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– Va a casarse, padre -resopló John con descaro-. ¡Pronto será problema de Arme Hathaway!

– ¡El matrimonio y la procreación son más nobles que cualquiera de tus aspiraciones! Beber e ir con prostitutas son tus únicos deseos.

– Qué bien, padre -dijo John en tono despectivo-, al menos tenemos algo en común. ¿Quieres más vino?

El viejo estalló, con el rostro encendido.

– ¡No soy solo tu padre; también soy abogado, imbécil! Uno de los mejores de Inglaterra. No cuentes con la primogenitura. ¡Existen precedentes de segundogenitura, y tengo la suficiente influencia en el Tribunal de Assize para excluirte como heredero y nombrar a tu hermano! ¡Tú sigue así y ya veremos qué pasa!

Temblando de ira, Edgar se retiró, dejando a los dos jóvenes sin palabras. Al final, John rompió el silencio.

– ¿Qué te parece si le pido a un criado que nos traiga una botella de aguamiel de la bodega? -graznó con sequedad y un tono de alegría forzado.

Era tarde por la noche, y todas las personas de la casa se habían ido a dormir. Los dos amigos habían pasado el rato en la biblioteca, emborrachándose, durmiendo la mona y, en cuanto volvían a estar sobrios, emborrachándose de nuevo. Como se habían quedado dormidos durante la cena familiar, los criados les habían llevado una bandeja después.

La embriaguez que iba y venía había puesto a John de un humor sombrío y hosco. Mientras Will saltaba de un libro a otro, John se quedaba mirando al vacío, amargado.

A la luz de las velas, hizo de pronto una pregunta que le había estado rondando todo el día:

– ¿Por qué debo aspirar a algo más que al vino y las mujeres? ¿Qué sentido tendría leer, estudiar y trabajar hasta deslomarme? Todo esto será mío igualmente. Pronto seré un barón con tierras y dinero suficiente.

– ¿Y si tu padre lleva a la práctica su otro plan para la sucesión? ¿El desgraciado de tu hermano te llenaría siempre la jarra y el bolsillo?

– Mi padre hablaba por hablar, eso es todo.

– Yo no estaría tan seguro.

John suspiró.

– Tú, joven Willie, no llevas sobre los hombros la pesada carga de la nobleza.

– ¡Menuda carga! -se burló Will.

– No tengo ninguna inclinación a superarme, dado que siempre he confiado en que el tiempo se encargará de ello. Tú, en cambio, has tenido que fijarte metas elevadas, dicho sea en tu honor.

– Mis metas no son tan elevadas.

– ¿No? -John se rió-. ¿Ser uno de los grandes actores? ¿Escribir obras de teatro? ¿Tener a todo Londres a tus pies?

Will agitó la mano como un actor.

– Naderías.

John destapó otra botella de aguamiel.

– ¿Sabes? Tengo una aspiración desde hace tiempo, de la que nunca he hablado con nadie; está relacionada con cierta ventaja que tengo sobre el remilgado de mi hermano menor.

– ¿Aparte de tu tamaño?

– El libro -siseó John-. Conozco el secreto del libro. El no, ni lo sabrá hasta que sea mayor.

– ¡Hasta yo lo conozco!

– Solo porque eres mi amigo y has hecho un juramento.

– Sí, sí, mi juramento -dijo Will en tono cansino.

– No lo tomes a broma.

– De acuerdo. Me pondré serio.

John sacó el libro de Vectis de la librería y se sentó cerca de Will. Bajó la voz hasta que se convirtió en un susurro de conspirador.

– Sé que no eres un creyente tan acérrimo como yo, pero tengo una teoría.

Will arqueó las cejas con interés.

– Ya has visto la carta. Sabes lo que escribió Félix, ese viejo monje. Quizá la biblioteca no quedara totalmente destruida, después de todo. A lo mejor sigue existiendo. ¿Y si la encontráramos y nos apoderásemos de esos libros? ¿Qué más me daría entonces ser o no propietario del insignificante Wroxall? Si tuviera las llaves del futuro, sería tan rico como cualquier lord; más famoso que ese amigo de mi padre, el viejo Nostradamus, que, como bien sabemos, poseía poderes limitados.

Will lo observó mientras peroraba, fascinado con su mirada encendida.

– ¿Y qué pretendes? ¿Ir allí?

– ¡Sí! Acompáñame.

– Estás loco. Voy a casarme; no necesito correr aventuras. Pronto viajaré a Londres, por supuesto, pero no pienso ir más lejos. Además, en mi opinión, esta carta del abad es un producto de la fantasía. Se le daba bien contar historias, eso lo reconozco, pero… ¿monjes pelirrojos de ojos verdes? Eso es demasiado.

– Entonces iré yo solo. Creo en el libro con toda mi alma -dijo John con agresividad.

– Te deseo buena fortuna.

– Oye, Will, me niego a permitir que mi hermano descubra el secreto. Quiero esconder los papeles, todos los papeles. Sin las cartas de Félix, Calvino y Nostradamus, el libro no sirve de nada. Aunque mi padre le revelara su origen a mi hermano, no habría ninguna prueba de su veracidad.

– ¿Dónde piensas esconderlos?

John se encogió de hombros.

– No lo sé. En un agujero en el suelo. Detrás de una pared. Es una casa muy grande.

A Will empezaron a brillarle los ojos. Enderezó la espalda.

– ¿Por qué no convertir esto en un juego?

– ¿Qué clase de juego?

– ¡Escondamos tus dichosas cartas, de acuerdo, pero ideemos pistas para hallar ese tesoro oculto! Compondré un poema-acertijo con todas las pistas, ¡y luego esconderemos el poema también!

John se rió de buena gana y sirvió más aguamiel para los dos.

– ¡Siempre se te ocurre algo para entretenerme, Shakespeare! Adelante con tu juego.

Ambos corretearon por la casa, riéndose como niños, buscando escondrijos e imponiéndose muto silencio para no despertar a los criados. Cuando hubieron trazado un plan rudimentario, Will pidió hojas de pergamino y utensilios para escribir.

John sabía que su padre guardaba los papeles de Vectis en una caja de madera oculta tras otros libros, en el estante superior. Utilizó la escalera de la biblioteca para alcanzarla y, después de bajarla, releyó la carta de Félix mientras Will se inclinaba sobre el escritorio. Tras mojar la pluma, escribió rápidamente un par de renglones y se cosquilleó la mejilla con la barba de la pluma, mientras le llegaba la inspiración.

Cuando terminó, agitó la hoja por encima de su cabeza para secarla y se la pasó a John para que le echase un vistazo.

– Estoy muy complacido con mi esfuerzo, y tú también deberías estarlo -dijo-. He optado por la estructura de soneto, lo que hará que el juego resulte aún más divertido.

John comenzó a leerlo y al poco rato se removía en su asiento con un regocijo malicioso.

– «Conozcan, tú, él…» Astuto, muy astuto.

– Te lo agradezco -dijo Will con orgullo-. Me complace lo suficiente para firmarlo, aunque dudo que esa muestra de vanidad llegue a descubrirse jamás.

John se dio una palmada en el muslo.

– Las pistas son difíciles, pero no insalvables. El tono, travieso, pero no frívolo. Cumple su propósito con creces. ¡Me doy por más que satisfecho! ¡Y ahora, enterremos nuestro tesoro como un par de sucios piratas abandonados en una isla!

Regresaron al gran salón y encendieron algunas velas más para facilitar su tarea. La primera pista fue a parar al interior de uno de los grandes candeleros que adornaban la mesa de banquetes. John había abierto uno de ellos retorciéndolo y había comprobado que dentro cabían varias hojas enrolladas. Will había propuesto que dividieran la carta de Félix entre la primera y la última pista, puesto que el final de la carta contenía la revelación más importante. John introdujo las hojas, cerró el candelero con fuerza y golpeó varias veces la base contra el suelo alfombrado para asegurarse de que no se abriera.

Ocultar la siguiente pista, la carta de Calvino, les costó más trabajo. John corrió hasta el granero a buscar un mazo, un escoplo, un berbiquí y lechada. Una hora después, empapados en sudor, habían conseguido desprender uno de los azulejos de la chimenea y hacer un agujero profundo. Tras insertar en él la carta enrollada, lo taparon y volvieron a colocar el azulejo en su sitio con la lechada. Para celebrarlo, saquearon la despensa, comieron un poco de cordero frío con pan y se acabaron el buen vino que quedaba en una botella de vidrio verde en forma de cebolla.