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Eran altas horas de la noche, pero todavía quedaba trabajo por hacer. Había que llevar la carta de Nostradamus y la página de su libro de profecías al campanario de la capilla. Mientras no hicieran sonar la campana sin querer, debido a su estado de ebriedad, era poco probable que los descubriesen tan lejos de la casa. Esta tarea les llevó más tiempo del que habían previsto, pues levantar las tablas del suelo les costó un esfuerzo endemoniado, pero cuando terminaron, habían dado un buen uso a la botella de vino como receptáculo de las páginas. Para dar el toque final, Will grabó una rosa pequeña en la tabla con su cuchillo de monte.

Temían que amaneciera antes de que pudieran ocultar la última pista, así que se centraron rápidamente en esa tarea que tal vez no habrían podido realizar sobrios.

Cuando regresaron a la casa, sucios y malolientes a causa del trabajo físico, se recogieron en la biblioteca mientras los primeros rayos de sol hendían el cielo.

John mostró entusiasmado su aprobación por el lugar que había propuesto Will para esconder el poema y aplaudió la perfección de la idea. Will recortó una hoja de pergamino de la medida adecuada y la convirtió en una guarda falsa. A continuación, los chicos, agotados, se dirigieron a la cocina, aliviados de que los cocineros estuvieran todavía en la cama. Will, como gran aficionado que era a los libros, sabía preparar engrudo para encuadernar con pan, harina y agua, y poco rato después disponían de la pasta blanca que necesitaban para pegar el poema en la parte interior de la contracubierta del libro de Vectis.

Cuando terminaron, devolvieron el pesado libro a su estante. La luz de la mañana empezaba a inundar la biblioteca, y se oía cada vez más actividad en la casa. Se repantigaron en los sillones para sucumbir a un último ataque de risa. Cuando se les pasó, permanecieron sentados durante un rato, respirando pesadamente, a punto de dormirse.

– ¿Sabes qué? -dijo Will-.Todo esto ha sido inútil. Estoy convencido de que tú mismo malograrás todos estos esfuerzos y sacarás los papeles de donde los hemos escondido.

– Seguramente tienes razón. -John sonrió, soñoliento-. Pero lo hemos pasado en grande.

– A lo mejor un día de estos escribo una obra sobre lo que hemos hecho -comentó Will, cerrando sus ojos enrojecidos. Su amigo ya estaba roncando-. La llamaré Mucho ruido y pocas nueces.

Capítulo 27

Corría el otoño cuando John Cantwell por fin emprendió la búsqueda que le quitaba el sueño desde la noche en que, estando borracho, la había planeado. En ese entonces estaba abrigado y seco en la biblioteca de su padre. Ahora atravesaba el Solent con mal tiempo, tiritando, empapado de agua de mar.

Un viento fuerte soplaba desde tierra firme hacia la isla de Wight, así que había tenido que darle al patrón de la barca de vela unos chelines adicionales para que accediese a hacer la travesía ese día. John, que no era un marinero experimentado, se pasó el breve viaje vomitando por la borda. En el puerto de Cowes, se fue directo a la primera taberna de mala muerte que encontró para pedir una copa, conversar con los hombres más viejos con que se topara y contratar a un par de lugareños fornidos.

No se molestó en pagar una cama para pasar la noche, pues tenía pensado trabajar mientras la mayoría de los hombres durmiesen. Después del atardecer, despachó varias jarras de cerveza y un cuenco grande de estofado barato, y, una vez recuperadas las fuerzas, esperó bajo la luz de la luna a que los hombres que había contratado volvieran con picos, palas y rollos de cuerda. A medianoche, el séquito de John Cantwell y tres isleños fornidos que portaban antorchas grasientas salieron de la taberna y se encaminaron hacia un sendero que atravesaba el bosque.

En ningún momento se alejaron más de unos cientos de metros de la costa batida por el mar. Cerca, las gaviotas chillaban y las olas rompían rítmicamente en la playa; la brisa fresca y salobre del Solent hizo que se le pasara la borrachera a John y le despejó la cabeza. Hacía una noche fría, y para abrigarse se abrochó la capa con cuello de piel sobre el jubón de cuello alto y se puso la capucha de modo que le tapara las orejas. Sus peones encabezaban la marcha, susurrando entre ellos, mientras John dejaba vagar sus pensamientos y fantaseaba con la riqueza y el poder.

Los viejos de la taberna se habían mostrado recelosos y taciturnos hasta que él les había soltado la lengua con alcohol y dinero. Le contaron que la abadía de Vectis era apenas una sombra de lo que había sido, pues los esbirros de Cromwell la habían reducido a escombros en tiempos de Enrique VIII. Como casi todas las iglesias católicas del reino, la habían asaltado y saqueado, y los habitantes de la isla habían recibido permiso para utilizar las piedras para sus obras de construcción. La mayoría de los monjes se habían dispersado, pero algunos religiosos indómitos se habían quedado y, hasta la fecha, un pequeño grupo de benedictinos se negaba a abandonar las ruinas.

Los viejos, que no sabían nada de los restos de una antigua biblioteca, sacudieron la cabeza y se mofaron de las preguntas de aquel tipo rico llegado de tierra firme. Sin embargo, como este insistió, un pescador entrecano dijo recordar que, de niño, había paseado por los campos de la abadía con su abuelo y correteado por una hondonada cubierta de hierba, un terreno más o menos cuadrado, extenso y bajo. Su abuelo le había gritado que volviera a su lado y le había atizado con su bastón, advirtiéndole que no se acercara a ese sitio, pues, según la leyenda, estaba encantado y lo poblaban los fantasmas de monjes con hábito negro y capucha.

Ese lugar le pareció ideal a John para iniciar su búsqueda, por lo que lo convirtió en su destino nocturno.

El sendero conducía a un sembradío, donde, a la luz de la luna, la catedral de Vectis apareció ante sus ojos. Pese a estar en ruinas era una estructura imponente, descomunal. Conforme se acercaban John vio que ya no había torre, y que las paredes estaban parcialmente derruidas. Las ventanas que quedaban no tenían cristales, y crecían hierbajos y maleza en las jambas desnudas de las puertas. Había otros edificios bajos, algunos desvencijados, otros intactos. Desde una hilera de casitas de piedra salían volutas de humo de una chimenea. Dieron un gran rodeo para evitar estas viviendas y se dirigieron hacia un campo más alejado y más cercano a la costa. Los peones, que sabían dónde estaba la hondonada, refunfuñaron al aproximarse. Aunque desconocían la leyenda que pesaba sobre el lugar, la gravedad con que el viejo pescador les había hablado de ello los había puesto nerviosos.

John cogió una de las antorchas y escrutó la zona. En la oscuridad costaba determinar el contorno. La maleza alta descendía hacia una depresión llana que se extendía poco más de medio metro por debajo del nivel del resto del terreno. No había a la vista elementos destacables, ningún motivo para elegir un punto en vez de otro. Finalmente John se encogió de hombros y escogió el trozo de suelo que tenía bajo los pies. Llamó a los hombres y les indicó que cavaran.

Como los peones vacilaban en bajar a la hondonada John tuvo que ofrecerles a regañadientes una remuneración más elevada. Pero cuando pusieron manos a la obra, cavaron a un ritmo frenético, atravesando la capa de suelo compacta y dura hasta la tierra suelta y fértil de debajo. Dos de ellos habían sido sepultureros, por lo que levantaban la tierra con una destreza asombrosa. Al cabo de una hora, habían abierto una fosa de tamaño considerable. Al cabo de dos, la fosa era ancha y profunda. John observaba acuclillado en el borde y de vez en cuando bajaba de un salto para examinar el fondo de cerca bajo la luz de la antorcha. El suelo, húmedo y marrón, despedía un olor terroso y dulzón, pero en cierto momento John reparó en unos trozos de madera carbonizada y una capa de ceniza.