El corazón le latía desbocado.
– ¡Aquí hubo un incendio! -exclamó.
Los hombres no mostraron el menor interés. Uno de ellos preguntó hasta qué profundidad quería que llegaran. Por toda respuesta, él les dijo que se callaran y siguieran cavando.
Por encima de los chillidos de las gaviotas, John oyó el sonido de un golpe metálico.
Una de las palas había topado con piedra.
John bajó de nuevo al hoyo y, al rascar el suelo con la bota, dejó al descubierto una piedra plana. Agarró una pala, raspó con ella la piedra hasta limpiarla de tierra y hundió la herramienta en el suelo, a medio metro de profundidad. Volvió a topar con piedra. Eligió otro punto para cavar: más piedras.
– ¡Despejad bien el fondo de toda la zanja! -ordenó, emocionado.
Pronto quedó expuesta una superficie de piedras planas y lisas cuidadosamente acopladas para formar un pavimento sepultado hacía tiempo. John exhortó a los hombres a usar el pico para ver qué había debajo de las piedras. Los peones, nerviosos, se enzarzaron en una discusión en voz baja pero al final accedieron y, media hora después, habían desenterrado tres de las losas grandes y planas.
John se puso a cuatro patas para examinar el suelo. Con entusiasmo creciente, vio que las piedras estaban colocadas sobre un entramado de maderos grandes. Metió la mano con cautela en el agujero que antes ocupaban las losas. Era tan profundo que llegó a introducir el brazo entero sin tocar el fondo. Cogió un puñado de tierra y lo tiró por el hoyo. Tardó un segundo o más en oír el tamborileo de la tierra contra una superficie dura.
– ¡Hay una cámara ahí abajo! -señaló-. ¡Tenemos que bajar cuanto antes!
Los hombres retrocedieron hacia el rincón más apartado de su trinchera. Se apiñaron, cuchichearon en tono apremiante y finalmente declararon que se negaban a bajar. Tenían demasiado miedo.
John les suplicó, luego intentó sobornarlos y, por último, los amenazó, furioso, pero fue en vano. Tras increparlo, treparon por la pared de la zanja para salir. Lo máximo que John consiguió fue que le vendieran la soga y le dejaran una antorcha. Poco después, se encontraba solo en medio de la noche.
La emoción del momento atenuaba sus temores. Ató la cuerda a una de las vigas de madera, dejó caer el otro extremo por el agujero y oyó cómo golpeaba suelo firme. A continuación tiró la antorcha encendida, que repiqueteó en el fondo. La tea permaneció encendida, y John, al mirar al vacío, alcanzó a ver una zona débilmente iluminada, un suelo de piedra y lo que parecía una pared irregular. Respiró hondo para armarse de valor, se sentó al borde del agujero con las piernas colgando, se aferró a la soga y comenzó a bajar, valiéndose de los brazos y con los pies cruzados.
El aire en la cámara subterránea estaba viciado y estancado. John descendía palmo a palmo, concentrándose en el tranquilizador resplandor de la antorcha para vencer su miedo a la oscuridad. Cuando había bajado unos seis metros, estaba a tres del fondo. Miró al suelo, achicando los ojos para ver a través de las partículas de humo que emanaban de la antorcha.
– ¡Aaaay!
Su alarido le retumbó en los oídos cuando se le escapó la cuerda de las manos y se precipitó al fondo. Aterrizó sobre una pila de esqueletos humanos quebradizos. Sus pies fueron a parar sobre unas tibias y resbalaron, lo que evitó que se rompiera las piernas. Su cadera derecha se estrelló contra un cráneo que se partió en pedacitos bajo su peso.
Se quedó tumbado en el suelo, jadeando de dolor y espanto al encontrarse frente a unas cuencas vacías.
– ¡Que Dios me ampare! -gritó.
Volvió la cabeza y vio huesos amarillentos por todas partes: en el suelo, apilados sobre repisas de piedra en las paredes. Estaba en una cripta, de eso no cabía la menor duda. Una segunda oleada de pánico lo invadió cuando cayó en la cuenta de que, si estaba malherido, no podría subir a la superficie. Tal vez acabaría ahí por toda la eternidad, convertido en otro montón de huesos. Hizo fuerza para incorporarse y evaluó el estado de sus extremidades.
Podía mover los brazos y las piernas sin gran dificultad, pero notaba un dolor intenso en la cadera derecha. La única manera de calibrar la gravedad de la lesión era apoyar peso en ella, así que se balanceó para ponerse de rodillas y se levantó. Aumentó poco a poco la presión sobre la pierna derecha, que gracias a Dios aguantó, así que John concluyó aliviado que la tenía magullada pero no fracturada. Dio un paso al frente y oyó el escalofriante crujido de unos huesos bajo sus botas, pero logró avanzar cojeando y recoger la antorcha.
John, dolorido, exploró la Cripta, procurando no pisar huesos, habituándose a la avasalladora presencia de la muerte. Había cientos de cadáveres, quizá miles; esqueletos desnudos, pero también cuerpos secos y momificados con mechones de pelo rojizo y trozos de tela marrón adheridos. John trató de concentrarse en su objetivo. ¿Seguía existiendo la biblioteca de Félix? No tenía idea de si se estaba adentrando más y más en la Cripta o si caminaba en la dirección adecuada, pero se había fijado un rumbo y avanzaba despacio, alumbrando su camino con la antorcha.
El arco de luz iluminó la entrada de un pasadizo abovedado, y John, con una mueca por el dolor que sentía en la cadera, apretó el paso casi como si huyera de los esqueletos. Atravesó el pasadizo y se encontró en un entorno totalmente distinto.
Estaba en una sala espaciosa, cuyo contorno no alcanzaba a precisar con claridad. A pocos metros de distancia vislumbró el borde de una mesa de madera. Al acercarse, vio que era una mesa larga situada junto a un banco bajo. Caminó a lo largo de ella, tocando la superficie lisa, intrigado. Había algunos objetos encima, y John cogió el que tenía más a mano. ¡Era un tintero de barro! Sujetó la antorcha por encima de su cabeza para que la luz llegara más lejos. ¡Había otras mesas, dispuestas en filas!
Fue entonces cuando se fijó en las manchas que salpicaban el suelo de piedra en toda su extensión. Eran de color marrón óxido. Sangre seca. Allí se había derramado sangre a raudales.
«Era cierto», pensó, presa de una súbita euforia. La carta de Félix decía la verdad, y, lo que era más importante, ¡el scriptorium de los monjes no había quedado destruido por el incendio! Eso significaba que tal vez la Biblioteca se había conservado también.
Avanzó junto a la fila de mesas, rozando cada una al pasar. Eran quince en total. Se llevó una desilusión momentánea al ver que detrás de la última no había más que una pared, pero el pulso se le aceleró de nuevo cuando divisó una puerta de madera con herrajes macizos. Tiró de la increíblemente pesada puerta con todas sus fuerzas hasta abrirla, y alumbró el interior con la antorcha.
De inmediato cayó de rodillas y rompió a llorar de alegría.
¡La Biblioteca existía! ¡No había sido destruida!
A su izquierda había una estantería de madera repleta de enormes volúmenes encuadernados en piel. A su derecha vio un mueble idéntico y, entre los dos, un pasillo de la anchura justa para que él pudiera pasar.
Reanudó la marcha y cojeó, maravillado, por el pasillo central. A ambos lados se alzaban librerías altas que parecían sucederse en la oscuridad hasta el infinito.
John se detuvo y sacó uno de los libros. Era idéntico al tomo de los Cantwell, salvo porque estaba fechado en 1043. Lo devolvió a su sitio y continuó avanzando. ¿Qué longitud debía de tener esa cámara?
Continuó andando durante un rato que se le antojó asombrosamente largo. Aparte de los grandes palacios y abadías de Londres, no había estado en una estructura tan gigantesca. Al fin, vio la pared del fondo. Justo delante de él se abría la entrada de otro pasadizo. Al cruzar el umbral, le pareció oír un sonido débil.
¿Ratas?
Llegó a una segunda cripta, aparentemente idéntica a la primera. Estanterías descomunales flanqueaban el corredor hasta perderse de vista en las tinieblas. John echó un vistazo a los lomos del estante más cercano: 1457. Los pensamientos se agolpaban en su cabeza. Ahora que había encontrado la Biblioteca, ¿cómo iba a sacar provecho de ello? Tenía que localizar los libros correspondientes a 1581 y años posteriores. Eso sería lo que le daría beneficios. Debía idear una manera de sacar el precioso botín por el agujero. No estaba en absoluto preparado para esa tarea, pero confiaba en su astucia y estaba convencido de que se le ocurriría un plan en cuanto dejara de notar los latidos de su corazón en la garganta.