MlCHEL NOSTRADAMUS, 1555
Capítulo 26
1581,
Wroxall
Edgar Cantwell tenía el aspecto de un hombre muy viejo y se sentía como tal. A los setenta y dos años todo en él se había vuelto gris: su cabello, su barba, incluso su piel marchita y de tintes plateados. Padecía achaques dolorosos, desde el absceso de la mandíbula hasta el gotoso dedo del pie, y su temperamento se había avinagrado de forma crónica. Sus principales placeres eran dormir y beber vino, y dedicaba buena parte de sus días a hacer ambas cosas.
Sus hijas Grace y Bess se mostraban solícitas con él, y sus respectivos maridos le parecían tipos tolerables. Richard, su hijo varón más joven, era un muchacho bondadoso y aplicado, que ya destacaba en griego y latín a los trece años, pero Edgar no podía contemplar su rubia cabellera sin pensar en la madre del chico, que había muerto de fiebre puerperal dos días después de dar a luz.
John, el mayor de los varones, era quien le amargaba la existencia, pues era una fuente constante de ira e irritación. El joven, a sus diecinueve años, se había convertido en un borracho y un fanfarrón que trataba con desdén todo lo que Edgar consideraba sagrado. El anciano recordaba vagamente que en su juventud había sido un muchacho rebelde con cierta propensión al libertinaje, pero siempre había obedecido a su padre y acatado sus deseos, hasta el extremo de dirigirse a París como un cordero al matadero para estudiar en el espantoso colegio de Montaigu.
Al parecer, el respeto y la consideración filial no iban con su hijo. Era un producto de su tiempo, con la cabeza llena del boato y la ostentación de la modernidad isabelina: ropa elegante, música frívola, troupes teatrales y una actitud demasiado displicente hacia cuestiones tan serias como Dios y la religión. En opinión de Edgar, su hijo mostraba más respeto hacia una jarra de vino o las posaderas de una moza que hacia los deseos de su padre. Si Richard hubiera sido el mayor, Edgar no habría temido tanto por el futuro de su patrimonio.
Consideraba particularmente digno de protección dicho patrimonio porque lo había acumulado trabajando con diligencia durante toda su vida al servicio de la Corona, el reino y Cantwell, y no estaba dispuesto a ceder alegremente a un borrachín de pocas luces la influencia que tanto le había costado conseguir. Obligado a cargar con las responsabilidades de la baronía inmediatamente después de la muerte prematura de su padre, había desarrollado una carrera como hombre entregado a la vida pública que debía navegar con cuidado por las procelosas aguas de la política de Estado.
Cuando regresó a Inglaterra en 1532, el rey Enrique, a espaldas de Edgar y de casi todos sus súbditos, se había casado en secreto con Ana Bolena y había iniciado un grave conflicto con Roma al exigir que se anulara su matrimonio anterior con Catalina. Eran días ajetreados para Edgar, que se había propuesto ocuparse de la finca, construir una capilla privada, su Notre-Dame en miniatura, como homenaje a su padre asesinado, asumir un cargo acorde con su formación legal en el Consejo de las Marcas y encontrar una esposa adecuada para él.
Las cadenas que unían Inglaterra a Roma se rompieron poco a poco, por medio de una serie de medidas y contramedidas que culminaron en la primera gran crisis de Edgar cuando, en 1534, el Parlamento aprobó la Ley de Supremacía que declaraba alta traición la negativa a jurar que Enrique era la Autoridad Suprema en la Tierra de la Iglesia de Inglaterra.
Edgar se apresuró a jurar lealtad porque era consciente de los rumores que corrían en la corte acerca de la capilla papista que estaba construyendo en Wroxall. Era un buen católico, desde luego, pero, debido a sus años en París, su amistad con Juan Calvino y su conocimiento secreto de la certeza de la predestinación, era lo bastante «protestante» para convencerse de que no estaba condenando su alma a las llamas del infierno por ponerse de parte del rey en su «cuestión real».
El rey Enrique presionó a Cromwell, Cromwell presionó al Parlamento y así, eslabón a eslabón, la cadena entre Inglaterra y Roma se fue separando hasta quedar totalmente seccionada en 1536. Declarar nula la autoridad del Papa fue el golpe de gracia. Inglaterra se había convertido en el reino del Reformador.
Edgar se casó con Katherine Peake, una mujer poco agraciada que provenía de una familia acaudalada, pero ella murió al dar a luz a un niño muerto, dejándolo viudo y sin hijos. Se consagró a su trabajo y ocupó el cargo de juez del Tribunal de Sesiones Trimestrales, y luego del Tribunal de Grandes Sesiones, donde llegó a ser juez principal. Hasta cierto punto, su fortuna creció y mermó con el auge y la caída de la tercera esposa de Enrique, Jane Seymour, pues la familia Seymour tenía lazos de sangre con los Cantwell. Pero cuando su hijo Eduardo ascendió al trono en 1547 y el hermano de su madre, Edward Seymour, fue nombrado Lord Protector, Edgar, para su gran satisfacción, pasó a formar parte de la Cámara de los Lores y el Consejo Asesor.
La Reforma del rey Eduardo fue más radical que la de su padre, y todos los vestigios del papismo quedaron erradicados de la campiña. La tarea de desmantelar las iglesias católicas se llevó a cabo en una orgía de vidrieras destrozadas, estatuas rotas y vestiduras quemadas. Se eximió al clero del celibato, se suprimieron las procesiones, se prohibió la bendición de la ceniza y de las palmas, los altares de piedra se reemplazaron por mesas de comunión de madera. Calvino, el amigo de Edgar, estaba ejerciendo desde la lejana Ginebra una enorme influencia sobre las islas británicas. La Notre-Dame en miniatura de Edgar sobrevivió a los desórdenes solo porque se encontraba en terrenos privados y él era un noble poderoso y discreto.
Durante un tiempo, el péndulo fue en la dirección contraria cuando la reina María sucedió a su hermano y reinó durante cinco breves años, pugnando celosamente por restaurar la fe católica. En ese período, quienes eran aprehendidos y quemados en la hoguera eran los protestantes. Edgar redescubrió astutamente sus raíces papistas, se casó en segundas nupcias con Juliana, que procedía de una familia de católicos encubiertos de Stratford-upon-Avon. Juliana, casi quince años más joven que él, no tardó en darle descendencia, y sus dos hijas vinieron al mundo como católicas.
Y entonces el péndulo cambió de dirección otra vez. En 1558, María murió, su hermana Isabel ocupó su lugar e Inglaterra se convirtió de nuevo en un reino protestante. Edgar, lejos de amilanarse, abrazó de nuevo el protestantismo, haciendo oídos sordos a las súplicas de su esposa, que, a pesar de todo, continuó celebrando misas en secreto en su capilla y educando a sus hijas con la Biblia en latín. Pese a su edad avanzada, Edgar consiguió al fin engendrar un varón, a quien su mujer bautizó con el nombre de John en una ceremonia católica clandestina. Cinco años después nació Richard, y Juliana perdió la vida para gran desconsuelo de Edgar.
Al llegar a la vejez, los esfuerzos por compaginar su vida política y religiosa habían dejado huella en él. Lo aquejaban tantas dolencias que rara vez salía de Cantwell Hall. Hacía dos años que no visitaba la corte, y suponía que la reina se había olvidado de su existencia. Pero, por encima de todo, estaba obsesionado con el tarambana de su hijo.
Aunque era un caluroso día de verano, Edgar tenía frío, como siempre. Insistió en quedarse sentado frente a la pequeña chimenea de su habitación, con un chal sobre los hombros y las piernas cubiertas con una manta. No tenía apetito y andaba siempre suelto de vientre, lo que atribuía a los remedios para la gota que el incompetente boticario del pueblo le administraba. Si el viejo sanador Nostradamus no hubiese muerto, Edgar le habría rogado que viajase a Inglaterra para tratar sus enfermedades.