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Por la ventana le llegó el sonido de unas carcajadas y bromas masculinas procedentes del jardín. Cuando apretó los dientes, furioso, el dolor de su mandíbula infectada estuvo a punto de hacerlo caer de su silla. Apuró el vino que quedaba en la jarra con tragos rápidos y largos, manchándose el mentón de rojo. Prefería embotarse el cerebro a soportar esa angustia mental y física. Habría deseado poseer el libro de Vectis, que contenía la fecha de su muerte, para saber durante cuánto tiempo más tendría que sufrir. Su hijo se rió de nuevo y siguió cotorreando.

John lo estaba pasando bien, embriagado por aquel día de mediados de verano en que la hierba era espesa y verde; el sol, cálido y brillante, y las flores, una explosión abrasadora de color en el jardín. Estaba jugando al tiro con arco, aunque los blancos rellenos de heno estaban a salvo de sus flechas, debido a su mala puntería. Cada vez que fallaba, su amigo se revolcaba literalmente en el suelo, presa de una risa histérica.

– ¡A la mierda, Will! -gritó John-. ¡Tú no lo haces mejor!

John, aunque joven, ya tenía el cuerpo grueso de un plebeyo, más propio de un bebedor pendenciero que de un caballero o un estudioso. Como algunos de los jóvenes de la época, iba bien afeitado, lo que a los ojos de su padre hacía que su rostro pareciera desnudo. La barba favorecía el mentón de los Cantwell, y el muchacho no era precisamente un adonis. La nariz ganchuda de los Cantwell no armonizaba con sus ojos llorosos y sus mofletes carnosos, y el chico llevaba los labios fruncidos en un perpetuo gesto lascivo. Durante sus dos lamentables años en Oxford, antes de que lo expulsaran por provocar alborotos, las señoritas del burdel que frecuentaba rezaban para que no las eligiese ese zoquete de carácter violento.

Su amigo era algo más refinado. Tenía diecisiete años, un cuerpo delgado pero musculoso, una expresión inteligente, y un atisbo más que decente de bigote y perilla. Su larga cabellera negra le caía sobre el cuello de la camisa y resaltaba como el ébano contra la palidez de su piel tersa. Tenía unos ojos azules de mirada traviesa y una sonrisa encantadora que parecía no borrarse nunca. Se expresaba de forma clara y precisa, y su presencia incitaba a los hombres a tomarlo en serio.

Conocía a John Cantwell desde la infancia, cuando ambos asistían a la King's New School en Stratford. Aunque Will era mejor estudiante con diferencia, el padre de Will, que era mercader, carecía de medios para enviarlo a la universidad. Cuando echaron a John de Oxford, regresó a su casa solariega y recuperó su relación con el muchacho. No tardaron en hacerse de nuevo buenos amigos, pues disfrutaban con la compañía y las bromas subidas de tono del otro.

Will se echó un chorro de cerveza en la boca con una bota y cogió el arco de las manos de su acompañante ebrio.

– Por supuesto que puedo hacerlo mejor, señor mío.

Tensó con suavidad la cuerda hacia atrás, apuntó y soltó la flecha, que voló directamente hacia la diana hasta clavarse en el centro.

John soltó un gruñido sonoro.

– Púdrete en el Hades, maese Shakespeare.

Will le dedicó una mueca y dejó caer el arco para beber más cerveza.

– Vayamos dentro -propuso John-. Hace demasiado calor para practicar deportes. ¡A la biblioteca, tu sitio favorito!

En efecto, cada vez que Will entraba en la biblioteca de los Cantwell, parecía un niño en una habitación repleta de tartas de fruta a su entera disposición. Se dirigió directamente hacia uno de sus libros preferidos, Vidas paralelas de Plutarco, lo sacó de la estantería y se arrellanó en un sillón grande, junto a la ventana.

– Deberías dejar que me lo lleve a casa, John -dijo-.Yo haré mejor uso de él que tú.

John llamó al criado para que les llevara más cerveza y se dejó caer pesadamente en un diván.

– Pues róbalo -replicó-. Llévatelo escondido bajo la camisa. A mí me da igual.

– Pero tal vez a tu padre no.

– Creo que no se enteraría. Ya no lee. Prácticamente no hace nada. Cuando viene aquí solo es para ponerse El Libro sobre las rodillas y acariciarlo como a un perro viejo.

Pronunció las palabras «El Libro» con veneración fingida. Señaló desdeñosamente el libro que ocupaba el lugar de honor en el primer estante, con la fecha 1527 grabada en el lomo.

Will se rió.

– Ah, el libro mágico de Cantwell Hall. -Con voz de niño, añadió-: Por favor, decidme, señor, ¿cuándo me llegará la última y amarga hora?

– Hoy mismo, si no cierras el pico.

– ¿Y quién será el instrumento de mi muerte, bellaco?

John se echó más cerveza entre pecho y espalda.

– Lo estás mirando a los ojos.

– ¿Tú? -Will soltó una carcajada-. ¿Tú y cuántas legiones?

Era una invitación a pelear, así que ambos chicos se levantaron y comenzaron a caminar en círculo, mirándose y riéndose el uno del otro. Cuando Will atacó para derribar a su amigo,

John cogió el libro que tenía más a mano y lo arrojó con fuerza a la nuca de Will.

– ¡Ay! -Will detuvo su ataque, se frotó la nuca y recogió el libro del suelo de madera. Las hojas se habían desprendido de la cubierta por la violencia del golpe y la caída.

– ¡Por todos los Dioses! ¡Una tragedia! -exclamó en tono melodramático-. ¡Has roto por la mitad una tragedia griega y has incurrido en la ira de Sófocles!

Una voz procedente de la puerta los sobresaltó.

– ¡Habéis estropeado uno de los libros de nuestro padre!

El joven Richard estaba ahí de pie, con los brazos enjarras como una dama indignada. Sus labios temblaban de furia. Ningún otro miembro de la familia compartía como él la forma de pensar de su padre, y se tomaba el comportamiento de su hermano como una afrenta personal.

– Largo de aquí, mocoso -dijo John.

– No me iré. Tienes que confesarle a nuestro padre lo que has hecho.

– Déjanos en paz, renacuajo, o tendré algo más que confesar.

– ¡No me iré! -repitió Richard con tozudez.

– Pues entonces te obligaré.

John se abalanzó hacia la puerta. El chico dio media vuelta y huyó, pero no fue lo bastante rápido. Su hermano lo atrapó en el centro del gran salón justo cuando se disponía a deslizarse bajo la mesa de banquetes.

John lo tumbó bruscamente boca arriba y se colocó encima, a horcajadas, con las rodillas sobre sus hombros y las caderas sobre su cintura, de manera que el chico quedó inmovilizado. No podía hacer otra cosa que escupir, lo que irritó tanto a su hermano mayor que le asestó un puñetazo en un lado de la cara. Su anillo de sello le rasgó la piel y le abrió una vena de la cabeza. Un chorro de sangre puso fin súbitamente a la pelea. John lo soltó con un juramento y, mientras el chico se alejaba corriendo, le gritó que él había causado el incidente con su insolencia.

Minutos después, John volvía a estar en la biblioteca, bebiendo malhumorado; Will tenía la nariz metida en un libro. Edgar Cantwell apareció, arrastrando su dolorido pie enfermo, con una capa demasiado gruesa para la época sobre los hombros. Tenía una expresión temible, a medio camino entre la rabia y el asco.

– ¡Le has hecho daño al chico! -gritó, con una voz que le heló la sangre a su hijo.

John hizo un mohín, atontado por el alcohol.

– Se ha hecho daño él solo. Ha sido un accidente. Shakespeare te lo confirmará.

– No lo he visto, señor -dijo Will con sinceridad, rehuyendo la mirada del anciano.

– Bueno, jóvenes, lo que yo veo es a unos idiotas borrachos que no sirven para nada salvo para holgazanear y satisfacer su ansia de placeres pecaminosos. ¡Tú, Shakespeare, eres problema de tu padre, pero este infeliz es mi problema!