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A Will el libro seguía causándole dolor y, para colmo, cada vez que miraba su ejemplar, orgullosamente expuesto sobre una mesita en el cuarto de estar, no podía evitar pensar en el papel que había tenido en la solución del caso del Juicio Final. Sacudía la cabeza con la mirada perdida y entonces Nancy sabía hacia dónde vagaban sus pensamientos.

Will se percató de que Greg estaba de mal humor antes de que cruzara el umbral, así que se apresuró a ponerle una copa de vino en la mano.

– Anímate -le dijo cuando Laura y Nancy se fueron al dormitorio para disfrutar un rato con el bebé-. Si yo soy capaz, tú también.

– Estoy bien.

No lo parecía. Greg siempre había tenido un aspecto enjuto, hambriento, con las mejillas hundidas, la nariz angulosa y un hoyuelo profundo en la barbilla; el tipo de cara que arrojaba sombras sobre sí misma. Daba la impresión de que no se peinaba nunca. A Will le parecía la caricatura de un periodista beat cargado de cafeína y falto de sueño que se tomaba demasiado en serio a sí mismo. Aun así, era un buen tipo. Cuando Laura se quedó embarazada, Greg estuvo a la altura y se casó con ella sin nada de preguntas ni melodramas. Dos bodas Piper en un año. Dos bebés.

Los hombres se sentaron. Will le preguntó a Greg en qué estaba trabajando. Este le contó algo con voz monótona acerca de algún foro sobre el cambio climático y ambos se aburrieron enseguida. Greg estaba atravesando el bache del principio de la vida laboral. Aún no había encontrado una noticia a la que pudiera agarrarse para darle a su carrera el impulso que necesitaba. Will lo tenía bien presente cuando Greg preguntó por fin:

– Bueno, Will, la última vez que oí hablar del asunto, no se había sacado nada en claro del caso Juicio Final.

– Pues no. Nada.

– No llegó a resolverse.

– No. Nunca.

– Los asesinatos cesaron, sin más.

– Sí. Así fue.

– ¿No te parece un poco raro?

Will se encogió de hombros.

– Llevo más de un año fuera del caso.

– Nunca me contaste qué pasó, ni por qué te retiraron del caso, ni por qué dictaron una orden de detención contra ti, ni cómo se arregló todo.

– Tienes razón, nunca te lo conté. -Se levantó-.Voy a remover un poco ese arroz, porque si no tendremos que comérnoslo con escoplo. -Dejó solo a Greg en la sala, tomándose su vino con aire taciturno.

Durante la cena, Laura estaba exultante. Tenía las hormonas en plena efervescencia, sobre todo después de acunar a Phillip en brazos e imaginarse que era suyo. Se llevaba a la boca grandes cucharadas de chile con carne y, entre un bocado y otro, charlaba animadamente.

– ¿Cómo lleva papá la jubilación?

– Ha perdido vitalidad -observó Nancy.

– Estoy aquí sentado. ¿Por qué no me lo preguntas a mí?

– Vale, papá, ¿cómo llevas la jubilación?

– He perdido vitalidad.

– ¿Lo ves? -Nancy se rió-. Con lo bien que estaba al principio…

– ¿Cuántos museos y conciertos puede soportar un hombre?

– ¿Qué clase de hombre? -preguntó Nancy.

– Uno como Dios manda, a quien le guste ir de pesca.

– ¡Pues vete a Florida! -exclamó Nancy, exasperada-. ¡Vete a pescar al golfo durante una semana! Le pediremos a la canguro que venga más horas.

– ¿Y si te hacen trabajar horas extras?

– Me tienen investigando robos de identidad, Will. Me paso todo el día conectada a internet. No hay peligro de que me hagan trabajar horas extras hasta que me asignen casos de verdad.

Will cambió de tema, molesto.

– Quiero ir todos los días, cuando me dé la gana.

A Nancy se le borró la sonrisa de la cara.

– Lo que quieres es que nos mudemos.

Laura le dio una patada a Greg por debajo de la mesa para que interviniese.

– ¿Lo echas de menos, Will? -preguntó Greg.

– ¿El qué?

– Trabajar. El FBI.

– Qué dices, hombre. Echo de menos la pesca.

Greg carraspeó.

– ¿Alguna vez has pensado en escribir un libro?

– ¿Sobre qué?

– Sobre todos tus asesinos en serie. -Al fijarse en la mirada fulminante de Will, se apresuró a añadir-: ¡Excepto el del Juicio Final!

– ¿Por qué iba yo a querer remover toda esa mierda?

– Fueron casos célebres, historia popular. A la gente le fascina eso.

– ¿Historia? Para mí es basura truculenta. Además, no se me da bien escribir.

– Encárgaselo a un negro. Tu hija escribe. Yo también. Creemos que se venderá bien.

Will se enfadó. De haber estado borracho, habría estallado, pero el nuevo Will se limitó a arrugar el entrecejo y a negar con la cabeza lentamente.

– Tenéis que buscaros la vida solos. No soy la gallina de los huevos de oro.

– ¡Will! -exclamó Nancy, propinándole un manotazo en el brazo.

– ¡Greg no se refería a eso, papá!

– ¿No? -Sonó el timbre. Will se puso en pie apoyándose en los brazos de la silla y pulsó el botón del telefonillo, irritado-. ¿Quién es? -El timbre sonó otra vez. Y luego otra-. ¿Qué narices…?

Refunfuñando, bajó en el ascensor y se encontró con el vestíbulo vacío. Cuando se disponía a salir a toda prisa a la calle para echar una ojeada, vio una tarjeta de visita pegada con cinta adhesiva a la puerta del edificio, a la altura de los ojos.

«Henry Spence, presidente del Club 2027» -decía, y debajo aparecía un número de teléfono con el prefijo 702. Las Vegas. Había un mensaje escrito a mano en letras pequeñas de imprenta-: «Sr. Piper, llámeme cuanto antes, por favor». 2027.

Al ver la fecha, aspiró entre dientes.

Abrió la puerta. Fuera hacía fresco y, en la oscuridad, unos cuantos hombres y mujeres caminaban por la acera, bien abrigados, con aire decidido, como solían caminar los vecinos de aquel barrio residencial. No había nadie en la calle ni ninguna caravana a la vista.

Sacó el teléfono móvil del bolsillo, donde lo llevaba durante el día para hablar con Nancy sobre el bebé. Marcó el número.

– Hola, señor Piper. -La voz hablaba en un tono animado, casi festivo.

– ¿Con quién estoy hablando? -preguntó Will con cautela.

– Soy Henry Spence. Estoy en la autocaravana. Gracias por devolverme la llamada tan rápidamente.

– ¿Qué quiere?

– Hablar con usted.

– ¿Sobre qué?

– Sobre 2027 y otros temas.

– No creo que sea una buena idea. -Will se dirigía a toda prisa a la esquina para intentar avistar la caravana.

– Detesto recurrir a los tópicos, señor Piper, pero se trata de un asunto urgente, de vida o muerte.

– ¿La muerte de quién?

– La mía. Me quedan diez días de vida. Concédale a un hombre que está a punto de morir una última voluntad: hable conmigo.

Capítulo 3

Will aguardó a que su hija se hubiese marchado, los platos estuviesen lavados y su esposa e hijo se hubiesen dormido para salir sigilosamente del apartamento a fin de encontrarse con el hombre de la autocaravana.

Se subió la cremallera de la chaqueta bomber hasta el cuello, metió las manos en los bolsillos de sus téjanos para mantenerlas calientes y caminó de un lado a otro por la acera, preguntándose si hacía bien en seguirle la corriente al tal Henry Spence. Como una medida de precaución extrema, se había colgado la pistolera del hombro y estaba familiarizándose de nuevo con el peso del acero sobre el corazón. La calle estaba desierta y oscura y, aunque pasaba algún que otro coche, Will se sentía solo y vulnerable. Se sobresaltó al oír el aullido repentino de una sirena de ambulancia que se dirigía al Hospital de Bellevue y notó que la culata del arma se movía adelante y atrás, apretada contra el forro de su chaqueta, al compás de su respiración agitada.