aceptar mis visiones y comprender que en realidad son profecías auténticas y verídicas de gran utilidad para la humanidad. Desde entonces he deseado poner mi don al servicio de la gente, para advertir y enseñar tanto a los príncipes como al vulgo cómo será su futuro.

En los últimos tiempos, he conseguido rehacer mi vida. Mi primera esposa y mis dos amados hijos perecieron de forma cruel a causa de la peste y, pese a mis habilidades, fui incapaz de salvarlos. Más tarde volvía casarme, y mi esposa me ha dado tres hijos y tres hijas que son una gran alegría para mí. He publicado recientemente la primera de mis Profecías, un gran proyecto cuyo objetivo es legar mis predicciones a los siglos venideros en forma de cien cuartetas para interés y aleccionamiento de quienes las lean. Remito adjunta la portada del libro, para que te entretengas un poco, y confío en que comprarás un ejemplar cuando esté disponible en Londres. He guardado tu secreto familiar tal como me pediste y te ruego que hagas tú otro tanto con el mío. Solo tú sabes que soy un Gassonet y que la extraña sangre de Vectis fluye por mis venas.